Durante aquella etapa de felicidad absoluta me prometí en matrimonio con Alfred Wincham, en aquel entonces un joven profesor (y en la actualidad rector) del Saint Peter's College, en Oxford. Y con este hombre tan amable y erudito he sido feliz desde entonces, encontrando en nuestro hogar de Oxford ese refugio de las zozobras y las tormentas de la vida que siempre había querido. No volveré a hablar de él en estas páginas, pues ésta es la historia de Linda y no la mía.
En aquella época veíamos mucho a Linda; venía a visitarnos a casa y se nos iban las horas charlando. No parecía una mujer desgraciada, aunque estoy segura de que ya estaba despertando, cual Titania, de su trance, pero saltaba a la vista que se sentía muy sola, ya que su marido se pasaba toda la mañana en el banco y toda la tarde en la Cámara. Lord Merlin volvía a estar fuera, y por el momento no tenía más amigos íntimos; echaba de menos las idas y venidas, el alegre trajín y las horas de charla intrascendente que habían compuesto la vida familiar de Alconleigh. Le recordé lo mucho que había deseado escapar de todo ello cuando vivía allí y me dio la razón, con aire un tanto vacilante, diciendo que era maravilloso tener su propio hogar. Estaba encantada con mi compromiso y Alfred le caía muy bien.
—Parece muy serio, muy inteligente —dijo—. ¡Con lo morenos que sois, qué negritos tan monos vais a tener!
A él, Linda le caía bien y punto. Alfred sospechaba que era un hueso duro de roer, y debo confesar que, para mi alivio, Linda nunca ejerció sobre él el embrujo con el que había hechizado a Davey y a lord Merlin.
Un día, estando nosotros ocupados con las invitaciones de boda, Linda entró y anunció:
—Estoy preñada, ¿qué os parece?
—Un término de lo más desagradable, Linda querida —dijo tía Emily—, pero supongo que debemos felicitarte.
—Eso creo —repuso Linda, antes de desplomarse en un sillón con un profundo suspiro—. Pero la verdad es que me encuentro fatal.
—Pero piensa en lo bien que te encontrarás dentro de un tiempo —señaló Davey con envidia—, cuando te quites ese peso de encima.
—Ya te entiendo —dijo Linda—. Esta noche será espantosa: vienen a cenar unos estadounidenses importantes. Por lo visto, Tony quiere cerrar un trato o algo así, y esos señores sólo lo firmarán si consigo dejarlos maravillados, ¿vosotros lo entendéis? Seguro que les vomito encima y mi suegro se pone hecho una furia. Oh, cómo me horroriza la gente importante… ¡Y qué suerte tenéis de no conocer a nadie así!
La niña nació en mayo. Linda estuvo enferma durante mucho tiempo antes del parto y muy enferma durante todo el posparto. Los médicos le aconsejaron que no tuviese más hijos, porque otro embarazo como aquél podría matarla. Aquello fue un duro golpe para los Kroesig, porque, al parecer, los banqueros, como los reyes, necesitan muchos hijos varones, pero a Linda no pareció importarle en absoluto y no se interesó lo más mínimo por el bebé al que acababa de alumbrar. Fui a verla en cuanto lo permitieron los médicos: estaba tendida en la cama, rodeada de rosas y otras flores, parecía un cadáver. Yo estaba embarazada en aquel momento y, como es lógico, sentía mucho interés por su embarazo.
—¿Cómo la vas a llamar? ¿Y dónde está?
—En la habitación de la hermana. Es que no para de gritar. Moira, creo.
—No, no puedes llamarla Moira. Nunca he oído un nombre más espantoso.
—A Tony le gusta. Tuvo una hermana llamada Moira que murió, y ¿a que no sabes de qué me he enterado, no por él sino por su vieja niñera? Pues de que murió porque Marjorie le dio un golpe en la cabeza con un martillo cuando tenía cuatro meses. ¿No te parece increíble? Y luego dicen que nosotros somos una familia de incontrolados. ¡Pero si Pa no ha matado a nadie en su vida! ¿O cuenta lo de la pala?
—Es igual; no entiendo por qué vas a hacer cargar a la pobre niña con un nombre como Moira. Es demasiado cruel.
—No creas. Bien pensado, para caerles en gracia a los Kroesig tendrá que convertirse en una Moira. Me he dado cuenta de que la gente siempre se convierte en el nombre que lleva. Y más vale que les caiga en gracia, porque a mí no me gusta nada.
—Linda, ¿cómo puedes ser tan bruta? Además, todavía no puedes saberlo.
—¿Cómo que no? Siempre sé si alguien me cae bien o no en cuanto lo veo, y a mí no me cae bien Moira, eso es todo. Es una Anti-ísima de mucho cuidado. Espera a verla y verás.
En aquel momento entró la hermana, y Linda nos presentó.
—Ah, usted es la prima de la que tanto he oído hablar —dijo—. Querrá ver a la niña. Se fue y regresó con un moisés del que salía un llanto incesante.
—Pobrecilla —comentó Linda con indiferencia—. La verdad es que lo mejor es no mirarla.
—No le haga caso —dijo la hermana—. Se hace la mala, pero es puro teatro.
La miré entre los mares de encaje y volantes y vi la horrorosa y habitual estampa de una naranja que no dejaba de aullar debajo de una peluca negra y fina.
—¿Verdad que es adorable? —dijo la Hermana—. Mírele las manitas.
Sentí un escalofrío y dije:
—Bueno, ya sé que está mal que lo diga, pero no me gustan mucho los niños tan pequeños; estoy segura de que dentro de un año o dos será una monada.
Los aullidos fueron
in crescendo
y la habitación se llenó de un ruido insoportable.
—Pobrecita —dijo Linda—, debe de haberse visto la cara en algún cristal. Llévesela, hermana, haga el favor.
Entonces entró Davey. Habíamos quedado allí para que me llevase a Shenley a pasar la noche. La hermana regresó y nos echó a los dos, diciendo que Linda ya había tenido bastante. Me detuve fuera de la habitación, que estaba en la clínica más grande y lujosa de Londres, buscando el ascensor.
—Por aquí —me indicó Davey, y luego, con una risita ligeramente avergonzada, añadió—:
Nourri dans le sérail, j'en connais les détours
. Ah, hola, hermana Thesiger, ¿cómo está? Me alegro de verla.
—Capitán Warbeck, tengo que decirle a la enfermera jefe que está usted aquí.
Tardé casi una hora en conseguir sacar a Davey de la clínica para irnos a casa. Espero no estar dando la impresión de que toda la vida de Davey giraba en torno a su salud, porque lo cierto es que estaba muy ocupado con su trabajo, escribiendo y editando una revista literaria, pero la salud era su
hobby
y, como tal, se ponía de manifiesto en su tiempo libre, el tiempo en que más lo veía. ¡Y cómo disfrutaba! Parecía vigilar su cuerpo con la cariñosa preocupación que siente un granjero por uno de sus cerdos, por el más travieso, el pequeño de la camada, del que habrá que sacar provecho de algún modo. Lo pesaba, lo ponía al sol, lo sacaba a tomar el aire, lo obligaba a hacer ejercicio y a seguir un régimen especial, a tomar nuevos alimentos y medicinas, pero todo era en vano. Ni engordaba un solo gramo, ni era de provecho para la granja, pero de algún modo, vivía, disfrutando de las cosas buenas, disfrutando de su vida, aunque víctima de las enfermedades que aquejan a la carne, así como de otras imaginarias, durante las que recibía los cuidados constantes y la atención del buen granjero y su mujer.
Cuando le relaté mi visita a Linda y le hablé de la pobre Moira, tía Emily dijo enseguida:
—Es demasiado joven. No creo que las madres muy jóvenes puedan volcarse en sus hijos. Es cuando son mayores cuando realmente los adoran, pero puede que sea mejor para los niños tener madres jóvenes que no los adoren y, a cambio, llevar una vida más independiente.
—Pero parece que Linda la odia.
—Eso es tan propio de Linda… —intervino Davey—. Tiene que ser extremista en todo.
—Pero es que parecía tan deprimida… Eso no es muy propio de ella, que digamos.
—Ha estado muy enferma —dijo tía Emily—. Sadie estaba desesperada. Estuvo dos veces al borde de la muerte.
—No digas eso —la interrumpió Davey—. No puedo imaginarme el mundo sin Linda.
A lo largo de los años siguientes, viviendo en Oxford y enfrascada en la tarea de cuidar de mi marido y mis hijos pequeños, vi a Linda menos que en cualquier otra etapa de mi vida, aunque aquello no afectó a la intimidad de nuestra relación, que siguió siendo absoluta, y cuando al fin nos veíamos, era como si hubiésemos estado juntas el día anterior. De vez en cuando me quedaba unos días en su casa de Londres, o ella pasaba unos días conmigo en Oxford, y manteníamos una correspondencia regular. Debo añadir que lo único de lo que no llegó a hablar nunca conmigo fue el deterioro de su matrimonio, aunque no hacía falta, porque sus problemas eran tan evidentes como los de cualquier otra pareja. Saltaba a la vista que Tony no era suficientemente bueno como amante para compensar, ni siquiera al principio, sus otros defectos, como el aburrimiento de su compañía y la mediocridad de su carácter. Cuando nació la niña, Linda ya no estaba enamorada de él, y a partir de entonces le importaron un bledo los dos. El hombre del que se había enamorado, joven, atractivo, alegre, intelectual y dominante, se volatilizó nada más tocarlo y resultó una quimera que sólo había existido en su imaginación. Linda no cometió el error habitual de echarle la culpa a Tony por lo que había sido enteramente su propio error, sino que se limitó a darle la espalda y alejarse de él con la indiferencia más absoluta, lo que no fue demasiado difícil dado que apenas se veían.
Justo entonces, lord Merlin decidió provocar a los Kroesig. Éstos siempre estaban quejándose de que Linda no salía nunca, de que jamás asistía a reuniones sociales a menos que la obligasen; les decían a sus amigos que era una mujer de campo, que sólo le gustaba la caza, y que si algún día entraban en su sala de estar seguro que la encontrarían entrenando a un perro de caza con conejos muertos que escondía debajo de los almohadones del sofá. Insistían en que era medio tonta, una de esas provincianas guapas y simpáticas, incapaz de ayudar al pobre Tony, que se veía obligado a lidiar con la vida completamente solo. Había algo de verdad en todo aquello, teniendo en cuenta que el círculo de amistades de los Kroesig era soporíferamente aburrido, y la pobre Linda, tras haberse visto incapaz de hacer ningún progreso con ellos, había tirado la toalla y se había refugiado en la compañía, más agradable, de los perros de caza y los lirones.
Lord Merlin, por primera vez en Londres desde la boda de Linda, la introdujo de inmediato en su mundo, aquél hacia el que ella había mirado siempre, el de la bohemia intelectual, y allí se sintió como pez en el agua, era feliz y tuvo un éxito inmediato y deslumbrante. Se volvió muy risueña e iba a todas partes; no hay nadie que tenga más éxito en la sociedad londinense que una mujer joven, guapa y completamente respetable a la que se puede invitar a cenar sin su marido, sin que ponga pegas ni se ande con remilgos. Los fotógrafos y los cronistas de sociedad la seguían a todas partes y la verdad es que, hasta que pasaba media hora y se revelaba como la Linda de siempre, daba la impresión de que se estaba convirtiendo en una pelma. A todas horas tenía la casa llena de gente, que se pasaba de cháchara desde la mañana hasta la noche. Linda, a quien le encantaba charlar, encontró muchos seres simpáticos en aquel Londres despreocupado y hedonista donde abundaba el desempleo, tanto entre las clases altas como en las bajas. Los jóvenes, que vivían mantenidos por su familia (de vez en cuando y de forma mecánica, ésta les insinuaba que tal vez sería conveniente que buscasen trabajo, pero no los ayudaban en serio a encontrarlo; además, ¿qué clase de trabajo se podía encontrar para personas como ellos?) se arremolinaban en torno a Linda como abejas en torno a un panal, bzzz, bzzz, bzzz, bla, bla, bla… En su dormitorio, en la cama, en la escalera mientras Linda se daba un baño, en la cocina mientras encargaba la comida, de compras, paseando por el parque, en el cine, en el teatro, en la ópera, en el ballet, en la comida, en la cena, en los
night-clubs
, en las fiestas, en los bailes, todo el día y toda la noche… Una cháchara infinita e interminable.
—¿Y de qué crees tú que hablan, eh? —solía preguntar tía Sadie, escandalizada—. ¿De qué?
Tony se iba al banco a primera hora de la mañana, saliendo con prisas de la casa con un aire de infinita importancia, con un maletín en la mano y un fajo de periódicos bajo el brazo. Su partida anunciaba la llegada del enjambre de cotorras, casi como si hubiesen estado esperando en la esquina para invadir la casa en cuanto se marchase. Eran muy simpáticos, muy apuestos y muy divertidos, y para colmo, sus modales eran perfectos. Nunca conseguí, durante mis breves visitas, distinguir a unos de otros, pero era consciente de su atractivo, el atractivo inagotable que confieren la vitalidad y la alegría. Sin embargo, no había forma humana de considerarlos gente «importante», y los Kroesig estaban que echaban chispas ante aquel giro de los acontecimientos.
A Tony no parecía importarle; ya hacía tiempo que había dejado a Linda por imposible desde el punto de vista profesional, y se sentía bastante satisfecho y halagado por la publicidad que ahora la promocionaba como una auténtica belleza: «La despampanante esposa de un inteligente y joven diputado». Además, descubrió que de pronto los invitaban a grandes fiestas y bailes, a los que podía acudir sin problemas después de su sesión en la Cámara, y donde a menudo se encontraba no sólo con los insignificantes amigos de Linda, con los que ésta podía divertirse, sino también con sus propios colegas, mucho más importantes, a los que podía acorralar y aburrir hasta la muerte. Sin embargo, habría sido inútil explicarles todo aquello a los Kroesig, quienes sentían una desconfianza profundamente arraigada hacia los intelectuales, los bailes y cualquier otro tipo de diversión, todo lo cual conducía, en su opinión, al despilfarro, sin ventajas materiales que lo compensaran. Por suerte para Linda, en aquella época Tony no se llevaba demasiado bien con su padre a causa de sus discrepancias en la gestión del banco; ya no iban a Hyde Park Gardens tanto como al principio de su matrimonio, y las visitas a Planes, la casa de los Kroesig en Surrey, estaban suspendidas temporalmente. Sin embargo, cuando se veían, los Kroesig demostraban fehacientemente a Linda que no estaban en absoluto satisfechos con ella como nuera, e incluso le achacaban la divergencia de opiniones con Tony, y lady Kroesig decía a sus amigas, meneando la cabeza con tristeza, que Linda no sacaba lo mejor que había en él.
Linda pasó entonces a desperdiciar años de su juventud sin sacar ningún provecho de ellos. Si hubiese tenido una formación intelectual, el lugar de toda aquella cháchara improductiva, de las bromas y de las fiestas, lo podría haber ocupado una seria afición por el arte o por la lectura; si hubiese sido feliz en su matrimonio, la parte de ella que con tanto ahínco buscaba compañía podría haberse sentido realizada en el cuarto de los niños, pero así las cosas, todo era superficialidad y tontería.