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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

A este lado del paraíso (27 page)

BOOK: A este lado del paraíso
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Salían muy poco; a veces al teatro o a cenar al Ritz o al Princeton Club. Con la prohibición las grandes reuniones habían recibido una herida mortal, y apenas se encontraba en el bar del Biltmore, a las doce o a las cinco, gente simpática; ambos, Tom y Amory, habían superado su pasión de bailar con las debutantes del Medio Oeste o en el Salón Rosa del Plaza, aparte de que eso requería siempre varios cócteles «para ponerse al nivel intelectual de las señoras presentes», como Amory había una vez señalado a una horrorizada matrona.

Últimamente había recibido Amory varias cartas alarmantes de Mr. Barton —la casa de Lake Geneva era demasiado grande para poderse alquilar con facilidad; el mejor alquiler obtenible sólo servía para algo más que para pagar las cargas fiscales y hacer las necesarias reparaciones—. De hecho el abogado venía a decir que toda aquella propiedad no era más que una pesada carga para Amory; pero él, a pesar de que no le iba a producir un céntimo en los próximos tres años, decidió por un vago sentimentalismo no venderla por el momento presente.

Aquel día en que anunció su aburrimiento a Tom fue uno de los más típicos. Se había levantado a mediodía, había almorzado con la señora Lawrence y había vuelto a casa abstraído, en el piso alto de uno de sus queridos autobuses.

—¿Cómo no vas a estar aburrido? —bostezó Tom—. ¿No es ese el estado de ánimo normal de un joven de tu edad y condición?

—Sí —dijo Amory especulando—, pero yo estoy más que aburrido; estoy desolado.

—La guerra y el amor te han dejado así.

—Bien —consideró Amory—, no estoy seguro de que la guerra tuviera grandes consecuencias para ti o para mí…, pero evidentemente destruyó los viejos fundamentos, mató el individualismo de nuestra generación.

Tom le miró sorprendido.

—Sí, así es —insistió Amory—, no estoy seguro de que acabara con él en todo el mundo. Ay, Dios, qué placer era soñar que uno podía llegar a ser un gran dictador o escritor o un dirigente religioso o político…, pero ahora ni siquiera un Leonardo da Vinci o un Lorenzo de Médicis pondrían una pica en este mundo. La vida es demasiado vasta y compleja. El mundo ha crecido tanto que ya no puede mover sus dedos, y yo había pensado llegar a ser uno de esos dedos…

—No estoy de acuerdo contigo —interrumpió Tom—. Nunca hubo hombres colocados en una postura de tanta egolatría desde…, bueno, la Revolución Francesa.

Amory estaba en violento desacuerdo.

—Estás confudiendo esta época, en que cualquier idiota es un individualista, con un período de individualismo. Wilson sólo ha sido poderoso cuando representaba; necesitaba comprometerse una y otra vez. Y tan pronto como Trotski y Lenin adopten una postura definida y consistente se convertirán en dos figuras intrascendentes como Kerenski. Incluso Foch no tiene la mitad de significación que Stonewall Jackson. La guerra acostumbraba a ser la aventura más individualista del hombre; y, sin embargo, los héroes populares de esta guerra carecen de responsabilidad y autoridad: Guynemer y el sargento York. ¿Cómo puede ser Pershing un héroe para el niño de la escuela? Un hombre ya no tiene tiempo más que para estar sentado y ser un gran hombre.

—¿Entonces crees que ya no habrá más héroes mundiales?

—Sí…, en la historia…, pero no en la vida. Carlyle encontraría grandes dificultades en recoger material para un nuevo capítulo: «El héroe en cuanto gran hombre».

—Continúa. Hoy te escucho con mucho gusto.

—La gente trata a toda costa hoy de creer en sus dirigentes. Pero tan pronto como sale un reformador social, un político, un soldado, un escritor o un filósofo —un Roosevelt, un Tolstoi, un Wood, un Shaw, un Nietzsche—, la corriente de la crítica le arrastra. Dios, no hay hombre prominente que pueda aguantar hoy en día. Es el camino más seguro para el ostracismo. La gente se cansa de oír el mismo nombre una y otra vez.

—¿Y, según tú, la culpa es de la prensa?

—Totalmente. Piensa en ti mismo; estás en
The New Democracy
, considerado como el semanario más brillante del país, leído por la gente que hace cosas y todo eso. ¿Qué es lo que haces? Tratar de ser lo más inteligente, interesante y cínico acerca de cualquier hombre, doctrina, libro o política que trates. Cuanto más calor, cuanto más escándalo eches al asunto, más te pagarán, más gente comprará el número. Tú, Tom D'Invilliers, un Shelley frustrado, cambiante, vacilante, inteligente, poco escrupuloso, representas la conciencia crítica de la raza… No, no protestes, me conozco el paño. Yo también escribía recensiones en el colegio. Y consideraba un bonito deporte referirme al último y honesto esfuerzo que propugnaba una nueva teoría o un nuevo remedio «que por fortuna se venía a sumar a nuestras ligeras lecturas de verano». Vamos, confiésalo.

Tom reía y Amory continuó con aire triunfante.

—Queremos creer. Los estudiantes quieren creer en autores consagrados, los electores tratan de creer en los diputados, los países tratan de creer en sus dirigentes, pero no pueden. Demasiadas voces, demasiada crítica desperdigada, ilógica, precipitada. Y todavía es peor con los periódicos. Cualquier hombre rico y retrógrado, con esa mentalidad particularmente acaparadora y adquisitiva propia del genio de las finanzas, puede ser propietario de un periódico que es el alimento espiritual de miles de hombres cansados y apresurados, demasiado ocupados con sus negocios para poder tragar otra cosa que ese bocado ya digerido. Por dos céntimos el votante compra su política, prejuicios y filosofía. Un año más tarde cambia el corro de la política o el propietario del diario; consecuencia: más confusión, más contradicción, la irrupción de nuevas ideas, su adobo, su destilación, la reacción contra ellas…

Se detuvo solamente para cobrar aliento.

—Por eso he jurado no poner una palabra sobre el papel hasta tener las ideas claras. Bastantes pecados tengo en el alma para dedicarme a meter epigramas peligrosos y falsos en la cabeza de la gente; no quiero ser la causa de que un pobre e inofensivo capitalista se líe con una bomba o que algún pobre e inocente bolchevique se enrede con una ametralladora…

Tom empezaba a sentirse molesto por la censura a sus relaciones con
The New Democracy
.

—¿Qué tiene que ver todo eso con que tú estés aburrido?

Amory consideraba que tenía mucho que ver.

—¿Y dónde encajo yo? —preguntó—. ¿Para qué sirvo? ¿Para propagar la raza? Según las novelas americanas debemos creer que el «joven americano lleno de salud» entre los diecinueve y veinticinco años es un animal sin sexo. De hecho, es verdad que cuanto más salud menos sexo. La única manera de salir de esto es algún interés violento. La guerra ha terminado; me tomo demasiado en serio la responsabilidad de un autor para ponerme a escribir; y los negocios, bien, los negocios hablan por sí solos. No tienen nada que ver con todo lo que me ha interesado en este mundo excepto una ligera relación utilitaria con la economía. Todo lo que acierto a ver en ellos, perdido en un mal empleo en los próximos diez y mejores años de mi vida, tiene el mismo contenido intelectual que una película publicitaria.

—Ensaya la novela —sugirió Tom.

—Lo malo es que me distraigo en cuanto empiezo a escribir cuentos…, y me asusta escribirlos en lugar de vivirlos… Me pongo a pensar que la vida me espera en los jardines japoneses del Ritz, en Atlantic City o en el bajo East Side. De cualquier manera —continuó—, no siento la necesidad vital. Quería ser un hombre normal, pero la chica no podía comprenderlo de la misma manera.

—Ya encontrarás otra.

—¡Dios! Aparta esa idea. ¿Por qué no me dices eso de «si la chica hubiera valido la pena te habría esperado?». No, señor, la mujer que realmente vale no espera a nadie. Si yo pensara que puedo encontrar otra, perdería mi fe en la especie humana. Puede que me divierta con otras…, pero Rosalind era la única mujer en este ancho mundo a la que yo podía pertenecer.

—Bueno —bostezó Tom—, ya he hecho de confidente durante más de una hora. Pero me alegro de que vuelvas a tener opiniones violentas contra cualquier cosa.

—Yo también —confesó Amory con desgana—. Pero cuando veo una familia feliz se me revuelve el estómago…

—Es lo que tratan de hacer las familias felices —dijo Tom con bastante cinismo.

Tom el censor

Otros días Amory se prestaba a escuchar. Eran días en que Tom, envuelto en humo, se dedicaba a hacer una carnicería de la literatura americana. Las palabras le faltaban.

—Cincuenta mil dólares al año —gritaba—. ¡Dios mío! Míralos, míralos: Edna Ferber, Gouverneur Morris, Fanny Hurst y Mary Roberts Rinehart no son entre todos ellos capaces de producir una novela que dure diez años. Y ese Cobb ni siquiera creo que es inteligente o divertido; y, lo que es peor, nadie lo cree, excepto los editores. Se han emborrachado con la publicidad. Y…, ¡ah!, Harold Bell Wright y Zane Grey…

—Esos se esfuerzan, por lo menos.

—No, ni siquiera ensayan. Algunos saben escribir, pero ninguno se sienta a escribir una novela honrada. La mayoría no sabe escribir, lo admito. Creo que Ruper Hughes trata de hacer una pintura fiel de la vida americana, pero su estilo y perspectiva son los de un bárbaro. Ernest Poole y Dorothy Canfield ensayan, pero su total falta de humor les impide todo, pues no llegan a matizar con él su trabajo, aunque ponen en éste todo lo que saben. Todo autor debería escribir su libro como si le fueran a cortar la cabeza el día que lo terminara.

—¿Eso es
double entente
?

—¡No me interrumpas! Unos pocos de ellos parecen tener cierta cultura, cierta información y una gran cantidad de ideas felices, pero no pueden escribir honradamente; todos pretenden que no hay público para la buena calidad. ¿Cómo demonio se explica que Wells, Conrad, Galsworthy, Shaw, Bennet y el resto dependan de América para la mitad de sus ganancias?

—¿Qué piensa Tommy de los poetas?

Tom se sentía abrumado. Dejó caer sus brazos, que colgaban por su silla, y emitió unos débiles gruñidos.

—Estoy escribiendo una sátira sobre ellos, titulada «Bardos de Boston y críticos de Hearst».

—Vamos a escucharla —dijo Amory impaciente.

—Sólo he terminado las últimas líneas.

—Eso es muy moderno. Vamos a oírlas si son divertidas.

Tom sacó del bolsillo un papel plegado y leyó en voz alta, deteniéndose a intervalos para que Amory comprendiera que se trataba de verso libre.

Así pues

Walter Arensberg,

Alfred Kreymborg,

Carl Sandburg,

Louis Untermeyer,

Eunicc Tietjens

Clara Shanafelt,

James Oppenheim,

Maxwell Bodenheim,

Richard Glaenzer,

Scharmel Iris,

Conrad Aitken,

Coloco aquí vuestros nombres

para que podáis vivir

tan sólo como nombres,

malvas y sonoros nombres,

en la juvenalia

de mis ediciones escogidas.

Amory reía a carcajadas.

—Has ganado la violeta de acero. Te invito a cenar por la arrogancia de tus últimos versos.

Amory no estaba del todo de acuerdo con la purga que hacía Tom de novelistas y poetas americanos. Le gustaban Vachel Lindsay y Booth Tarkington y admiraba el trabajo concienzudo, aunque endeble, de Edgard Lee Masters.

—Lo que más odio es ese chocheo idiota de «Yo soy Dios, yo soy el hombre; yo manejo los vientos, veo a través del humo; yo soy el sentido de la vida.»

—Es detestable.

—Y me gustaría que el novelista americano dejara de empeñarse en hacer los negocios románticamente interesantes. A nadie le divierte leer sobre eso, a no ser que sean negocios sucios. Si fuera tan interesante se comprarían la vida de James J. Hill y no una de esas largas tragedias de oficina que insisten tantas veces sobre el significado del humo…

—Y la sordidez —dijo Tom—, otro tema favorito, aunque admito que los rusos ostentan su monopolio. Nuestra especialidad son los cuentos sobre niñas que se rompen el espinazo y son adoptadas, a causa de su sonrisa, por un viejo regañón. Se diría que somos una raza de tarados sonrientes, y que el fin colectivo del campesino ruso es el suicidio…

—Las seis —dijo Amory, mirando su reloj de pulsera—. Te voy a dar una buena cena a la salud de la juvenalia de tus ediciones escogidas.

Mirando atrás

Todo julio sudaba con una última semana de calor, y Amory, en otra explosión de inquietud, recordó que hacía cinco meses que había conocido a Rosalind. Sin embargo, le resultaba difícil representarse cómo aquel joven animoso había avanzado hacia semejante trance, anhelando apasionadamente la aventura de la vida. Una noche en que el enervante y poderoso calor se derramaba por las ventanas de su habitación, con inciertos esfuerzos luchó durante varias horas para inmortalizar la herida de aquel tiempo.

Las calles de febrero, barridas por el viento de noche, se llenan de extraños charcos casi intermitentes; las paredes…, arruinadas bajo el brillo de la nieve que chapotea bajo los faroles como aceite dorado de una divina máquina en una hora de estrellas y deshielo.

Extraños charcos, llenos de ojos de muchos hombres, saturados de una vida en un momento de calma… Oh, yo era joven, porque podía volver a ti, más finita y más bella, para gustar los sueños apenas recordados, dulces y nuevos en tu boca:

Hubo un murmullo en el aire de la medianoche: el silencio muerto; el sonido aún no había despertado. ¡La vida crujía como el hielo! Una nota brillante, y aparecías tú, radiante y pálida…, e irrumpía la primavera… (Los pequeños carámbanos, en los aleros; y la vacilante ciudad se desvanecía.)

Nuestros pensamientos eran una helada niebla a lo largo de las cornisas; nuestros espectros se besaron allá en lo alto, entre un laberinto de cables; el eco de una risa apagada que sólo deja el vano suspiro de un deseo juvenil; a las cosas que ella amaba siguió una gran pena que sólo dejó su cascara.

Otro final

A mediados de agosto llegó una carta de monseñor Darcy quien, evidentemente, acababa de encontrar sus señas:

Querido hijo:

Tu última carta me llenó de preocupaciones por ti. No parecía tuya. Leyendo entre líneas tuve la impresión de que tu compromiso con esa joven te está haciendo muy desgraciado y que has perdido esa capacidad de sentimiento que tenías antes de la guerra. Cometes un gran error si crees que puedes darte el lujo de ser romántico sin tener religión. A veces pienso que en nosotros el secreto del éxito, cuando damos con él, reside en nuestro elemento místico: algo fluye de dentro que ensancha nuestra personalidad y que cuando se agota la obliga a encogerse; yo diría que tus últimas cartas están arrugadas. Ten cuidado de no perderte en la personalidad de otro ser, sea hombre o mujer.

BOOK: A este lado del paraíso
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