—No sé qué decir —comentó al policía.
El agente tenía un atestado en su portapapeles y un bolígrafo colgado de un hilo.
—Bueno, puede decir que la ciclista invadió su distancia de frenado —añadió—. Así le quedará claro a su compañía aseguradora.
Tras realizar las mediciones y a juzgar por las marcas sobre la carretera y los restos de matrículas y cristales de intermitentes pulverizados, el policía parecía inclinado a cargar al motorista con las culpas. La ciclista había salido despedida de su bicicleta y rodado por la carretera, seguramente pasando un pelín por delante o un pelín por detrás de la moto, antes de detenerse contra una baliza luminosa en la isleta central. Tenía suerte de haberse librado sin más que unos cortes y contusiones.
Su «bicicleta de pedales» —así es como la describía en el atestado de accidente de circulación— había salido peor parada. Lo que quedaba de ella, un cuadro partido y las llantas torcidas, estaba en el maletero de su coche patrulla. Le habían pasado por encima las ruedas de por lo menos tres vehículos. Ahora, la ciclista se encontraba sentada, envuelta en una manta térmica plateada y tiritando en la parte trasera de la ambulancia mientras su amiga la consolaba.
Cuando el agente expuso las circunstancias del accidente en el atestado de su portapapeles y llegó al apartado final, cuyo encabezamiento era RESUMEN, no pensó que fuera más complicado que esto: la persona herida se atravesó en el camino de varios vehículos en marcha, mientras que su amiga frenaba. Así era el mundo. Había dos tipos de personas cuando el semáforo se ponía en rojo: las que aceleraban y las que frenaban. Adán y Eva, Caín y Abel. No servía de nada comerse el coco, al menos por lo que le pagaban.
Sostuvo el bolígrafo durante unos segundos sobre el recuadro de OTROS COMENTARIOS, pero no se le ocurrió nada. El agente apretó el botón que retiraba la punta del bolígrafo, se encogió de hombros, torció el gesto cuando la gélida lluvia resbaló de su gorra reglamentaria y se coló entre su cuello y su chaleco reflectante. Se preguntó qué demonios habría en la vida de esa mujer para que no pudiera frenar como todo el mundo.
La lluvia se deslizaba por el parabrisas trasero mientras el paramédico ayudaba a Zoe a sentarse con la espalda erguida en una camilla en la que una placa informaba de que estaba diseñada para soportar a pacientes de hasta 400 kg u 880 libras de peso.
—Es el peso de una hembra de búfalo adulto —comentó el muchacho, sacando un tema de conversación alejado del hecho de que la víctima se hubiese lanzado conscientemente en medio de los coches.
Kate sonrió y miró a Zoe, esperando que respondiera, pero su amiga se giró y contempló la lluvia con expresión adusta.
Kate rompió el silencio:
—¿Soléis atender a muchas búfalas?
—No, solo a mujeres que se atiborran de donuts. De hecho, tenemos una grúa para subirlas a la camilla. La llamamos la Krispy Kreme Express.
Kate se rio, pero Zoe seguía en otro mundo. Apretó las manos de su amiga mientras el paramédico sacaba con unas pinzas gravilla de una profunda rozadura en su antebrazo. Kate no esperaba que la lesionada se estremeciera, y no lo hizo. Si prestabas mucha atención, podías advertir un ligero temblor en los dedos de Zoe cada vez que las pinzas se cerraban.
—¿Quieres mirarme? —dijo Kate, muy bajito.
Zoe seguía con la vista fija en el cristal.
—¡Mírame!
Zoe se volvió, molesta. El paramédico dejó su tarea hasta que Zoe se quedó quieta. Cuando volvió al trabajo, los trocitos de gravilla que le arrancaba del brazo hacían sonidos metálicos al caer en un platito de acero quirúrgico. La ambulancia avanzaba a la velocidad del tráfico, con la sirena cerrada. Dos tubos fluorescentes en el techo emitían una enfermiza luz brillante.
—¿Por qué lo hiciste?
—Quería ganar.
—Podías haberte matado.
—Ni se me ocurrió.
—No; bueno, eso está claro.
Zoe torció el gesto, irritada.
—Oh, ¿quién eres? ¿Mi madre?
—He pasado más tiempo contigo que ella.
Zoe seguía mirando por la ventanilla.
—Vale, pero si me hubiera atropellado ese coche, las cosas habrían sido más fáciles para ti.
Kate estiró el brazo y obligó a Zoe a volver el rostro para mirarla a la cara.
—¡Mírame! Si ese coche te hubiera atropellado, yo también me habría muerto.
El paramédico detuvo de nuevo su cura y los golpecitos de la gravilla al caer cesaron.
—No veo por qué —contestó Zoe—. Tú tienes cosas por las que vivir. Lo tienes todo.
—Todo, no.
Zoe suspiró irritada.
—¡Por Dios, Kate! No es más que un pedazo de metal amarillo que cuelga de una brillante cinta roja.
—Es fácil decirlo cuando ya has ganado una.
—¿Eso crees?
—¿Sabes qué? Ni me importa. Con tal de que lleguemos las dos a la final en Londres y acabemos ambas en el podio, me da igual quién gane.
—Pues a mí, no —negó Zoe—. Prefiero ser yo.
Kate sonrió y meneó la cabeza.
—De verdad, Zoe, ¿qué vamos a hacer contigo?
—Estoy bien.
—¿En serio? Estoy preocupada. Pareces un poco descontrolada.
—La carretera estaba mojada, Kate. A veces nos caemos y sangramos. Las chicas que no eran capaces de soportar el dolor se retiraron de este deporte hace años.
Kate suspiró.
—No hablo de las caídas. Hablo de daño de verdad.
Zoe apartó la mirada y Kate le apretó las manos.
—No tenemos que estar siempre chinchándonos, ¿no? Podemos firmar una tregua. Podemos hablar de lo que te preocupa.
—No me preocupa nada. Nada.
Zoe soltó sus manos de las de Kate para entrecomillar en el aire la frase. Kate titubeó y luego volvió a coger las manos de su amiga.
—Es por lo de Adam, ¿verdad?
Zoe la miró con dureza.
—No.
—Es duro, ¿verdad? Te conozco. Cuando te pones así, es porque estás pensando en él.
Zoe la miró de nuevo, ahora fijamente.
—Estoy pensando en tíos y en ir de compras.
El paramédico reanudó su trabajo en silencio y la ambulancia avanzó entre el tráfico lento y empapado por la lluvia.
Kate no sabía cómo manejar a su amiga cuando se ponía de aquel modo. Si cerrabas los ojos podías pensar que estabas hablando con una borracha en una parada de autobús —una de esas mujeres de ojos hinchados que eran a ratos taciturnas y a ratos, mordaces, ocultas tras el humo de su cigarrillo mientras sus dedos hilvanaban un hilo de opresiones imaginarias que flotaban en el aire y cosían con él un sudario—. Pero cuando Zoe entraba en una de estas depres, lo hacía desde sus claros ojos verdes en ese rostro perfecto de cutis inmaculado, con ese brillo olímpico de salud. Tal incongruencia te sorprendía, como si un Oso Amoroso te atizara un puñetazo en la cara.
—¿Quieres ir a mi casa después del hospital? —propuso Kate—, ¿vienes a cenar con nosotros?
—No tengo hambre —contestó Zoe, como si eso fuera una respuesta a la pregunta de Kate.
Esta tuvo que recordar que Zoe no siempre era así, y que después siempre lamentaba su actitud. Por lo menos intentaba justificar lo que le pasaba, y así fue cómo Kate se enteró de la historia de Adam. Años atrás, mucho antes de Atenas, Zoe sufrió una de sus depresiones e hizo algo tan cruel y personal que Kate perdió una carrera en los Campeonatos Nacionales por ello. Durante las semanas que siguieron, los remordimientos pusieron a Zoe en estado incandescente. Eso le pareció a Kate, que su amiga realmente parpadeaba con una luz pálida y angustiosa, que buscaba expulsar las sombras que proyectaba su comportamiento. Invitó a Kate a almorzar —suplicándole que acudiera— y quedaron en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, el Lincoln. Kate no podría haberse permitido comer allí, y dudaba de que Zoe realmente pudiera.
En el bullicioso comedor revestido en mármol de Carrara, un moderno con barba de tres días, traje de lino y zapatos sin calcetines, interpretaba a Debussy. Zoe se movía con naturalidad en aquella estancia, sin maquillar, en vaqueros y con una camiseta ancha gris, pero aun así atraía miradas disimuladas. Kate se refugió tras la carta y no consiguió encontrar ni un solo plato que no pareciera concebido a propósito para empeorar su relación potencia-peso sobre la bicicleta.
Estaba enojada consigo misma por haber aceptado esa invitación a reconciliarse que cada vez se parecía más a un intento de humillarla.
Alzó la mirada desolada y vio que su amiga la observaba con expresión asustada.
—Mierda —dijo Zoe—. Esto no está ayudando en nada, ¿verdad?
—Oh, no, es genial —mintió Kate—. En serio, está bien y…
—Espera —interrumpió Zoe, levantando la mano—, puedo arreglarlo.
Se puso en pie, se acercó hasta el pianista y se sentó suavemente tras él en el banco del piano. Los
Préludes
decayeron por un momento mientras Zoe susurraba algo al oído del músico, y luego regresaron con un toque de
allegrezza
. Kate percibió la sonrisita del pianista mientras su amiga regresaba a la mesa.
—Ahí lo tienes —dijo.
—¿Qué le has dicho?
Zoe agitó la mano restándole importancia al asunto y se sopló un mechón de pelo que le caía por el rostro.
—Que le daría mi número de teléfono si conseguía hacerte reír.
Kate sintió un acceso de ira.
—No me hace gracia.
—Lo sé. Lo siento. Te he tratado muy mal, Kate, y no sé qué hacer para arreglar las cosas.
Mientras Kate miraba a los ojos de Zoe, intentando descifrar si estaba siendo sincera, el pianista saltó de repente al Oops! …
I Did It Again
de Britney Spears, en una sobria versión clásica, manteniendo un gesto de absoluta seriedad.
Kate no pudo evitar sonreír.
—No sé lo que pasa por mi cabeza —dijo Zoe—. Son tantas las ganas que tengo de ganar, que me olvido de que eres tú; de que somos amigas.
Kate sintió que su enfado se disolvía en las burbujas del agua mineral y las impresionistas florituras con las que el pianista versionaba la obra maestra de Britney.
—Bueno —dijo—. Pues que no se te vuelva a olvidar. Escríbetelo en la puñetera mano o algo así.
Zoe se mordió el labio.
—Sé que tengo un problema con las relaciones. Te dije… le cuento a todo el mundo que soy hija única, pero en realidad tuve un hermano y lo perdí cuando tenía diez años, así que… ya sabes. Una vieja y aburrida historia. La gente se me acerca demasiado y la aparto de un empujón. Lo siento.
—Dios, no, soy yo la que lo siente. Oh, Zoe, tenías que habérmelo contado.
Zoe la miró. Estaban a punto de saltársele las lágrimas, pero el pianista se metió con el
Danger Zone
de Kenny Loggins, grandioso, y en lugar de eso se rio.
—No es algo de lo que hable demasiado, ¿sabes? Eres la primera persona a la que se lo cuento.
—¿En Manchester?
—Y en cualquier otro planeta.
—¿Tom no lo sabe?
Zoe frunció el ceño.
—No es un tema que influya en mi rendimiento.
—Aun así, creo que es el tipo de cosas que tendrías que contarle.
—Creo… que es el tipo de cosas que le cuentas a tu mejor amiga.
Zoe esperó para ver la reacción de Kate. Antes de que esta pudiera pensar en qué decir, llegó un camarero y dejó ante ellas unos platos cubiertos por campanas plateadas. Retiró las campanas, hizo media reverencia y se marchó en silencio. En cada uno de sus platos había 150 gramos de arroz salvaje al vapor, 60 gramos de uvas pasas troceadas, 100 gramos de atún enlatado en salmuera y una barrita energética
ProteinPlus
con cubierta de algarrobo de 30 gramos en su envoltorio azul y amarillo.
Kate parpadeó, incrédula.
Zoe sonrió.
—Le pregunté a Tom qué tenías para hoy en tu calendario de comidas. Sabía que te ibas a acojonar al leer la carta.
Kate contempló a Zoe mientras el pianista atacaba un rápido
intermezzo
de variaciones barrocas del tema de
El coche fantástico
.
—¿Qué pasa? —dijo Zoe.
Kate la analizó un rato más, y luego sonrió y meneó la cabeza.
—Nada —dijo—.
Bon appétit
.
Aquello resultaba más sencillo que intentar encontrar las palabras para explicar que a veces —en las raras ocasiones en que no estaba provocando malestar mental de bastante consideración—, ser amiga de Zoe era como si un golpe de gracia te dejara noqueada.
En aquello pensaba Kate mientras las dos mujeres iban en la ambulancia hacia Urgencias.
—Entonces, ¿estás bien, Zoe? —quiso saber—. Lo pregunto en serio.
Zoe miró el desgarrado destrozo de su antebrazo, y luego a Kate.
—Sí —respondió en voz baja—. Saldré de esta.
Una vez que las chicas se marcharon del apartamento, Tom se sintió muy cansado. Recuperó su dentadura del retrete, la frotó con lejía, la aclaró y se la volvió a poner. Encajó en su marco la puerta del apartamento, la aseguró con cinta aislante y echó la cadena. Se sentó frente a la chimenea artificial y se tomó dos Nurofen y un dedo de vino tinto para sus articulaciones.
Se despertó con el sonido de sus propios gemidos. Estaba desorientado. Llegó hasta la cocina a pesar de sus rodillas entumecidas y puso agua a calentar para prepararse un té.
Respiró. Todo iba bien. Todo iba bien. Ahí estaban los azulejos azules y blancos de la cocina; ahí estaba la vieja encimera con todas sus marcas y arañazos, que podían palparse con los dedos; todo iba bien. Tenía que dejar de considerar esos sueños como una prueba de su condenación eterna. No eran sino sus malditas neuronas que chisporroteaban y burbujeaban, como señoronas aburridas inventándose cotilleos.
A fin de cuentas, no era culpable de nada. Se había ganado la vida con un trabajo digno, así es como tenía que tomárselo. Después de su participación en los Juegos Olímpicos, podía haberse quedado en Australia y que la gente le pagara las copas durante unos cuantos años, pero no lo hizo. Tomó una buena decisión; se vino aquí, a Manchester, a probar una nueva vida como entrenador. También formó una familia, aunque aquello no funcionó, pero tenía la idea de que si podía ayudar a otros chicos, compensaría el desastre que había sido para sus hijos.