Por entonces, ya hacía un tiempo que Cortina y otros responsables del servicio de inteligencia venían trabajando en lo que el jefe de los grupos operativos del CESID definiría como la creación del
staff
político del general Armada. «En el CESID todos me empujaban mucho. Querían que yo influyera en el rey para que cambiara la situación», me reconocería un día Armada en una de nuestras conversaciones. En ese tiempo, Alfonso Armada ya era el referente para sus compañeros de milicia y, sobre todo, para los líderes políticos de casi todo el arco parlamentario. A mediados de agosto de 1980, Armada recibió en su pazo gallego de Santa Cruz de Ribadulla al matrimonio Calvo Sotelo. El político centrista fue para ofrecerse también al general; estaba dispuesto a colaborar en lo que fuese porque la situación con Suárez era asfixiante. «Recuerdo las pestes que me decía sobre Adolfo Suárez. Que era urgente hacer algo. Todos los
barones
conspiraban sin recato contra el presidente.»
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Calvo Sotelo dejaría su firma, señal de su paso aquel día, en el libro de honor de Santa Cruz para el pequeño recuerdo: «Con la nostalgia de otra visita anónima que hace ya muchos años…» Después del 23-F negaría de palabra y en sus memorias que dicha entrevista hubiera tenido lugar.
Igualmente, sería por aquellos días de agosto cuando Alfonso Armada recibió el informe reservado que le había solicitado al catedrático Laureano López Rodó sobre el mecanismo a aplicar para cambiar de presidente constitucionalmente. El escrito, redactado en cuatro folios, exponía una situación muy negativa y con tintes catastróficos. Aseguraba que mientras Suárez continuase en el poder no habría solución alguna para salir del caos. Por el contrario, el panorama empeoraría y se degradaría aún más. Luego explicaba que si la moción de censura del PSOE había fracasado era porque el candidato a presidente no era el adecuado, aunque sí que había servido para desgastar más a Suárez y a la UCD, al espolear en su propio seno el germen de la división y del enfrentamiento. Aplicando la frase de Tarradellas, insistía en que España necesitaba urgentemente un cambio de timón, porque el momento era malo pero aún se podía poner peor. Armada, que todavía permanecería durante unos meses más como gobernador militar en Lérida y jefe de la División Urgel, no lo olvidemos, le envió el informe a Sabino para que éste se lo hiciera llegar al rey.
En el documento López Rodó precisaba que sería perfectamente constitucional cambiar de presidente de gobierno mediante la presentación de una nueva moción de censura, en la que se propondría como candidato a una personalidad independiente que formaría un gobierno de concentración y de unidad y en el que participarían líderes de los diversos partidos. La moción sería apoyada por el PSOE, varios sectores de UCD y Coalición Democrática. Y la personalidad independiente podría ser un catedrático, un historiador o un militar: un general de reconocido prestigio, bien aceptado por las fuerzas armadas y en una buena relación de confianza con el rey. Aquel informe era en realidad una variante de la fase constitucional de la Operación De Gaulle; la parte de la misma que sería visible y pública. Su aplicación, tras la dimisión de Suárez, fue desechada por los responsables del CESID y por quien en último término podía dar luz verde a la misma. El deterioro institucional era tan grave —así lo vivían— que para corregir el sistema ya no había otra opción que la puesta en marcha del Supuesto Anticonstitucional Máximo, el SAM de Tejero. El éxito de la Operación De Gaulle requería que la clase política sintiera encima la presión y la amenaza militar.
En aquellas fechas preotoñales del 80, Suárez intentó mejorar su deteriorada imagen formando un nuevo gobierno y pidiendo la confianza de la Cámara. Lo que formalmente obtuvo, para de inmediato cebarse casi todos sobre él. Fraga, por ejemplo, no se andaría con medias tintas para volverle a la realidad: «Tras cuatro años de desgobierno, fracaso sistemático de la administración, incumplimiento de promesas, es imposible renovar la confianza al señor Suárez, y hay que decirle al país que nos lleva inexorablemente al desastre», afirmaría tan solo un día después de que el presidente sacara adelante la moción de confianza.
Pero sin duda alguna, sería Miguel Herrero de Miñón, portavoz del grupo parlamentario centrista y uno de los más críticos con Suárez, quien mostraría mayor dureza hacia el presidente. En cierta ocasión le había comentado a Sabino que le transmitiera al rey que «o se carga a Suárez o esto se va al desastre». Herrero formaba parte del
staff
político de Armada, se había acercado a Fraga y era uno de los activos dinamiteros de la UCD. También al día siguiente de la moción de confianza reclamaría desde las páginas del diario
El País
la democratización interna de la UCD. Y le lanzaría estos dardos envenenados a Suárez: «No al caudillaje arbitrario que pretende ocultar la irremisible pérdida del liderazgo en el partido, en el Parlamento y en el Estado… No al ejercicio o, lo que es peor, a la inerte posesión solitaria del poder, tendente a reducir el partido y la mayoría parlamentaria a un mero séquito fiel. Porque un partido sólo puede servir a la democracia política y social cuando el mismo es democrático, esto es, regido por un liderazgo colectivo… No al enfrentamiento radical y personal con la única oposición democrática y nacional que existe, el Partido Socialista Obrero Español… No a las ambigüedades de un programa vagoroso, apto sólo para ir tirando.»
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A finales de año, el cerco sobre Suárez se estrecharía con la irritación de la Iglesia a causa del proyecto de ley del divorcio. El ministro de Justicia Fernández Ordoñez, que actuaba casi como una cuña del PSOE en el gobierno y en UCD, logró sacar adelante la ley con el apoyo que había consensuado personalmente con el Partido Socialista. En este caso, la crispación vendría de un lado de los sectores democristianos centristas, y muy especialmente del seno de la Conferencia Episcopal y del cardenal Tarancón, quien por poco tiempo más estaría al frente de la misma. El prelado, calificado de progresista no hacía muchos años, rompería toda relación y diálogo con Suárez. Había pactado personalmente con él los límites de la ley, y se sentía totalmente engañado. La llegada en breve a Madrid de monseñor Innocenti, el nuevo nuncio del Vaticano, tensaría aún más las relaciones entre el Vaticano y el presidente. No olvidemos que desde hacía dos años gobernaba en Roma Juan Pablo II, cuyo pontificado sería uno de los factores externos en la caída de Suárez y en el apoyo decidido a la Operación De Gaulle. Concurso que tanto Armada como la cúpula del CESID se ganaron poco antes de la acción del 23-F.
Los anillos concéntricos que se cerraban sobre Suárez estaban casi a punto de conseguir su asfixia. En diciembre, el rey mantuvo con el presidente una conversación en su residencia de esquí de Baqueira. Don Juan Carlos, que ya estaba harto de él, quería presionarlo, una vez más, para que entendiera que lo mejor era que presentara la dimisión y se marchara. Y para ello le presentó el escenario de que si no recapacitaba y dimitía, existía la posibilidad de que se produjera un golpe de Estado, por lo que había que hacer lo posible para eliminar los motivos y ese supuesto no llegase a producirse. Por entonces, los rumores sobre todo tipo de golpes a la carta circulaban con profusión; golpe a la turca, golpe de generales, golpe de coroneles, un golpe de mano espontáneo…
Naturalmente, casi nada de esto era cierto. No existía base sólida alguna. El Ejército se mantenía disciplinadamente expectante a las órdenes del rey y de su cadena de mando. Pero la amenaza militar estaba siendo explotada interesadamente desde el CESID para poder presentar con normalidad su Operación De Gaulle. Suárez le comentó al monarca que había barajado la posibilidad de convocar elecciones anticipadas, pero los catastróficos resultados que le auguraban las encuestas y el seguro triunfo socialista, le habían hecho desechar la idea. En su fuero interno, ya era un derrotado en todos los aspectos y estaba a punto de arrojar la toalla.
A primeros de enero de 1981, unos días después de aquella entrevista, sería Alfonso Armada el que subiría a La Pleta a ver al rey. El despacho se alargó varias horas. Don Juan Carlos le detalló la conversación que había tenido con el presidente. Le dijo que le desesperaba, que estaba harto de él, que le había planteado el riesgo de que se diera un golpe si no dimitía, y que de continuar aferrándose tercamente al poder, se podía ir todo al garete. Suárez le desesperaba y era necesario que no complicara más las cosas. Armada le comentó sus recientes conversaciones con Milans del Bosch y los detalles que los responsables del CESID le transmitían sobre la operación. El rey le pidió que volviera a reunirse con Milans. Ambos eran una garantía para la corona. Y en breve regresaría a Madrid para poder tenerlo todo mejor controlado. Efectivamente, Armada volvería a encontrarse con Milans del Bosch una semana después en Valencia, donde le contaría la conversación que había mantenido con el rey, acordando volver a reunirse unos días después en Madrid para examinar juntos el plan operativode Tejero. Éstas son las notas manuscritas que con el tiempo me facilitaría el general Armada:
El rey llegó a estar muy descontento con Suárez. Mi impresión es que estaba harto de él y que deseaba cambiarlo. Creo que nunca pensó en mí para ningún puesto político. Estoy seguro que pensaba en mí para tranquilizar a los militares. Creía que yo tenía prestigio entre los mandos del ejército, que mi labor ahí podía ser importantísima. Era el flanco que más temía en aquel momento. Por las noticias que recibía de las fuerzas armadas, estaba preocupado. Más tarde, la política económica (paro, inflación y desorden), le ponían nervioso. Las autonomías no le convencían. Tenía decidido empeño en tranquilizar a las fuerzas armadas, pero no sabía cómo. Nunca recibí la impresión de que el rey quisiera un gobierno de salvación nacional. Prefería que los problemas se resolvieran por sus cauces. Tampoco creía en la solución Calvo Sotelo. En el cambio de gobierno pensaba, desde luego, sustituir a Gutiérrez Mellado por otro militar de prestigio. Creo que quiso cambiarlo, pero a Suárez no le gustaba ese cambio. En todo caso no lo hizo. El rey nunca me lo dijo claramente pero el marqués de Mondéjar me lo insinuó.
Creo que había mucha gente deseando que cambiara la situación, entre ellos muchos coroneles, pero no conocí ninguna operación de coroneles. Nunca supe nada de un posible golpe de coroneles.
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Afirmo lo siguiente:
Sí conocí que había un grupo de militares que preparaban un levantamiento.
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Hablé de ello con:
El ambiente militar estaba crispado en el año 80 y principios del 81. Los artículos de
El Alcázar
[
Almendros
], que sintonizaban con gran parte de la opinión militar, mantenían y potenciaban este «ambiente crítico». En cuanto a que el rey reconduciría la situación si se producía un hecho extraordinario es un punto interesante. El rey estaba preocupado con el ambiente en el ejército. Al menos, eso me parecía. Quería estar muy unido a los militares para que:
El general Milans del Bosch en Valencia me dijo que informase al rey del estado de ánimo militar y de lo que podía pasar. Así lo hice. Conté al rey todas las reuniones con Milans. Con todo detalle. Le hablé siempre de mis conversaciones con Milans y con todos los contactos que tuve con otros militares y políticos. Es cierto que había rumores de otras reuniones o golpes, pero mi papel fue siempre como receptor. Oír para contárselo al rey. Creo que había muchos deseos de «golpe de timón», pero nada concreto. Al rey le hablé varias veces de la situación y del ambiente en el ejército. Al principio no lo creía. Más tarde sí. El rey estaba enterado de la irritación militar que se respiraba en los cuarteles y le preocupaba. Gutiérrez Mellado le tranquilizaba diciendo que yo exageraba. Pero el rey me trajo de Lérida.
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Suárez decidió dimitir a finales de enero de 1981. Y para ello presentó una escena digna de un holocausto de drama griego. No permitiría que nadie le arrebatara el protagonismo de su final, sobre el que había llegado a una conclusión: «Yo he sufrido una importante erosión personal. La clase dirigente de este país ya no me soporta. Los poderes fácticos —salvo el ejército— me han ganado la batalla.»
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Pero nadie le impediría que al día siguiente de hacer pública su dimisión fuera portada en todos los periódicos, y abriera los informativos de radio y televisión. En los días previos, se lo había adelantado a unos pocos colaboradores en la Moncloa. Luego, aprovechando el despacho semanal que tenía con el rey en Zarzuela, le dijo a Sabino que se adelantaría un poco para comentarle un asunto: «Quiero decírtelo a ti antes que a nadie, porque hoy vengo a presentarle mi dimisión al rey. Quiero que antes de que surja comentario alguno o cualquier tipo de rumor, que seas testigo de que yo vine hoy con la voluntad y el deseo de presentar la dimisión. Nadie me la ha pedido ni me ha echado, para que luego la historia no se escriba de otra manera. Soy yo el que presenta la dimisión y se va.»
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Cuando Suárez se lo comunicó al rey, éste se dio por enterado y dio por recibida la dimisión. Ni siquiera preguntó qué era lo que había que hacer en ese momento. Se la aceptó y punto. Sin duda interiormente, debió de llenarle de una enorme satisfacción y habrá sentidoun gran desahogo, liberándose de una enorme carga. Únicamente al despedirlo le dijo con cierta energía que le concedería un título: «te haré duque». De ahí que no se entienda muy bien la amargura que Suárez le expresaría a Sabino seguidamente porque el monarca no había hecho el más mínimo gesto de su parte: «Te das cuenta como yo tenía razón; que tenía la inquina de la oposición, la irritación de los militares, la hostilidad del mundo financiero y empresarial, la enemistad de la Iglesia, cada vez peor prensa, que dentro de mi partido se conspira ya abiertamente contra mí, y que he perdido totalmente la confianza del rey. Te das cuenta de que no ha habido el más mínimo gesto de su parte.» A lo que Sabino, para dulcificarle algo el momento, le comentó que el rey se había quedado, al igual que él, de una pieza, por lo que «Adolfo, no confundas la sorpresa con la frialdad».
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Pero lo que de verdad había sido toda una sorpresa en Zarzuela era la tenaz resistencia de Suárez a dimitir.