Suárez hizo pública su dimisión el jueves 29 de enero. El mismo día que ETA secuestró al ingeniero jefe de la central nuclear de Lemóniz, José María Ryan, al que asesinaría una semana después. En el primer texto con las palabras que iba a dirigir a la nación anunciando su despedida no figuraba mención alguna del rey. Y Sabino se lo señaló. Como tampoco estaba la frase que sería la más enigmática de su discurso: «No quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España.» Pero lo cierto fue que Suárez no explicó las verdaderas razones de por qué dimitía. Quizás en su fuero interno estuviera la información fidedigna que Rosón le había enviado respecto de que el sector crítico y la mayoría de los
barones
le estaban preparando una nueva moción de censura. El grupo parlamentario centrista ya tenía recogidas las firmas. Y Alfonso Guerra lo había anunciado públicamente unas semanas atrás, de manera bastante explícita: «Si Suárez sigue encerrado en el retrete de la Moncloa, habrá que pensar en la necesidad de otra moción de censura». Sin duda alguna, aquello sería demasiado insoportable para su biografía. El hecho de que el PSOE le hubiera presentado ya una, entraba dentro de lo asumible, pero que ahora le cayera encima otra con el apoyo de muchos diputados de su propio partido —el último empujón para desalojarlo del poder—, era algo que jamás podría depurar de su biografía. Aquello hubiera sido un baldón ignominioso. Y para Suárez, la estética de su inmolación era algo sagrado.
Suárez tuvo que recordar al rey la promesa que le había hecho de la concesión del ducado. Don Juan Carlos se resistía porque a don Juan, su padre, era algo que no le agradaba nada. Para el conde de Barcelona, Adolfo Suárez siempre sería un oportunista advenedizo y sin principios. Nunca lo consideró. Pero finalmente se impondría el criterio del entorno de Zarzuela. Se había dado palabra de rey, y el monarca le nombró «duque de Suárez». Al despacharlo, lo hizo con la frase escrita por Sabino: «En la vida llegan momentos en los que es necesario prescindir de quienes nos han acompañado hasta entonces», frase que para la tensión del momento sonaba más bien a epitafio para una asociación —don Juan Carlos-Suárez— que había funcionado en perfecta simbiosis durante los primeros años de la transición. Después, Suárez pediría a Zarzuela que también se le hiciera «caballero del Toisón de Oro». Como a Torcuato. Creía merecerlo. Sin embargo, la petición ni siquiera fue considerada. Desde entonces, Adolfo Suárez se haría bordar en las camisas el distintivo de su nueva nobleza con una corona ducal, utilizando su título y sello aristocrático.
Con su renuncia, Suárez levantó una auténtica polvareda de comentarios, artículos y rumores, incrementando aún más las alarmas desestabilizadoras. Todos querían explicar los motivos de su abandono. Para Fraga, «Suárez se había quedado sin ideas, sin soluciones y sin apoyos políticos ni sociales. Y se fue porque no podía hacer otra cosa, sin nueva posibilidad para sus malabarismos». Calvo Sotelo, el sucesor designado por el dimitido presidente, diría que «Adolfo Suárez es un hombre peripatético… un excelente actor». Y sobre las razones de la dimisión apuntaría un sutil bosquejo de la Operación De Gaulle, en la que él iba a la grupa: «Las alusiones que conozco hablan de una “operación” poco trabada que habría interesado a políticos de la democracia situados a derecha y a la izquierda de UCD; su objetivo sería salvar a la monarquía parlamentaria de una crisis causada por la debilidad crónica de UCD, por un supuesto vacío de poder a que había dado lugar el desfallecimiento de Suárez. La sospecha, o la certidumbre, de que el partido socialista era sensible a un planteamiento así pudieron haber influido en el estado de ánimo del presidente más que el desmoronamiento de su propio partido.»
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Y Calvo Sotelo añadiría algo muy interesante. Él tenía la firme «convicción de que ya en esa época los militares ni siquiera presionaban».
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El conocido periodista Emilio Romero, uno de los más distinguidos miembros del «frente de papel» en apoyo a la Operación De Gaulle, y que sería quien desvelara al general Armada como el hombre «políticamente bendecido» por todas las instituciones para presidir el gobierno de concentración, también arremetería duramente contra Suárez: «Lo que no fue nunca [Suárez] es ni gobernante, ni estadista. La exigencia del gobernante es la autoridad, la firmeza y la consecuencia, y su comportamiento ha sido la debilidad, la duda permanente, y la desorientación ideológica. Podría decirse de Suárez que había contribuido eficazmente a traer la democracia, pero todavía no había descubierto el modo de vivir en ella. Su marcha coincide con una de las crisis más graves de nuestra historia, y sobre todo dentro de un callejón en el que Suárez podría estar tapando la salida. En 1981 estamos sin Estado, con una economía en quiebra, en marcha hacia los dos millones de parados y con el terrorismo más lato de Europa. Lo deseable es ese golpe de timón del que habla Tarradellas y hacia la democracia, pero por otros caminos».
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Tarradellas, después de una audiencia con el rey, tampoco se quedaría precisamente atrás en la crítica al presidente caído: «Adolfo Suárez se autodestruyó encerrándose en la jaula de oro de la Moncloa y conviviendo poco con el pueblo, y por las presiones internas de su propio partido, atomizado en tantos grupos que ya no se entiende nadie en él. Las diferencias internas en UCD pueden destruir el partido y poner a España en una situación dramática. No comprendo tantas tendencias, tantos líos y tanta falta de responsabilidad… La situación del país es bastante crítica; no es trágica ni dramática, pero puede serlo si no se logra rápidamente un gobierno estable. Un gobierno de amplia base y, por lo tanto, un gobierno de unidad de UCD y PSOE, respaldados por Alianza Popular y el Partido Comunista.»
José Luis de Vilallonga escribirá en su libro
El Rey
(dejando expresamente la duda de si quien lo dice es don Juan Carlos o él mismo) que: «Suárez había llegado a ser extremadamente impopular, y finalmente arrojó la toalla. Entonces fue cuando ciertos militares de alta graduación, animados en sordina por Alfonso Armada, “el amigo del Rey”, lanzaron la idea de un “golpe de timón” a lo De Gaulle. Una idea que varios socialistas bien situados parecieron apreciar. A su vez, políticos de derechas admitieron no ver ningún inconveniente en sostener una solución radical en el marco legal de las instituciones, sin tener en cuenta que todo ello podía degenerar en un golpe de fuerza.»
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Adolfo Suárez explicaría años después su retirada así: «Cuando yo presento mi dimisión como presidente del gobierno lo hago entre otras razones porque no quería que todo lo que estaba produciéndose en la vida política española, en la que yo era una persona absolutamente detestada, pudiera involucrar también a Su Majestad el Rey.» Y remataría: «La realidad de los motivos y causas de mi dimisión como presidente hay que encontrarla en el acoso y derribo al que me sometió el PSOE, que logró erosionarme fuertemente, y a la división y encono de mi propio partido, la Unión de Centro Democrático, en el que se provocó —probablemente también incitada por el PSOE— una feroz contestación hacia mí. Los
barones
de UCD discutían todas y cada una de las medidas que adoptaba y el grupo parlamentario centrista mantenía una hostilidad permanente a cada una de mis decisiones.»
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Otra de las razones por las que se puso en marcha la operación especial del 23-F, fue que al final del verano y comienzo del otoño de 1980, el sistema había alcanzado tal grado de desestabilización que lo hacía difícilmente sostenible por mucho más tiempo. La permanente crisis política en la que se había asentado el gobierno, con un presidente cada vez más debilitado, había penetrado en la estructura del propio sistema. Tal era el dictamen al que habían llegado muchos líderes políticos de la izquierda y de la derecha, así como de diversos grupos e instituciones. Dicho dictamen era coincidente con el análisis y la valoración de la situación que se hacía en el CESID, cuyos máximos responsables habían decidido activar la Operación De Gaulle hacía algunos meses.
Para la cúpula del servicio de inteligencia —singularmente para su secretario general, Javier Calderón, y para el jefe de los grupos operativos, José Luis Cortina—, el momento era de tal gravedad que ya no se podía corregir con una simple operación política cambiando al presidente. Ni siquiera con un gobierno de coalición. Era necesario rediseñar de nuevo el proceso de la transición mediante un nuevo pacto, que los líderes políticos deberían asumir con un gobierno de integración que sería dotado de fuertes poderes. Y por sí mismos los cauces de la política parlamentaria como tal no valían. Una vez más, como había ocurrido numerosas veces a lo largo de los últimos 150 años, había que acudir al estamento militar como solucionador del problema. Dicha convicción es la que se le había transmitido al rey, quien la había recibido con profunda y grave inquietud.
Por aquellas fechas de finales de agosto o primeros días de septiembre de 1980, el rey visitó la sede central —la plana mayor— de los grupos operativos del CESID. En el argot del servicio era conocida como
París
, y estaba situada en un chalé de la Carretera de la Playa de Madrid. El rey viajó sin su escolta oficial, con su compañero de la Academia Militar, Cortina, en uno de los coches camuflados del servicio de inteligencia. Iba de incógnito, y para no ser reconocido en el control de entrada decidió agacharse y esconder su cabeza entre las piernas de uno de los guardias civiles que viajaban a su lado en el asiento trasero.
En el interior, Cortina le explicó la estructura y funcionamiento de La Casa, como así era conocido el CESID en el mundo de los espías, y le puso en antecedentes de la situación. Le habló de que habían puesto en marcha un rum rum de comentarios y rumores sobre el apremiante malestar militar y la variedad de amenazas de golpe de Estado; entre ellas, reuniones de generales, de coroneles juramentados y de otras iniciativas «incontroladas» del estilo Tejero. Todo ello era deliberadamente exagerado, pero era lo conveniente para crear un estado de inquietud en la clase política, que hiciera imprescindible la puesta en marcha de una operación que neutralizase aquella amenaza y recondujese la situación. Cortina le reiteró que el plan de acción del CESID era viable y ajustado a la Constitución. El comodín de la operación sería el general Armada, a quien los partidos políticos habían aceptado. Don Juan Carlos, consciente de que varios de sus antepasados habían sido descabalgados y coronados en el último siglo y medio vía golpes y pronunciamientos, le insistió en que le diesen resuelta la operación: «¡A mí dádmelo hecho!».
En aquel momento, el CESID se encontraba sin director titular. Interinamente figuraba como tal el coronel de la armada Narciso Carreras, recayendo de hecho el pleno control del servicio en su secretario general, Javier Calderón. En realidad, ésa era la situación existente desde la misma creación del servicio de inteligencia en el otoño de 1977. Los dos directores anteriores, los generales Bourgón y Mariñas, habían ejercido la dirección en la forma pero no en el fondo, actuando más bien de relaciones públicas del servicio. Calderón era un hombre de Mellado y contaba con toda su confianza, y a su vez, Cortina lo era de Calderón. Ambos eran en realidad los hombres fuertes de la inteligencia, quienes hacían y deshacían, y quienes puenteaban a los responsables de otras áreas para manejar y controlar toda la información.
El
lobby
integrado por Javier Calderón y José Luis Cortina, lanzó la operación desplegando varias vías envolventes. Si bien en un principio habían contemplado utilizar el mecanismo de una nueva moción de censura contra Suárez, ésta fue desechada al poco como inconveniente. Lo más adecuado era forzar la dimisión de Suárez mediante una presión de anillos concéntricos desde todos los poderes fácticos. Y eso era lo que se estaba desarrollando. Interiormente, en La Casa, no había día que Cortina, el más firme ejecutor del plan, no inflamase el patriotismo y afán de servicio de los más de 200 agentes que tenía en la AOME. Los arengaba sobre las recias, sacras y privilegiadas virtudes de las que estaba tocado el general Alfonso Armada Comyn. El
hombre
escogido para solventar la gravísima crisis que atravesaba España. Sus soflamas enfervorizaban el alma de los espías, que, henchidos, se juramentaban en apoteosis con la operación.
Cortina instruyó a su segundo de la AOME, el capitán García Almenta, para que crease un grupo secreto que estuviera siempre encima del proyectado golpe de mano de Tejero contra el Congreso. Aquel grupo fue la Sección Especial de Agentes (SEA), una unidad operativa con dependencia directa y única de Cortina y Almenta, que, según el coronel Perote, constituiría el misterio mejor guardado de los grupos operativos. «En el otoño de 1980 García Almenta reunió a un puñado de agentes “tan tarados como él” —eso dijo cuando los seleccionó— y dispuestos a todo. Aquellos voluntarios dispusieron enseguida de base propia, un piso que, precisamente, se ubicaba en las inmediaciones del Congreso de los Diputados, donde comenzaron a vivir y actuar al margen de la AOME.»
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Paralelamente, Calderón y Cortina se dedicaron a crear un
staff
y desarrollar una campaña de imagen a favor de Armada. Éste, ante las instrucciones que el rey le fue dando para que sus colegas de armas cerrasen filas en torno a la corona y llegase a ser el bendecido de la clase política, asumía que: «No debe perderse de vista que todos los “establecimientos” de la monarquía en España, han sido por golpes de Estado. Incluso don Juan Carlos ha llegado a reinar por que Franco dio un golpe de Estado.»
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En el otoño de 1980, los rumores de posibles acciones militares circulaban con profusión. Como vengo señalando, esto no era caprichoso. Quienes desde el CESID expandían la teoría de los tres golpes, el de los tenientes generales, el de los coroneles y el de los «espontáneos», buscaban crear un adecuado caldo de cultivo —psicosis del miedo a la involución— en la clase política, en los llamados poderes fácticos y en las altas instituciones del Estado, con el objeto de que sus planes tuvieran éxito y no se escapase nada a su control. A veces, simples conversaciones de crítica en las salas de banderas, y expresiones como «el ejército en estado de cabreo», adquirían la categoría de máximo riesgo. Se les ponía altavoz. Se exageraban, porque así convenía, a través de elementos y apéndices mediáticos. Eso fue lo que ocurrió con los manidos golpes de los generales y de los coroneles. Nunca hubo nada organizado como tal, o que al menos estuviese en avanzada fase de preparación el 23 de febrero. Conversaciones y pequeñas reuniones iniciales sí se empezaban a dar. Y fueron conocidas en el CESID, que las utilizaría convenientemente para consensuar su operación en la clase política.