Los preparativos para la boda no fueron precisamente un camino de rosas, y hubo infinidad de problemas con los acuerdos prematrimoniales. Como es natural, tío Matthew, en cuyo patrimonio estaba prevista cierta suma de dinero para los hijos menores que podía distribuir según lo que considerase conveniente, no quería asignar una dote a Linda a costa de los demás hijos, habida cuenta de que se iba a casar con el hijo de un millonario. Sin embargo, sir Leicester se negó a asignar un solo penique a menos que tío Matthew hiciese lo mismo; no tenía ningún deseo de formalizar una dote, porque decía que inmovilizar el patrimonio iba en contra de las normas de su familia. Al final, por pura insistencia, tío Matthew le asignó a Linda una cantidad paupérrima. Todo el asunto le provocó una preocupación y un disgusto que sirvieron para reforzar el odio que sentía hacia la raza teutónica.
Tony y sus padres querían celebrar una boda típicamente londinense, y tío Matthew dijo que nunca en su vida había oído nada tan vulgar: las mujeres se casaban en su casa; las bodas modernas le parecían el colmo de la degradación, y se negaba a llevar a su hija del brazo por el pasillo de Saint Margaret's entre una multitud de pasmarotes. Los Kroesig le explicaron a Linda que si se casaba en el campo sólo recibiría la mitad de regalos de boda y que la gente importante y con influencias, que tan útil habría de ser para la carrera de Tony, no se molestaría en ir hasta Gloucestershire en mitad del crudo invierno. Ninguno de aquellos argumentos tuvo efecto sobre Linda. Desde los tiempos en que planeaba casarse con el príncipe de Gales ya tenía una imagen precisa de cómo sería su boda, es decir, con la máxima parafernalia posible, en una iglesia enorme, con un gran gentío tanto dentro como fuera, con fotógrafos, calas, tul, damas de honor y un coro magnífico cantando su canción favorita, «The Lost Chord», así que se puso de parte de los Kroesig y en contra del pobre tío Matthew, y cuando el azar inclinó la balanza a su favor dejando fuera de combate la calefacción de la iglesia de Alconleigh, tía Sadie alquiló una casa en Londres y la boda se celebró debidamente, con toda la pompa y la vulgaridad del mundo, en Saint Margaret's.
Así que, entre una cosa y otra, cuando Linda pasó a ser una mujer casada, sus padres y sus suegros ya habían dejado de hablarse. Tío Matthew estuvo llorando a moco tendido durante toda la ceremonia; sir Leicester, por su parte, ya estaba por encima de las lágrimas.
Creo que el matrimonio de Linda fue un fracaso casi desde el principio, pero la verdad es que nunca llegué a saber gran cosa. Ni yo ni nadie. Se había casado enfrentándose a una gran oposición; más adelante se demostró que toda aquella oposición estaba muy bien fundada, y Linda, siendo como era, mantuvo mientras pudo la apariencia de que todo iba sobre ruedas.
Se casaron en febrero, se fueron de viaje de novios a Melton, a una casa alquilada desde la que organizaron varias partidas de caza, y después de Pascua se instalaron definitivamente en Bryanston Square. Luego, Tony empezó a trabajar en el banco de su padre y se preparó para ocupar un escaño seguro en la Cámara de los Comunes por el Partido Conservador, una ambición que no tardó en materializarse.
La mayor frecuencia en el trato entre las nuevas familias políticas no consiguió hacer cambiar de opinión a los Radlett ni a los Kroesig, y estos últimos siguieron considerando a Linda excéntrica, afectada, extravagante y, lo que era aún peor, inútil para las aspiraciones políticas de Tony. Los Radlett, por su parte, consideraban a Tony un pesado de tomo y lomo; tenía la costumbre de elegir un tema y hablar sobre él durante horas sin dejar de dar rodeos, igual que un bombardero torpe alrededor de su objetivo, incapaz de disparar; conocía una cantidad inverosímil de datos increíblemente aburridos de los que no dudaba en informar a sus interlocutores, con todo lujo de detalles, tanto si parecían interesados como si no. Era un hombre infinitamente serio; ya no le reía los chistes a Linda, y el buen humor que parecía tener cuando la había conocido se había debido seguramente a la juventud, el alcohol y la buena salud. Ahora que era un hombre adulto y casado ya tenía superadas las tres cosas y se pasaba las mañanas en el banco y las tardes en Westminster, sin salir jamás a divertirse ni a tomar el aire: afloró su verdadero yo y se reveló como un imbécil pedante y avaro, cada vez más parecido a su padre.
Tampoco consiguió convertir a Linda en un activo; la pobre era incapaz de comprender el planteamiento vital de los Kroesig y, por mucho que lo intentase (al principio, en su infinito deseo de complacer, lo intentó con gran empeño), seguía siendo un misterio para ella. El hecho es que, por primera vez en toda su vida, se encontró cara a cara con el pensamiento burgués, y recayeron sobre ella todos los males que con tanta insistencia había vaticinado tío Matthew para mí a causa de mi educación de clase media. Reunían todos los signos externos y visibles que tanto aborrecía: los Kroesig llamaban
notepaper
al papel de cartas, decían
perfume
en vez de
scent, mirror
en vez de
looking glass
y hasta hablaban de
mantelpiece
cuando se referían a la repisa de la chimenea, e incluso la animaron a que los llamara «papá» y «mamá», cosa que hizo al principio, en plena euforia de amor, aunque luego se pasaría el resto de su vida de casada intentando esquivar el problema, para lo cual evitaba los vocativos cuando los tenía delante y, siempre que podía, se comunicaba con ellos por carta o telegrama. El espíritu de los Kroesig era eminentemente comercial y todo lo veían en términos de dinero: era su barrera, su defensa, su esperanza para el futuro, su sostén para el presente; los distinguía de los seres que los rodeaban y con él conjuraban el mal. Las únicas cualidades que respetaban eran las que producían dinero en cantidades sustanciales, el dinero era su única vara de medir el éxito; era el poder y la gloria. Decir que un hombre era pobre era llamarlo sinvergüenza, incompetente, holgazán, irresponsable e inmoral. Si se trataba de alguien que realmente les caía bien, a pesar de aquel cáncer, se dignaban a añadir que había tenido mala suerte. Se habían encargado de protegerse de muchas formas: habían colocado enormes cantidades de dinero en un montón de países distintos para que no les sobreviniese la terrible enfermedad como consecuencia de cataclismos que quedaban fuera de su control, como una guerra o una revolución; poseían granjas agrícolas y ganaderas, tenían cultivos en Suráfrica, un hotel en Suiza y una plantación en Malaca, y eran dueños de diamantes de gran calidad, que no brillaban alrededor del precioso cuello de Linda, desde luego, sino que estaban guardados en bancos, desengarzados piedra a piedra, para que fuese más fácil transportarlos.
Por su educación, todo aquello era incomprensible para Linda porque en Alconleigh no se hablaba nunca de dinero. Tío Matthew contaba sin duda con unos ingresos sustanciosos, pero se derivaban de sus tierras y se invertían en ellas, y un buen porcentaje de las ganancias regresaba a su lugar de origen. Para él, sus tierras eran algo sagrado, y más sagrada aún, por encima de ellas, era Inglaterra. Si algún día el mal asolaba su país, él se quedaría y compartiría su destino o moriría, sin que se le pasara por la cabeza la posibilidad de salvarse dejándolo en la estacada. Su familia, sus fincas y él formaban parte de Inglaterra, e Inglaterra formaba parte de él, por siempre jamás. Más tarde, cuando empezaron a oírse tambores de guerra, Tony trató de convencerlo para que enviase parte de su dinero a Estados Unidos.
—¿Para qué? —preguntó tío Matthew.
—A lo mejor te conviene ir algún día, o enviar a tus hijos. Siempre es bueno tener…
—Puede que sea viejo, pero aún sé disparar —repuso tío Matthew, furioso—. Y mis hijos ya son adultos; están en condiciones de combatir.
—Victoria…
—Victoria tiene trece años. Cumplirá con su deber. Espero, si es que al final esos malditos extranjeros invaden el país, que todos los hombres, mujeres y niños luchen contra ellos hasta que uno de los dos bandos sea aniquilado. Además, detesto cualquier otro país que no sea el mío; odio el extranjero y nada ni nadie me obligaría a vivir allí. Preferiría mil veces vivir en la choza del guardabosques de Hen's Grove, y en cuanto a los extranjeros… ¡Son todos iguales! ¡Me dan náuseas! —exclamó intencionadamente, fulminando con la mirada a Tony, quien no se dio por aludido y siguió con su perorata de lo listo que había sido por transferir fondos a varios lugares. Tony no se había percatado nunca de la tirria que le tenía tío Matthew, y la verdad es que la excentricidad del comportamiento de mi tío era tal que no era fácil para alguien tan insensible como Tony distinguir entre el trato que dispensaba tío Matthew a sus seres queridos y a los que no lo eran.
En su primer cumpleaños como mujer casada, sir Leicester le regaló a Linda un cheque por valor de mil libras. Linda se alegró enormemente, y aquel mismo día se gastó el dinero en un collar de rubíes con incrustaciones de perlas al que había echado el ojo en una joyería de Bond Street. Los Kroesig organizaron una pequeña cena familiar en su honor, y Tony iba a reunirse con ella allí por haber tenido que quedarse hasta tarde en la oficina. Linda llegó ataviada con un sencillo traje de raso blanco con un pronunciado escote en el que lucía el collar, se fue directamente a sir Leicester y le dijo, entusiasmada:
—No sabes cuánto te agradezco el regalo tan maravilloso que me has hecho. ¡Mira!
Sir Leicester se quedó perplejo.
—¿Te has gastado en eso todo el dinero del cheque? —le preguntó.
—Sí —contestó Linda—. Creía que querías que me comprara algo con él, para que te recuerde siempre por habérmelo regalado.
—No, querida. Eso no era lo que quería, en absoluto. Mil libras son lo que podría llamarse un capital, algo de lo que se puede sacar un rendimiento. No es algo que haya que gastarse en una alhaja que se va a usar tres o cuatro veces al año y cuyo valor resulta difícil de apreciar, y además, querida, si compras joyas, que sean siempre diamantes. Los rubíes y las perlas son muy fáciles de imitar, y se devalúan enseguida. Pero, como te decía, le podías haber sacado un rendimiento, podrías haberle pedido a Tony que lo invirtiese por ti o, y esto es lo que yo esperaba realmente, podrías habértelo gastado en invitar a personas importantes que puedan ser de utilidad a Tony.
Aquellas personas importantes eran una espina que la pobre Linda llevaba clavada permanentemente; los Kroesig la consideraban un enorme obstáculo para la trayectoria profesional de Tony, tanto en la política como en la City, porque por mucho que lo intentase, Linda no sabía disimular lo aburridos que le parecían todos. Como tía Sadie, tenía tendencia a ensimismarse a la menor provocación, a quedarse con la mirada perdida y el espíritu completamente ausente. Aquello no les hacía ni pizca de gracia a las personas importantes; no estaban acostumbradas a semejante trato; les gustaba que los jóvenes las escuchasen y estuviesen atentos a sus palabras con concentrada deferencia cuando tenían la amabilidad de obsequiarlos con su compañía, así que no era de extrañar que entre los bostezos de Linda y los discursos en los que Tony informaba del número de capitanes de puerto en las islas británicas, estas personas procurasen evitar al joven matrimonio Kroesig. El viejo matrimonio Kroesig se lamentaba de aquella situación y hacía a Linda responsable de ella, pues, en su opinión, no mostraba el menor interés por el trabajo de Tony. Al principio lo intentó, pero todo aquello escapaba a su comprensión; sencillamente, no entendía cómo alguien que ya era inmensamente rico podía querer encerrarse lejos del aire fresco y el cielo azul, de la primavera, el verano, el otoño y el invierno, dejando que cada estación se fundiese con la siguiente, sin fijarse siquiera en su paso, sólo por hacer más dinero. Era demasiado joven para que le interesase la política, un asunto que de todos modos, en la época previa a que apareciese Hitler para alborotar el cotarro, era un entretenimiento esotérico.
—Tu padre se ha enfadado —le dijo a Tony mientras volvían andando a casa después de la cena. Sir Leicester vivía en Hyde Park Gardens y hacía una noche espléndida para pasear.
—No me extraña —repuso Tony lacónicamente.
—Pero cariño, mira qué preciosidad… ¿Es que no ves que era imposible resistirse?
—Eres tan cursi… Intenta comportarte como una mujer adulta, ¿quieres?
El otoño siguiente a la boda de Linda, tía Emily alquiló una casita en Saint Leonard's Terrace, y allí nos instalamos Davey, ella y yo. Llevaba una temporada en que no se encontraba demasiado bien, y Davey creyó conveniente alejarla de todos sus quehaceres en el campo para que descansara, porque ya se sabe que las mujeres son incapaces de descansar en su propia casa. Su novela,
El tubo abrasivo
, acababa de publicarse y estaba cosechando un éxito enorme en los círculos intelectuales. Era un estudio psicológico y fisiológico de un explorador del polo Sur, incomunicado por la nieve en una cabaña donde sabía que iba a morir, aunque con comida suficiente para mantenerse con vida varios meses. Al final moría. A Davey le fascinaban las expediciones polares y le gustaba estudiar, desde una distancia prudente, los límites del cuerpo humano sometido a una alimentación indigestible y con importantes carencias vitamínicas.
—La carne seca debió de hacerles mucho daño —decía alegremente mientras atacaba la deliciosa comida que había hecho famosa a la cocinera de tía Emily.
Tía Emily, liberada de la rutina de su vida en Shenley, se dedicó a quedar de nuevo con sus viejos amigos, que tan amenos nos parecían, y se divertía tanto que empezó a hablar de pasar la mitad del año en Londres. En cuanto a mí, nunca fui tan feliz como entonces. La temporada de bailes en Londres que había pasado con Linda había sido maravillosa; sería falsa y una ingrata con tía Sadie si dijese lo contrario, y hasta había disfrutado de lo lindo con las largas y oscuras horas que pasamos en la tribuna de las paresas, pero todo había estado rodeado de un curioso halo de irrealidad, como si nada de aquello tuviese que ver con la vida. Ahora tenía los pies en el suelo y podía hacer lo que me diese la gana, ver a quien quisiese a cualquier hora, tranquilamente, con naturalidad y sin infringir ninguna regla, y era fantástico poder llevar a mis amigos a casa y que Davey los recibiese con cordialidad, aunque un poco distante, en lugar de tener que obligarlos a subir por la escalera de servicio por miedo a provocar una escena furibunda en el salón.