—No te preocupes. Todo va a salir bien.
El camarero ya colocaba las sillas sobre las mesas y accionaba ese abrillantador de muebles que tenía la cualidad de ser a la vez frescor de limón y mortal de necesidad. El televisor del rincón mostraba imágenes de la guerra en Afganistán. La máquina de discos había pasado al Dream a Little Dream of Me de Ella Fitzgerald.
—Eres muy buena persona —dijo Zoe, por fin.
—Si tus tobillos empeoran, bonita, ya verás como también empiezas a ser buena persona.
Zoe le sonrió, una sonrisa abierta que lo elevó a un lugar en el que hacía semanas que no estaba.
Con lentitud, su boca fue regresando a una línea seria y suave.
—Te portas muy bien conmigo —comentó Zoe bajando la voz.
—Eres la maldita historia de mi vida. ¿Por qué no iba a ser bueno contigo?
El camarero dio otros dos toques a la campana de latón y voceó:
—Damas y caballeros, es hora de cerrar, por favor.
Jack se sentó junto a Kate, en lo alto del graderío, para ver cómo Sophie entrenaba sola en la pista. No hablaron, se dedicaron a escuchar el zumbido de las ruedas sobre los tablones y los pitidos del contador de vueltas. Les gustaba esperar allí arriba, donde Sophie no podía verlos, dejándola que siguiera a lo suyo. Y les gustaba también escuchar los gritos nerviosos de Zoe dando instrucciones a la niña.
A veces, cuando Sophie ascendía hasta lo alto del peralte y se lanzaba con soltura hacia la línea de carrera, Jack y Kate sentían que sus manos se aferraban a manillares invisibles y los músculos de las piernas les ardían. Su ritmo cardíaco aumentaba y estaban allí, en la pista, con ella, rugiendo alrededor de aquellas curvas de arce pulido, exprimiendo la biomecánica hasta ese límite perfecto en el que todo conectaba y sus mentes se detenían.
Cuando se dejaban llevar así, tenían que cerrar los ojos, controlar la respiración y recordar que su tiempo ya había pasado. Solo permanecía detenido en la inmutable quietud del oro de Jack en Atenas, que yacía en la tumba de su padre, y en el movimiento cotidiano del oro ganado por Kate en Londres, que giraba en el lugar que le correspondía: en su casa, en el extremo del cordel del cuarto de baño de debajo de las escaleras.
Después de tantos años de velocidad, para ellos el mayor reto de todos era permanecer quietos allí arriba, en la penumbra de las gradas. Esto era lo que aprendías una vez se acababa tu carrera deportiva: que las vueltas más difíciles eran las que dabas cuando los espectadores ya habían abandonado el velódromo.
—La cría apunta buenas maneras, ¿no te parece? —comentó Jack al rato.
Kate observó la sonrisa de Sophie en el momento de tomar otra curva.
—Sí, parece muy rápida.
—¿Piensas que ganará una medalla de oro algún día?
Kate estuvo a punto de aconsejarle que no tuviera demasiadas esperanzas, pero se quedó callada. ¿Quién era ella para decir las posibilidades que tenía su hija? Sophie superó una leucemia. Había disparado el rayo destructor de la Estrella de la Muerte sobre las constelaciones infinitas del espacio y dado justamente en el blanco preciso. Sabía cómo ganar ese tipo de apuestas.
Observaron a su hija. Mechones de pelo oscuro asomaban bajo su casco. Cuando se lo quitaba, le gustaba llevarlo peinado en dos moños, uno a cada lado, y tenía la costumbre de llevar un cinturón y una pistola Blaster como complementos. Quien se cruzaba ahora con los Argall solía decir que la familia tenía un problema en el modo de vestir, en vez de uno de salud.
Sophie se había desarrollado con tanta rapidez como ellos. Al recuperarse de la leucemia llegó un respiro para sus alergias e intolerancias. Abandonó la quimio y sus padres, las dietas de entrenamiento, así que la familia se acostumbró a los almuerzos de media mañana y los festines de medianoche. Las mejillas de Sophie se fueron hinchando. Los vaqueros de Jack aumentaron tres tallas en la cintura. Volvían a comer de modo normal, o por lo menos con la normalidad de cualquier familia cuya hija se dedicara a pedalear en el velódromo nacional como una princesa Leia con traje de licra hecho a medida bajo la dirección de una cuádruple medallista de oro olímpica, a las siete de la mañana de un domingo, mientras todas sus compañeras de escuela estaban durmiendo en casa.
—Este verano son los Campeonatos Nacionales Juveniles —recordó Jack, apretando la rodilla de Kate—. ¿Crees que deberíamos dejarla participar?
Kate reflexionó.
—¿Qué dice Zoe?
—Me dijo que Sophie iba a machacar a las otras chicas, que sus rivales iban a necesitar ir al psicólogo.
Kate se rio.
—Esta Zoe no cambia…
Jack sintió que la ansiedad se apoderaba de su pecho, y murmuró:
—Sí, pero no sé, no sé…, ¿Es seguro forzar tanto a Sophie, físicamente?
—Ella sostiene que se siente genial.
—Eso mismo nos decía cuando casi se estaba muriendo. A ver, ¿cómo sabemos cuándo dice la verdad?
Kate enlazó la cintura de Jack y hundió la cabeza en su hombro.
—Ya veremos la verdad en la pista —contestó muy tranquila.
Ambos miraron lo que sucedía en la pista. Abajo, entre ataques de sonoras carcajadas y lluvias de groserías, Zoe se dedicaba a mentalizar a su hija para que mantuviera el ritmo. Atrás quedaban los años en que la multitud coreaba sus nombres, tanto el de Zoe como los de ellos dos, Jack y Kate. Por encima de sus cabezas, a través de las claraboyas en lo alto de la cúpula del velódromo, entraba la brillante luz del sol de abril, reluciente como el oro.
Fin
El ciclismo es duro. Los entrenamientos son brutales e implacables, las carreras, agónicas y peligrosas. Al documentarme para esta novela, pasé bastante tiempo sobre la bici, viendo hasta dónde podía llegar e intentando registrar lo que sentía. Soy un ciclista entusiasta pero mediocre, y a cada pedalada que doy crece mi admiración por los grandes campeones. Hay barreras de dolor físico y emocional que ellos pueden superar, y yo, no. Son gente muy valiente, y pienso que es importante narrar aquí algunos de sus éxitos en la realidad.
En esta novela, Zoe Castle gana la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Atenas en las categorías femeninas de velocidad y persecución individual, mientras que Jack Argall se lleva el oro en velocidad masculina. En realidad, los ganadores fueron: en velocidad femenina, la canadiense Lori-Ann Muenzer, y en persecución individual femenina, la neozelandesa Sarah Ulmer. El oro en velocidad masculina fue para el australiano Ryan Bayley.
En la novela, Zoe Castle es oro en las modalidades femeninas de velocidad y persecución individual de las Olimpíadas de Beijing. Las auténticas medallistas fueron la británica Rebecca Romero, que se impuso en la categoría de persecución individual, y la también británica Victoria Pendleton, que se llevó el oro en la prueba de velocidad femenina.
Que se recuerden sus victorias y sus figuras sean admiradas para siempre.
Mientras escribía esta novela, todavía quedaba un año para los Juegos Olímpicos de Londres 2012. Buena suerte a todos los deportistas.
Cuidar de un niño enfermo es los Juegos Olímpicos de ser padre. Como parte de mi trabajo de documentación para esta historia, se me permitió acompañar al doctor Philip Ancliff, hematólogo especialista del Hospital Great Ormond Street, al que acuden niños de todo el mundo afectados por enfermedades graves. Yo estuve presente en su consulta mientras el doctor Ancliff, un hombre brillante y compasivo, informaba de diagnósticos muy serios a los padres de niños muy malitos.
Nada me había preparado para el impacto emocional que suponía asistir a la reacción de unos padres en un momento así. Y nada me ha llenado más de esperanza e ilusión que ver cómo esos padres, junto con el magnífico equipo del Great Ormond Street, cuidaban de los pequeños enfermos. Los padres y el personal del hospital parecían ascender juntos a un estado de gracia concentrada en el cual se desprendían de todas las preocupaciones mundanas y solo les quedaba el amor. En mi condición de investigador, era como encontrarme rodeado de ángeles.
En ocasiones me siento deprimido o desanimado ante el comportamiento de instituciones o individuos de este mundo, yo incluido, y con frecuencia he luchado por encontrar algo a lo que poder mirar sin el temor de llevarme una decepción o una desilusión. Para mí, el Hospital Great Ormond Street es eso. No solo representa un espíritu puro de vocación y altruismo por parte del personal, sino también el sorprendente progreso realizado por médicos y científicos. Hace apenas cuatro décadas, un diagnóstico de leucemia en un niño suponía una condena de muerte en nueve de cada diez casos. Hoy, gracias a los avances en la investigación médica, se han revertido las expectativas, y nueve de cada diez niños se recuperan.
Por supuesto, queda mucho trabajo por hacer. Si disponen de algo de tiempo libre, les ruego encarecidamente que visiten la página web de la obra benéfica del Hospital Great Ormond Street, donde podrán conocer las historias de niños con afecciones como la de Sophie, y descubrir las cosas extraordinarias que hoy se pueden hacer por ellos. Si deciden efectuar una donación, creo que estarán realizando una de las conversiones de dinero en amor más eficaces que se pueden encontrar en nuestro planeta.
Esta es la dirección:
www.gosh.org
Gracias.
Chris Cleave,
Londres, 2011
Esta novela fue evolucionando durante seis borradores y Jennifer Joel los leyó todos. Sus agudas críticas y apoyo inquebrantable han significado mucho para mí. Gracias, Jenn.
Peter Straus es un individuo brillante que siempre me ha respaldado, y yo no sería nadie sin su sabiduría y fortaleza.
Sarah Knight es una generosa e inspiradora editora cuya contribución a este libro ha resultado inmensa.
Mi agradecida admiración a todo el personal de S&S, especialmente a Jonathan Karp. Y a Big Bee, por avanzar aun más de lo requerido por la llamada del deber.
Jackie Seow es el director de arte de mis libros y Roberto de Vicq de Cumptich el diseñador. Creo que hacen un trabajo excelente. Si elegiste un libro mío porque te gusto su aspecto, les debo una.
Mis más efusivas gracias a Jessica Abell, Simon Appleby, Tina Arnold, Leena Balme, Aileen Boyle, Michael Croy, Maite Cuadros, Stephen Edwards, Clay Ezell, Charlotte Gill, Katie Haines, Laurence Laluyaux, Molly Lindley, Job Lisman, Nicola Makoway, Maya Mavjee, Zoë Nelson, Gunn Reinertsen Næss, Jorge Oakim, Marina Penalva, Liz Perl, Carolyn Reidy, Richard Rhorer, David Rosenthal, Marysue Rucci, Wendy Sheanin, Louise Sherwin-Stark, Eleanor Simpson, Mathilde Sommeregger, Henrikki Timgren, Francine Toon, Synnøve Helene Tresselt, Alexis Welby, y Kelly Welsh.
Gracias a mis amigos del ciclismo por hacerme sentir su velocidad: Matt Rowley, Matt Hinds, Jake Morris, Neil McFarland, Ian Laurie, Jonny Moore, y Alex Cleave.
Un agradecimiento muy especial a Ryan por la increíble ayuda que le ha proporcionado a mi familia.
Y gracias, como siempre, a mi familia y amigos.
Chris Cleave
nació en Londres en 1973. Se licenció en psicología y en 2006 publicó su primera novela
Incendiary,
que recibió una gran acogida por parte de la crítica. Con su segunda obra,
Con el corazón en la mano,
llegó el éxito internacional. Permaneció durante semanas en las listas de los libros más vendidos en Gran Bretaña y en Estados Unidos, y se publicó en numerosos países. En su tercera novela,
A por el oro,
refleja sus dos grandes pasiones, el ciclismo y el mundo de los niños.
Visita al autor en
www.chriscleave.com
o síguele en Twitter
@chriscleave
.
[3]
Se trata de bicicletas de tamaño pequeño que se utilizan para competir en carreras en circuitos de tierra o para realizar saltos y acrobacias.
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[4]
Su nombre es Rio y ella baila en la arena. Verso del tema Rio del grupo de rock británico Duran Duran.
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