—Oh, Jassy, querida, por favor, déjame tus ahorros para poder escaparme a Nueva York…
—No, Linda, llevo ahorrando cinco años, desde que tenía siete, y no puedo empezar desde cero ahora. Además, los necesito para escaparme yo.
—Pero si te los pienso devolver… Tony te lo devolverá todo cuando nos casemos.
—Sí, claro. ¿Qué te crees? ¿Que no conozco a los hombres? —espetó Jassy, enigmática.
Se mantuvo en sus trece.
—Ojalá estuviese aquí lord Merlin —se lamentaba Linda—. Él me ayudaría. —Pero lord Merlin seguía en Roma.
Toda su fortuna se reducía a quince chelines y seis peniques, y tenía que contentarse con escribir todos los días larguísimas cartas a Tony. Iba a todas partes con un puñado de cartas breves y aburridas en el bolsillo, escritas con letra infantil y con el matasellos de Nueva York.
Tony regresó al cabo de unos meses y le dijo a su padre que no podía empezar a hacer negocios, trabajar en un banco ni pensar siquiera en su futuro profesional hasta haber fijado la fecha de la boda. Aquélla era la manera idónea de abordar las cosas con sir Leicester: era necesario resolver cuanto antes cualquier cosa que interfiriese con la capacidad para hacer dinero. Si Tony, que era un muchacho sensato y que no le había dado disgustos en toda su vida, le aseguraba que no podía ponerse a trabajar seriamente en el banco hasta haberse casado, habría que casarlo, y cuanto antes, mejor. Sir Leicester le explicó de forma clara y detallada las desventajas que veía en la unión. Tony se mostró de acuerdo a grandes rasgos, pero adujo que Linda era joven, inteligente y enérgica, que él ejercía una gran influencia sobre ella y que no dudaba que algún día podría convertirla en un activo formidable. Al final, sir Leicester dio su consentimiento.
—Podría haber sido peor —dijo—. Al fin y al cabo, es una lady.
Lady Kroesig se encargó de entablar las negociaciones con tía Sadie. Como Linda había entrado prácticamente en una decadencia absoluta y estaba envenenando con su intensa amargura la vida de todos cuantos la rodeaban, tía Sadie, secretamente aliviada por el nuevo rumbo de los acontecimientos, persuadió a tío Matthew de que el enlace, aunque ni mucho menos el más deseable, era inevitable, y le dijo que más le valía resignarse si no quería perder para siempre a su hija favorita.
—Supongo que podría haber sido peor —dijo tío Matthew sin demasiada convicción—. Al menos, no es católico.
El compromiso se anunció debidamente en
The Times
, y los Kroesig invitaron a los Alconleigh a pasar unos días, de sábado a lunes, en su casa de los alrededores de Guilford. Lady Kroesig, en su carta a tía Sadie, llamaba a aquel periodo «fin de semana», y decía que sería estupendo que ambas familias pudieran conocerse un poco más. Tío Matthew montó en cólera: una de sus peculiaridades era que nunca iba de visita a casas ajenas (excepto, muy rara vez, a la de algún pariente), y además se tomaba como una afrenta personal que alguien lo invitase. Detestaba la expresión «fin de semana», y lanzó una carcajada sarcástica ante la idea de que pudiese ser «estupendo» conocer un poco más a los Kroesig. Cuando tía Sadie consiguió calmarlo un poco, sugirió la posibilidad de invitar a la familia Kroesig, compuesta por el padre, la madre, su hija Marjorie y Tony, a ir a Alconleigh de sábado a lunes en lugar de lo contrario. En honor a la verdad, el pobre tío Matthew, después de haberse tenido que tragar el compromiso de Linda, había decidido tomárselo con el mejor ánimo posible y no tenía la menor intención de causarle problemas con sus futuros suegros. En el fondo, sentía un gran respeto por el parentesco; una vez, cuando Bob y Jassy estaban despotricando de un primo a quien aborrecía toda la familia, incluido el propio tío Matthew, se había acercado a ellos, les había dado un buen pescozón y había dicho:
—En primer lugar, es un pariente, y en segundo lugar, es un clérigo, así que cerrad la boca.
Y se había convertido en una frase típica entre los Radlett.
De modo que invitaron a los Kroesig, éstos aceptaron y se fijó una fecha para la visita. Entonces, a tía Sadie le entró el pánico y llamó a tía Emily y a Davey para que acudieran; yo ya estaba en Alconleigh, pasando unas semanas de cacería. Louisa estaba en Escocia cuidando de su segundo hijo, recién nacido, pero esperaba poder asistir a la boda más adelante.
La llegada a Alconleigh de los cuatro Kroesig no fue demasiado halagüeña: cuando se oyó el ruido del coche que había ido a recogerlos a la estación, todas las luces de la casa se fundieron, por culpa de la nueva lámpara de rayos ultravioleta que había instalado Davey. Hubo que conducir a los invitados al salón en plena oscuridad mientras Logan registraba la despensa en busca de velas y tío Matthew se precipitaba hacia la caja de los fusibles. Mientras lady Kroesig y tía Sadie charlaban educadamente y Linda y Tony se reían en un rincón, sir Leicester, quien padecía gota, se golpeó el pie contra el canto de una mesa, todo ello con la voz de fondo de un invisible Davey disculpándose a grito pelado desde lo alto de la escalera. La verdad es que fue bastante embarazoso.
Al final se encendieron las luces y pudimos ver a los Kroesig: sir Leicester era un hombre alto y rubio canoso cuyo innegable atractivo físico quedaba estropeado por una expresión estúpida, y su mujer y su hija eran fofas y regordetas. Era evidente que Tony había salido a su padre, y Marjorie, a su madre. Tía Sadie, descolocada por la repentina aparición en carne y hueso de lo que hasta entonces habían sido simples voces en la oscuridad, incapaz de buscar más temas de conversación, los condujo a sus habitaciones a toda prisa para que descansaran y se arreglaran para la cena. En Alconleigh siempre se había considerado que el viaje desde Londres era una experiencia extremadamente agotadora, y se suponía que la gente necesitaba reposar después de semejante esfuerzo.
—¿Se puede saber para qué quieres esa lámpara? —le preguntó tío Matthew a Davey, que seguía disculpándose, ataviado todavía con la bata diminuta que se había puesto para su baño de sol.
—Verás, ya sabes que no hay quien digiera nada en los meses de invierno.
—Yo digiero perfectamente, pedazo de alcornoque —dijo tío Matthew. Esto, dirigido a Davey, podía interpretarse como una expresión cariñosa.
—Eso es lo que crees, pero lo cierto es que no. Bien, pues esta lámpara proyecta unos rayos sobre el sistema, las glándulas empiezan a funcionar y los alimentos vuelven a sentar bien.
—Bueno, pues no te proyectes más rayos hasta que hayamos modificado el voltaje. Con esos malditos bárbaros rondando por la casa, hay que ver bien y vigilar muy de cerca qué hacen.
Para la cena, Linda se puso un vestido blanco de calicó con una falda enorme y un pañuelo de encaje negro. Estaba arrebatadora, y saltaba a la vista que sir Leicester se había quedado prendado al verla. Lady Kroesig y su hija Marjorie, con vestidos de
crep georgette
y encaje, no parecieron darse cuenta. Marjorie era una chica sosísima, unos años mayor que Tony, que no había conseguido casarse todavía y cuya existencia no parecía tener ninguna razón de ser.
—¿Ha leído usted
Hermanos
? —le preguntó lady Kroesig a tío Matthew, tratando de entablar conversación mientras se tomaban la sopa.
—¿Qué es eso?
—El nuevo libro de Úrsula Langdok,
Hermanos
. Es la historia de dos hermanos. Se lo recomiendo.
—Mi querida lady Kroesig, sólo he leído un libro en toda mi vida y es
Colmillo blanco
. Es tan rematadamente bueno que nunca me he molestado en volver a leer ningún otro. Pero aquí el amigo Davey suele leer. Habrás leído
Hermanos
, ¿no, Davey?
—Por supuesto que no —contestó Davey, enfurruñado.
—Se lo presto —se ofreció lady Kroesig—. Lo tengo aquí mismo; he terminado de leérmelo en el tren.
—Nunca, bajo ningún concepto, debería usted leer en los trenes —le espetó Davey—. Es extremadamente perjudicial para el núcleo del nervio óptico porque lo fuerza demasiado. ¿Puedo ver el menú, por favor? Debo anunciaros que sigo un nuevo régimen, consistente en alternar una comida blanca y otra roja, que me está haciendo mucho bien. Vaya por Dios, es una lástima. Sadie, querida… Oh, no me oye. Logan, ¿podría prepararme un huevo pasado por agua? Me toca la comida blanca, y veo que ahora van a servir silla de cordero.
—Pues Davey, cómete ahora la comida roja y mañana la blanca, para desayunar —dijo tío Matthew—. He abierto una botella de Mouton Rothschild, y sé lo mucho que te gusta… La he abierto por ti.
—Oh, qué lástima —contestó Davey—, porque resulta que me he enterado de que mañana hay arenques ahumados para desayunar, y me encantan. Ay, qué decisión tan difícil… ¡No! Tiene que ser un huevo ahora, con un poquitín de codillo, porque no puedo renunciar a los arenques ahumados, que están deliciosos y son muy digestivos pero, sobre todo, tienen tantas proteínas…
—Los arenques ahumados —intervino Bob— son marrones.
—El marrón cuenta como rojo, es evidente.
Pero por lo visto, cuando aparecieron las natillas de chocolate, en cantidades muy generosas pero insuficientes cuando los chicos estaban en casa, resultó que contaba como comida blanca. Los Radlett ya se habían dado cuenta de que Davey no rechazaba ninguna comida, por poco saludable que fuese, si le gustaba realmente.
Tía Sadie se estaba complicando la vida de mala manera con sir Leicester, quien, imbuido por su gran entusiasmo botánico, había dado por sentado que ella lo compartía.
—Ustedes los londinenses saben muchísimo de jardines —le comentó—. Tendría que hablar con Davey; es un jardinero estupendo.
—En realidad, no soy londinense —la corrigió sir Leicester, en tono de reproche—. Trabajo en Londres, pero mi casa está en Surrey.
—Para mí —repuso tía Sadie, con amabilidad pero también con firmeza— no hay diferencia.
La velada se nos hizo eterna; estaba claro que los Kroesig querían jugar al bridge, y no mostraron demasiado entusiasmo cuando les propusieron jugar al
racing demon
en su lugar. Sir Leicester declaró que había tenido una semana agotadora y que tenía que acostarse temprano.
—El otro día le comentaba al director del banco de Merlinford que no entiendo cómo soportan esa clase de trabajo —dijo tío Matthew—; tiene que ser un verdadero tostón pasarse todo el día manejando dinero ajeno, y además encerrado en una oficina.
Linda fue a telefonear a lord Merlin, que acababa de regresar del extranjero, y Tony la siguió. Desaparecieron durante bastante rato y volvieron un poco ruborizados y cohibidos.
A la mañana siguiente, mientras esperábamos en el salón a que sirviesen los arenques ahumados, que ya habían anunciado su aparición inminente con un delicioso aroma, vimos pasar dos bandejas de desayuno en dirección a la planta de arriba, una para sir Leicester y otra para lady Kroesig.
—¡Pero bueno! ¡Esto sí que es el colmo, maldita sea! ¿Dónde se ha oído de un hombre al que le sirvan el desayuno en la cama, eh? —exclamó tío Matthew, y lanzó una mirada nostálgica a su pala de zapador.
Sin embargo, se ablandó un poco cuando bajaron, poco antes de las once, listos para ir a misa. Tío Matthew era un defensor a ultranza de la Iglesia, leía en alto el Evangelio, escogía los salmos, pasaba el cepillo y le gustaba que su familia asistiese a las celebraciones dominicales, pero ¡ay!, los Kroesig resultaron ser unos «malditos fariseos», tal como demostraba el hecho de que se hubieran vuelto hacia la izquierda en el momento del Credo. En resumidas cuentas, eran de la clase de personas que no daban pie con bola, y unos suspiros de alivio retumbaron por toda la casa cuando decidieron coger el tren de la tarde para volver a Londres.
—Tony no le llega a Linda a la suela de los zapatos, ¿no te parece? —dije con tristeza.
Davey y yo estábamos paseando por el bosquecillo de Hen's Grove al día siguiente. Una de las cualidades de Davey era que siempre entendía lo que quería decir la gente.
—Así es —contestó, también con tristeza, y es que adoraba a Linda.— ¿Y no se puede hacer nada para que abra los ojos?
—Me temo que es demasiado tarde. Pobre Linda, es una romántica empedernida, y eso es fatal para una mujer. Por suerte para ellas y para todos nosotros, la mayoría de las mujeres tienen un espíritu muy prosaico, porque de lo contrario, el mundo no podría seguir adelante.
Lord Merlin fue más valiente que los demás y le dijo sin tapujos lo que pensaba. Linda fue a verlo y le pidió su opinión:
—¿Te alegras de mi compromiso?
Y él le respondió:
—No, por supuesto que no. ¿A qué se debe?
—Estoy enamorada —respondió Linda con orgullo.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Eso no se piensa; se sabe —contestó.
—No digas tonterías.
—Bah, está claro que no sabes nada del amor, así que no tiene sentido hablar contigo.
Lord Merlin se enfadó mucho y dijo que las crías inmaduras tampoco sabían nada del amor.
—El amor —dijo— es para los adultos; ya lo descubrirás algún día. También descubrirás que no tiene nada que ver con el matrimonio. No tengo nada en contra de que te cases pronto, dentro de uno o dos años, pero por lo que más quieras, que no sea con ese pelmazo de Tony Kroesig.
—Y si es un pelmazo, ¿por qué lo invitaste a tu casa?
—Yo no lo invité; lo trajo Baby porque Cecil tenía la gripe y no podía venir. Además, ¿cómo iba a saber yo que te casarías con el primer pelmazo que se aloja en mi casa?
—Deberías tener más cuidado. Pero bueno, sigo sin entender por qué dices que Tony es un pelmazo. Sabe de todo. —Pues por eso precisamente, porque es un sabelotodo. ¿Y qué me dices de sir Leicester? ¿Y has visto a lady Kroesig?
Pero para Linda, la familia Kroesig estaba iluminada por el enorme halo de perfección que rodeaba a Tony, y no permitía que se hablase mal de ella. Se despidió con frialdad de lord Merlin, volvió a casa y lo puso de vuelta y media. En cuanto a él, esperó a ver qué regalo de bodas escogía sir Leicester para Linda, y no fue otra cosa que un neceser de piel de cerdo con adornos de carey oscuro que llevaban grabadas sus iniciales en oro. Lord Merlin le envió un neceser mucho más grande, de tafilete con incrustaciones de carey claro, y en lugar de iniciales, la palabra «linda» en diamantes.
Acababa de inaugurar una serie de elaboradas bromas relacionadas con los Kroesig, de las cuales aquélla había sido la primera.