23-F, El Rey y su secreto (19 page)

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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

BOOK: 23-F, El Rey y su secreto
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Pero sus reservas sobre la capacidad de don Juan Carlos seguirían estando de manifiesto. A finales de mayo de 1975, Kissinger viajó a Madrid con el nuevo presidente Ford, quien en agosto del 74 había sustituido a Nixon tras presentar éste su dimisión bajo la amenaza del
empeachment
por el asunto
Watergate
. A Ford, la conversación que mantuvo con el príncipe le convenció algo más que a Kissinger, que seguía manteniendo sus dudas sobre el nivel de solidez de don Juan Carlos. Así se lo expresó poco después al ministro de exteriores alemán, Hans Dietrich Genscher, y unos meses después al líder chino Deng Xiaoping. Para el poderoso secretario de Estado, don Juan Carlos era «un hombre agradable» pero «ingenuo», que no entiende de revoluciones ni a lo que se va a enfrentar», y que piensa que «lo puede lograr todo con buena voluntad». Kissinger era muy escéptico y dudaba de que el príncipe tuviera «la fuerza suficiente para manejar la situación por sí sólo».
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Efectivamente, el futuro rey don Juan Carlos tan sólo contaría con el sólido apoyo y la lealtad de las fuerzas armadas. Así se lo demostrarían a lo largo de todo el proceso de la transición y de manera especial durante la jornada del 23 de febrero de 1981.

Don Juan Carlos desconocía entonces —y quién sabe si aún actualmente— cuál era la opinión y cuáles las dudas que en la administración republicana de Nixon y Ford —sobre todo Kissinger personalmente—, se tenían sobre sus limitaciones y capacidades. Sin embargo, sabía con certeza que podía contar con su pleno apoyo. Por eso, a finales de octubre de 1975, cuando Franco agonizaba y su estado de salud era absolutamente irreversible, solicitó a través del embajador en Madrid, Wells Stabler, la ayuda norteamericana para que se le hiciera el traspaso de poderes. Que se aplicara el artículo 11 de la Ley Orgánica del Estado. Un año antes, durante el verano de 1974, fue el propio Franco el que ordenó que se le traspasara el poder a don Juan Carlos con motivo de su episodio de tromboflebitis; poder que el Caudillo volvería a recuperar en septiembre de ese mismo año, tras su mejoría. Pero en aquel momento, ante un estado terminal, el príncipe solicitó (¿por medio de Prado, quizá?) al embajador Stabler una ligera presión norteamericana ante el presidente Arias para que se le cediera la Jefatura del Estado inmediatamente.

El embajador informó a Kissinger de la petición, quien la recibió con cautela y suma prudencia. Incluso tuvo que vencer la insistencia de sus colaboradores más directos de la Secretaría de Estado para que despachara favorablemente el asunto. Frente a la opinión de quienes aseguraban que de esa manera se identificaría a los Estados Unidos con los cambios de quien en breve iba a dirigir el país, Kissinger se negaría ante el temor a ser acusado de derrocar a Franco en contra de su voluntad, y envió un telegrama desde Tokio tan lacónico como firme: «El secretario no autoriza, repito, no autoriza a Stabler a hacer una aproximación a Arias en estos momentos.» Este episodio contradice el testimonio que don Juan Carlos hizo a su biógrafo Vilallonga, al que aseguró que rechazó y se resistió repetidas veces a aceptar el traspaso de poderes que Arias le ofreció con insistencia. Y que si finalmente transigió y aceptó la Jefatura del Estado en funciones, fue cuando los médicos le confirmaron que la situación clínica de Franco era absolutamente irreversible. Estos dos episodios distintos y con una semana de diferencia entre ambos, indican que, en todo caso, don Juan Carlos estaba resuelto a recibir el poder cuanto antes. Con ansiedad y tensión. La misma ansiedad y tensión que había vivido —«¿pero cuándo me llamará este hombre?»— los días previos a la llamada que Franco le hizo en julio de 1969 para comunicarle que había decidido designarle su sucesor.

La crisis desatada en el verano de 1975 por el monarca alauita Hassan II en el Sáhara occidental, forzaría una vez más al príncipe Juan Carlos a acudir en busca del auxilio de Kissinger. Pero en esta ocasión, los intereses de uno y otro iban a estar cruzados y no serían coincidentes. Hacía muchos años que el sueño imperial de Hassan de forjar el gran Magreb marroquí, pasaba por la anexión del territorio saharahui de Saguia el Hamra y Río de Oro. España, que había otorgado al territorio la categoría de provincia y había concedido la ciudadanía española a los saharauis, era la potencia administradora por mandato de la ONU, y se había comprometido a realizar un referéndum de autodeterminación auspiciado por Naciones Unidas.

A mediados de octubre de 1975, la Corte Internacional de Justicia de la Haya sentenció que Marruecos carecía de título de legitimidad alguno sobre el territorio y la población saharaui. Hassan reaccionó entonces con el anuncio de una gran marcha —la Marcha Verde— con el objetivo de ocupar «pacíficamente» el Sáhara. El monarca, que atravesaba una grave crisis interna, creía que si no se hacía con el Sáhara podría ser derrocado. Y se echó en los brazos de los norteamericanos. Sus padrinos y protectores, y sus grandes aliados, además de Francia.

Kissinger acudiría solícito en su socorro. Informó a Ford de que el fallo de La Haya era favorable a Marruecos, lo que en absoluto era cierto. Pero Estados Unidos no podía permitir que su aliado magrebí se viera en peligro, y mucho menos que un Sáhara independiente cayera bajo la influencia del régimen prosoviético de la Argelia de Bumedián. La administración norteamericana dispuso de inmediato el envió a Marruecos de apoyo logístico, suministros y armamento, en tanto la CIA se encargaba del plan operativo. La idea de una ocupación manu militari, camuflada dentro de una gran marcha civil y pacífica, fue de la Central de Inteligencia Americana. Suyo fue el nombre de la operación —Marcha Blanca—, que Hassan cambiaría por el de Marcha Verde. A Marruecos se desplazó Vernon Walters, subdirector ya de la CIA, para coordinar y dirigir la operación. Walters había acumulado una notable experiencia en América Latina derribando gobiernos y colocando dictadores títeres sumisos a los intereses norteamericanos. Y prestó todo su esfuerzo para que Hassan, al que conocía muy bien desde 1942, se saliera con la suya.

No cabe duda de que con un Franco en otras condiciones físicas, Hassan nunca se hubiera atrevido a dar ese paso, puesto que ya en 1974, aprovechando el episodio de la flebotrombosis, Franco frenó un primer intento de ocupación marroquí del Sáhara. Pero el Caudillo entró a mediados de octubre en su fase biológica terminal, lo que en esa ocasión sí aprovecharía el astuto rey marroquí para lanzarse definitivamente a la conquista del Sáhara. Aquel monarca podía ser cruel y déspota. Y lo era. Como también inteligente. Y sabía muy bien lo que quería. Por el contrario, el gobierno español, débil y pusilánime, además de confundido, estaba dividido entre quienes eran partidarios de resistir y hacer frente a la invasión de Marruecos con las armas en la mano (Cortina Mauri, Exteriores), y entre quienes querían salir corriendo del territorio lo antes posible (Arias Navarro, el jefe de un gabinete asustadizo y aturdido). Además, sobre alguno de los ministros, caso de Solís Ruiz (Movimiento), recaían algo más que sospechas de ser colaboradores de Hassan y de llevar sus inversiones en España.

Carro Martínez (Presidencia), al que sus malvados adversarios le llamaban «el Hombre de Cromañón» por sus espaldas visiblemente combadas, llegó a hacer ante Hassan la más indigna bajada de pantalones que se recuerde en un servidor público: dejarse someter al escribir al dictado de Hassan una carta en la que el gobierno español mendigaba que parase la Marcha Verde aceptando todas las exigencias marroquíes. En aquella carta, que Hassan se dirigió a sí mismo —«… ruego a V.M. tenga a bien considerar la terminación de la Marcha Verde, con el restablecimiento del
statu quo
anterior, habida cuenta de que de hecho ya ha obtenido sus objetivos»— , el gobierno español claudicaba de manera indigna, saliendo del territorio saharaui sin negociación alguna y de la forma más vergonzosa y humillante que se recuerde.

Aquella defección, y traición de España al Sáhara y a los saharauis, se completó con el difícilmente explicable papel que el sutil y maquiavélico Kissinger le hizo hacer a don Juan Carlos. En la agonía de Franco, el príncipe fue nombrado jefe de Estado en funciones el 30 de octubre. Su primera decisión sería enviar a Washington, en un intento desesperado, a su embajador volante Manolo Prado para solicitar de Kissinger que parase la ocupación marroquí del Sáhara. Don Juan Carlos pensaba en cómo salvar la cara «dignamente» ante el acuerdo gubernamental de toque de retirada inmediata.

El astuto secretario de Estado se presentaba en el conflicto aparentando una estricta y exquisita neutralidad. Y naturalmente, le dijo a Prado que haría la gestión, puesto que Hassan estaba jugando con fuego. Le aseguró que España era un aliado y un verdadero amigo, y él se había comprometido personalmente con el príncipe y su futuro. Hablaría con Hassan e intentaría convencerle de que paralizase los preparativos de la marcha, a fin de que todo se resolviera pacíficamente y sin perjuicio para nadie, puesto que lo que había que hacer era celebrar la consulta entre los saharauis, como disponía la ONU.

Detrás de esa posición para la galería de ingenuos, Kissinger movería luego las piezas del tablero al antojo de los intereses norteamericanos en la zona. Lo principal era prestar todo su apoyo a la ocupación marroquí del territorio, porque si Hassan «no obtiene el Sáhara, está acabado». Y ya en muy segundo lugar, se podría contemplar que si en algún momento se llevara a cabo un referéndum de autodeterminación, como pedía la ONU, sería siempre bajo la garantía de que la consulta arrojase un resultado favorable a Marruecos. Cualquier otra hipótesis era simplemente inviable. Quizá por esa razón en el Sáhara no se ha celebrado el referéndum en 35 años, y se mantiene desde entonces la ocupación militar de la mayor parte del territorio.

En ese juego de piezas bajo la apariencia de una falsa neutralidad, Kissinger le confiaría al presidente Bumedian que «no nos interesa que España esté ahí [en el Sáhara], porque no es lógico que España esté enÁfrica». A Hassan le garantizaría que un futuro Estado independiente sería inviable, puesto que «la idea de un país llamado Sáhara español no es algo exigido por la historia». Argumento con el que también intentaría convencer a Cortina Mauri.

Kissinger tenía una baja opinión de la inteligencia y las capacidades del príncipe, como ya hemos visto, y le transmitiría una presión y varias dudas añadidas: el conflicto abierto en el Sáhara sería «un desastre para España» y para él, personalmente, no sería nada bueno recibir la corona con un ejército victorioso y crecido, en el caso de que ganara la guerra. Se vería atado de manos para acometer las reformas democráticas que pretendía. Los mensajes eran totalmente contradictorios, pero buscaban causar impacto en la voluntad y determinación de don Juan Carlos.

Y desde luego que, por sus resultados, parece que causaron ese impacto. El 2 de noviembre, don Juan Carlos viajó por sorpresa a El Aaiún para dar una arenga retórica a las tropas allí destacadas. Aseguró a los soldados que se haría cuanto fuera necesario para que «nuestro Ejército conserve intacto su prestigio y honor», que «España cumplirá sus compromisos y tratará de mantener la paz», pero que no se «debe poner en peligro vida humana alguna cuando se ofrecen soluciones justas y desinteresadas», al tiempo que «deseamos proteger también los legítimos derechos de la población civil saharaui, ya que nuestra misión en el mundo y nuestra historia nos lo exigen». Palabras que a la vista del resultado cosechado deberían ser algo más que matizadas.

Aquellas tropas, a las que se había dirigido el príncipe en esa breve alocución, estaban con la moral muy alta y perfectamente preparadas para el combate. Que deseaban. Hassan estaba convencido o quería convencerse de que «la mayoría de las tropas españolas están mal entrenadas y no lucharán». Pero su juicio era muy errático, por mucho apoyo y cobertura que le estuviera prestando la CIA. Las unidades destacadas en el Sáhara tan sólo esperaban la orden de sus jefes de abrir fuego sobre una masa abigarrada y cubierta de mugre que se acercaba tocando la pandereta entre gritos y rezongos. Esperaban la orden de combatir tan pronto como aquellos soldados encubiertos traspasaran los espinos fronterizos de seguridad para fundir sus cuerpos con los fósiles milenarios que apenas ocultan las arenas del desierto. Esa masa vociferante y sucia, utilizada por Hassan como escudo, venía flanqueada por las mejores unidades del ejército marroquí.

Nada más regresar el príncipe a Madrid con la faena hecha, le ordenó a Arias que acelerara los trámites de la «Operación Golondrina»: el abandono del Sáhara con toda urgencia. No es de extrañar que Hassan le telefoneara después para felicitarlo y decirle que había estado muy bien. Y hasta es muy posible que Kissinger también le aplaudiera por su gesto y su decidida acción. ¿Gesto? ¿Qué gesto? ¿Acción? ¿Qué decidida acción? El 8 de noviembre, el ministro Carro se humilló como no está en los escritos y se plegó a escribir la increíble carta ya analizada, que Hassan le estuvo dictando para dirigírsela a sí mismo. Y el 14 de noviembre, en el momento culminante de la agonía de Franco, el gobierno firmó el llamado «Acuerdo de Madrid» por el que capitulaba ante Marruecos y Mauritania y les entregaba el control total del Sáhara.

En realidad, la entrega sería tan sólo a Marruecos. Posteriormente, Mauritania, cuya presencia no tenía otro sentido que ser el convidado de piedra, también se alejaría. La salida del Sáhara, sin lucha ni negociación previa, fue absolutamente ignominiosa. Además de una humillación para un Ejército que estaba dispuesto a combatir por la dignidad de un gobierno absolutamente indigno. Y abandonar a su suerte a los saharauis —es decir, a la voluntad de un sátrapa como lo era aquel rey moro—, una completa traición. Ignominia y traición que se ha venido perpetuando durante todos estos años por parte de casi toda la clase política española con sus colores variopintos de gobierno y de oposición.

¿Por qué al príncipe le hicieron creer que era mejor una salida humillante que la dignidad con lucha? ¿Quién fabricó la especie de que lo mejor era atornillar al Ejército, maniatarlo, porque un ejército victorioso hubiera sido negativo para el futuro rey? La historia contemporánea española, incluso desde la edad moderna, está trufada de malos y débiles políticos, y de pusilánimes e incapaces monarcas. Sobran los ejemplos. Por eso se lanzan frases para la propaganda que justifiquen hechos infames que después pretenderán imponerse como verdades absolutas. Ése es el estigma de la mala política, de los gobernantes mediocres. Lo cierto es que en la crisis del Sáhara, don Juan Carlos, incomprensiblemente, no confió en su Ejército. Ese Ejército que demostraría serle fiel y leal posteriormente, durante su reinado.

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