Se puso de puntillas y se desperezó, apoyándose con una mano en el cristal. Lentamente, volvió a descansar el peso en los talones mientras su rostro recobraba la quietud. El simple hecho de adquirir conciencia de que era feliz había bastado para que se desmoronaran los cimientos del momento. Tarde o temprano, el médico residente tendría que tomar el ascensor para bajar a la calle y salir, vestido con la ropa del día anterior, para encontrarse frente a un anuncio de seis metros de alto en el que aparecía el rostro de la mujer con la cual había pasado la noche. En cuanto descubriera quién era, comenzaría el proceso de desintegración, como siempre.
Se preparó otro café, con manos un tanto temblorosas, y fue a observarlo mientras dormía. Se había quitado el edredón de nuevo y su esbelta espalda relucía bañada por la luz del sol de la mañana. Recordó su curva en la oscuridad, la sensación de complicidad que había tenido con él.
Se sentó en la cama con la espalda apoyada en el cabecero y las rodillas apretadas contra el pecho, en espera de que se despertara. Se revolvió inquieta, sopesando si quedarse o salir a correr un poco. Si lo hacía, se preguntaba si él seguiría allí cuando regresara. Apretó un botón y desde los pies de la cama ascendió lentamente una pantalla. La encendió y puso el magazín matutino, sin sonido y con los subtítulos para sordos activados. Los piratas habían secuestrado un carguero en las costas somalíes. El Arsenal había sufrido una dura derrota. Habían descubierto un planeta en un sistema planetario cercano que estaba aproximadamente a la distancia perfecta de su sol para, en teoría, poder albergar vida. El presentador transmitió esas noticias sin disponerlas por orden de importancia.
Sonó la señal de un mensaje en su móvil; el sonido la sorprendió y despertó al médico residente. Cuando enfocó la vista, sonrió.
—Hola —saludó.
—Hola. Lo siento, te he despertado.
—Yo no lo siento.
Alargó el brazo y le tocó la cadera. Zoe titubeó. La mañana no había robado su belleza.
Miró el teléfono. El mensaje era de Tom; le pedía que redujera en una hora su entrenamiento de la tarde.
—¿Todo bien? —preguntó el hombre.
—Nada, cosas de la oficina.
—¿A qué hora entras?
—Oh, pues… Hoy trabajo desde casa.
—¿Quieres que te deje en paz?
Zoe sonrió.
—No.
Se tumbaron sobre el edredón. La silenciosa televisión iluminaba sus cuerpos cada vez que los subtítulos se encendían. «Se recrudecen las protestas en la problemática región pakistaní de Waziristán del Norte, informan fuentes oficiales», mientras él besaba su cuerpo y «dieciséis civiles quedan sepultados vivos bajo los escombros de un edificio destruido por un avión no tripulado», y ella lo ponía de espaldas y se arrodillaba encima de él y «las autoridades comienzan a llegar para la inauguración oficial del Velódromo Olímpico de Londres». Zoe cerró los ojos y contuvo un gemido, y cuando los abrió de nuevo, allí estaba ella, frente a sí misma.
Zoe asomó a la pantalla del televisor ocho años antes, en lo más alto del podio en Atenas, en esas tristes imágenes de archivo en que ofrecía un aspecto horrible. La tele mostró cómo bajaba del podio y los periodistas le asestaban los micrófonos en la cara, preguntándole cómo se sentía.
Zoe parpadeó. Recordaba perfectamente cómo se había sentido. Con toda la adrenalina disparada en su torrente sanguíneo, inconsolable con la medalla de oro colgada de su cuello, había perdido el control como una niña asustada que de repente se encontrara en el cuerpo de un adulto y desease que la pesadilla terminara.
«Oh, me siento muy feliz», decía el subtítulo en amarillo que indicaba que esas palabras las había pronunciado ella.
«No pareces serlo», rezaba un texto verde incorpóreo en la pantalla.
«En serio, nadie puede ser tan feliz como yo», decía el texto amarillo por debajo de su rostro que hablaba.
La televisión mostró la delgada línea de su boca en el momento en que comprendió que el triunfo no cambiaba nada. Eso fue tras la final de velocidad. Al día siguiente volvió a ganar el oro, en persecución individual, y se sintió igual. Era como si el oro saliese de la tierra, y podía sentir que su peso le doblaba la espalda de regreso al suelo.
Zoe se dio cuenta de que se había quedado parada en mitad del acto sexual. Notó que él la empujaba desde abajo, instándola a seguir moviéndose. Pero no podía responder.
—¿Va todo bien?
—Sí, todo bien.
—¿De verdad?
—Sí.
—Dios, no habrá ocurrido nada terrible, ¿no?
Los ojos del médico siguieron su mirada hasta fijarse en la pantalla. Texto azul: la voz del presentador de los deportes superpuesta en las imágenes de archivo de su momento en el podio: «Mírenla, qué preciosidad». El plano se cortó y aparecieron los dos presentadores riéndose en el sofá del estudio. Un texto superpuesto lo confirmaba: [RISAS].
El programa regresó a la imagen de archivo en la que aparecía Zoe, pálida, cantando el himno nacional.
Texto azul: «Y ahora es noticia por motivos totalmente diferentes».
Texto rojo: «Unos datos picantes que circulan por Facebook, y nuevas revelaciones en este informativo de hoy».
Texto azul: «Al parecer, la describen como “agresiva en la cama”».
Texto rojo: «¡Menuda sorpresa!»
[RISAS]
En pantalla apareció la portada del principal rotativo británico. Su rostro miraba a la cámara, bajo los anillos olímpicos.
«Clasificada XXX», decía el titular, en coincidencia con los trigésimos Juegos Olímpicos.
Debajo de ella, sintió que el cuerpo del hombre se tensaba.
—¡Dios mío! —dijo, muy bajito—. Eres tú.
—Pues sí —admitió Zoe con calma.
Se apartó de encima de él y se sentó, con la barbilla apoyada en las rodillas, contemplando las imágenes.
—No te había reconocido…
—Bueno, soy más bajita en persona —dijo Zoe, encogiéndose de hombros.
Texto rojo: «Treinta y dos años. Aparte del escándalo —y queremos destacar que esta última historia son solo suposiciones—, ¿treinta y dos no son demasiados para afrontar con garantías unos Juegos Olímpicos?»
Texto azul: «Bueno, treinta y dos son muchos para cualquier deportista profesional, Doug, y aun en el supuesto de que después de esto Zoe sea la elegida para participar en Londres, está claro que estos serán sus últimos Juegos».
Junto a ella, sobre el edredón, él le tocó la mano.
—Tendrías que haber dicho algo. Tendrías…
—¿Qué? ¿Qué tendría que haber hecho?
—Tendrías que haberme contado quién eres.
Zoe le dirigió una mirada irritada.
—Tú no me dijiste quién eres.
—¡Pero si llevaba una placa con mi nombre escrito! —replicó, extendiendo los brazos desesperado.
—Oh, por favor…, Y yo llevaba mi maldita cara puesta. Perdón por no tener el pelo y los labios verdes en la vida real.
La miró y su rostro se fue calmando.
—Eres muy bonita. No te pareces en nada a lo que esos insinúan.
Zoe soltó una risa breve y amarga.
—¿El qué? ¿La reina de hielo? ¿La apisonadora de rivales sin corazón?
—Lo siento, Zoe. Necesito unos segundos para asimilar todo esto.
En la televisión, el texto rojo decía: «¿Habéis conseguido hablar con ella?».
Texto azul: «No; su agente nos dice que hoy no puede conceder entrevistas».
El médico la miró.
—Me has dicho que trabajabas en una oficina.
—Lo siento. Es que cuando la gente se entera de quién soy, pasan cosas como esta —explicó, mientras señalaba la pantalla del televisor.
El hombre se sonrojó.
—¿Piensas que ahora voy a ir corriendo a contárselo a los periodistas?
Zoe lo miró por un momento y luego se encogió de hombros.
—Si lo haces, al menos diles que soy buena gente, ¿vale? Diles… no sé. Diles que te invité a desayunar.
La televisión ofrecía ahora la imagen de la calle principal de una ciudad de provincias una mañana lluviosa. Resguardados bajo brillantes paraguas, los voluntarios de colectas caritativas superaban en número a los compradores.
«¿Está volviendo la confianza del consumidor al pequeño comercio?», decía el texto.
Zoe se levantó.
—En mi despensa no hay muchas cosas de las que coméis los seres humanos normales. Esto… te puedo ofrecer arroz, frutos secos… O arroz con frutos secos, si quieres intentar hoy una MP.
—¿MP?
—Marca Personal. Es cuando estás entrenando y le metes mucha caña para batir tu récord de vuelta rápida. Necesitas tener el depósito lleno para lograrlo.
—En Urgencias no tenemos MP.
Zoe enarcó una ceja.
—Entonces, ¿cómo os motiváis?
—Básicamente, nos dedicamos a reanimar gente.
Zoe se cubrió con la bata y fue a la cocina a preparar un par de cafés mientras el médico buscaba su ropa. El pitido de la cafetera era el único sonido que se escuchaba en el apartamento; la máquina expelía vapor en el silencio pero sin conseguir romperlo por completo.
Cuando él terminó de vestirse, se acercó a la barra de la cocina. Zoe se apoyó en ella y le cogió la mano.
—Lo siento —murmuró—. Estaría bien que te quedaras a desayunar…
El médico estaba desbordado por la confusión. Zoe apretó su mano.
—Se te pasará mañana. De todos modos, soy una famosa de segunda fila. La prensa no va a empezar a acosarte. La verdad es que me gustaría mucho volver a verte.
—Sí, pero el caso es… Dios, no sé si estoy preparado para algo así.
Mientras decía eso, apartó la mirada de ella, la dirigió hacia los ventanales y extendió los brazos sobre el paisaje urbano de Manchester. Aquel gesto parecía amalgamar su situación con un billón de toneladas de mampostería, y Zoe sintió el repentino tirón de aquel peso.
—Pero tú me gustas —confesó—. ¿No puedes ignorar lo que dicen sobre mí? Solo son celos, nada más. Me odian porque tengo éxito y ellos son gentuza que nunca ha hecho nada con su vida. Se quedan ahí sentados, criticando mi forma de ser, y es como si estuvieran robándome mi propia vida. Cuanto más me critican, más me cuesta encontrar una relación normal, y cuanto más me cuesta tener una relación normal, más me critican. No puedo ganar, y ahora vas tú y me dices que te importa lo que cuenten los periódicos, y eso me fastidia, porque soy una ganadora, ¿vale? ¡Soy una ganadora y no me dejan ganar!
Se dio cuenta de que no lograba que el tono de desesperación no se reflejara en su voz ni podía contener su furia creciente mientras apretaba cada vez con más fuerza la mano del médico.
Lo soltó, bajó la mirada a la barra de la cocina e inspiró aire, temblorosa, para calmarse.
—Lo siento —se excusó.
Él la observó durante un buen rato con sus ojos verde claro, y luego le posó una mano en el hombro.
—Escucha —le dijo, con voz suave—. ¿Puedo anotarte un número?
Sacó un bolígrafo del bolsillo y Zoe le pasó el ejemplar de Marie Claire, no sin darle la vuelta para que no pudiera ver su cara en la portada.
—Toma, puedes llamar aquí.
El médico pulsó el botón para sacar la punta del bolígrafo y empezó a escribir un nombre y un número de teléfono encima del rostro de una marca de agua mineral de la competencia. Zoe no pudo contener la risa.
—¿Qué pasa?
—Nada. Tienes una letra malísima.
—La típica letra de médico, ¿verdad? —dijo él, con una sonrisa.
—Mmm…
Sintió que el alivio inundaba su ser. Había sido una mañana rara, pero al menos le estaba dejando su número. Por lo general, los tíos que le gustaban nunca lo hacían. Contempló los movimientos precisos y suaves de su mano con el bolígrafo, y se permitió creer en la posibilidad de volver a verlo.
El médico apretó el botón que retraía la punta, devolvió el bolígrafo al bolsillo y dio la vuelta a la revista para que el número telefónico estuviera del derecho para ella.
Zoe sonrió. Él sonrió.
—Es el número de una buena amiga de la facultad —dijo el hombre con cariño—. Es psicóloga clínica, pero no quiero que te hagas una idea equivocada. Solo es una persona muy buena para hablar de cualquier cosa que te preocupe. No puedo imaginarme lo que estarás pasando con toda esta intrusión de la prensa en tu vida privada, pero no debe de ser sencillo de sobrellevar.
Zoe sintió una gélida punzada en el pecho, pero se esforzó por mantener la sonrisa. Sonrió como si aquello no fuera algo terrible e insoportablemente embarazoso, sino justo lo que esperaba y deseaba que él hiciera en ese preciso momento en la larga y agitada historia de su vida amorosa: enviarla a un especialista.
—Gracias. La llamaré.
Zoe sonrió mientras él se ponía la chaqueta. Su sonrisa se acentuó cuando la besó castamente en la mejilla hasta convertirse casi en una carcajada al verle apretar confuso el minimalista mecanismo de apertura de la puerta corrediza de olivo con barniz brillante de su apartamento.
—Está abierta —aclaró Zoe.
El hombre se giró y sonrió un breve instante.
—Te animaré en tus carreras, ¿vale?
—Sí —asintió alegremente—. Genial.
La puerta corredera se abrió y luego volvió a cerrarse sobre sus rieles engrasados con un sistema de cierre hidráulico que producía un ligerísimo ruido, apenas más perceptible que el suave suspiro que Zoe emitió cuando al fin pudo borrar de su rostro la sonrisa y sustituirla por la expresión neutra que adquirieron sus facciones.
Frustrada, estampó la mano que tenía libre sobre el mostrador de la cocina, a lo cual siguió un gesto de dolor cuando el golpe desgarró la herida que tenía bajo las vendas.
Se acercó a los ventanales, se asomó y estuvo contemplando la ciudad durante un buen rato.
A las nueve de la mañana, cuando el sol ya relumbraba sobre las calles mojadas muchos metros por debajo, llamó su agente.
—¿Estás bien? —preguntó la agente.
—Bien, nada de qué preocuparse. ¿Llamas por lo de la historia?
—Sí. ¿Has visto la tele? Tenemos que manejar esta situación con tacto. Si les dejamos que propaguen esta imagen de ti, los patrocinadores saldrán pitando…
—Todo esto pasará.
—¿Quieres correr ese riesgo? Creo que tendrás que ofrecer a los periódicos algo bonito y brillante para distraer su atención. Y me refiero a antes de que vayan a imprenta. De lo contrario, esto durará un día más, ¿no te parece?