Las paredes de su cuarto se encontraban forradas de pósters de
Star Wars
. La pantalla de la lámpara que colgaba del techo era la Estrella de la Muerte en construcción. En el suelo, junto a la cama, se hallaba su posesión más preciada, una maqueta perfecta de la nave de Han Solo, el
Halcón milenario
. De medio metro de longitud y abierta para dejar ver su interior. Estaban los dos motores de subluz SRB42 de Girodyne, el generador de hiperimpulsor SSP05 de Isu-Sim y el generador de escudo tipo Estasis de Novaldex. Algo que le preocupaba era que la nave no tenía cuarto de baño. Había cañones de láser cuádruple AG-2G de la Corporación de Ingeniería Corelliana, tanto dorsales como ventrales, así como una compleja red de compartimentos inferiores para el contrabando, pero no había ningún sitio donde hacer un pis. Aun cuando el tiempo y el espacio no signifiquen nada para ti, un viaje a través del universo era demasiado tiempo para aguantarse el pis.
Fuera, en la calle, el griterío de los niños iba en aumento. En el cuarto de baño de al lado, en otra galaxia, papá cantaba
Over the rainbow
.
Decidió volver a ver toda la grabación de nuevo, para comprobar qué podía aprender. Vio enteras
Una nueva esperanza
y
El Imperio contraataca
a cámara super rápida, reduciendo la velocidad cada vez que llegaba a una escena donde salía el
Halcón milenario
. No vio ningún cuarto de baño.
Ya estaba un poco mareada, y la cámara super rápida empeoró todavía más las cosas. Se le revolvió el estómago y sus glándulas salivales segregaron una babilla de sabor dulce y metálico. No le prestó atención y pasó al
Retorno del Jedi. El Halcón
no salía mucho en esa película, y no tardó en llegar a la escena en la Estrella de la Muerte en la que Skywalker se enfrenta al fin a Vader.
Redujo la velocidad y se contempló mientras la barrían los poderes que emanaban de los dedos del Emperador.
—Siente el poder del lado oscuro —le decía este.
En realidad, lo que sentía era el mareo.
—Luke —anunció Vader—, yo soy tu padre.
En el cuarto de baño, papá cantaba: «
Lemon drops, in some kind of lullaby with chimney pots…»
[1]
.
Sophie advirtió que le costaba concentrarse. Estaba resultando difícil ignorar su vida en la Tierra. Al otro lado de la ventana, los niños gritaban y reían. Con los auriculares puestos, se incorporó en la cama para observar qué estaba pasando. A través del cristal vio llegar a Zoe, montada en bicicleta. Los chicos de la calle habían formado una línea y la seguían en sus bicis. Zoe se reía, siguiéndoles el rollo, daba bandazos por la calle y los obligaba a hacer complicados giros.
En la puerta de al lado, papá cantaba: «
‘If jolly little rainbows fly above the bluebirds, why, precisely, can’t I do that kind of stuff too?»
[2]
.
—Busca en tus sentimientos —proseguía Vader—. Sabes que es cierto.
Contempló cómo Zoe se detenía ante su casa. Ahora, Sophie estaba de pie, y las náuseas habían ido a más. Sintió que el vómito intentaba ascender, y respiró hondo para obligarlo a bajar de nuevo.
—¡Noooooo! —gritó Luke en sus auriculares.
Abajo, sonó el timbre y escuchó cómo se abría la puerta de casa.
El vómito quiso salir de nuevo. Había perdido la concentración. Se quitó los auriculares y volvía a ser Sophie, de repente agotada, en su cuarto del piso superior del domicilio familiar de la Tierra. Corrió a la puerta y se detuvo, sudando y saltando de un pie a otro. Papá estaba en el lavabo, no podía devolver allí. Y mamá y Zoe se encontraban abajo, así que no podía bajar corriendo y usar el lavabo de debajo de las escaleras. Se llevó las manos a la boca mientras las náuseas llegaban en oleadas cada vez más intensas. Miró a su alrededor, asustada, buscando algo en su habitación en donde vomitar. La papelera era de mimbre. El bote de los bolis no tenía suficiente capacidad. Se subió a la cama e intentó desenroscar la pantalla de la lámpara con forma de Estrella de la Muerte, pero era demasiado bajita para llegar hasta ella. El vómito estaba a punto de salir y ya no podía hacer nada para pararlo.
Se bajó de la cama, se arrodilló en el suelo y devolvió en el
Halcón milenario
. El vómito caliente inundó los compartimentos inferiores destinados al contrabando. Estropeó el convertidor de poder TLB de Koensayr y llegó hasta la cintura de las figuritas de Skywalker, Kenobi, Solo y Chewbacca. No dijeron nada; se limitaron a mirarla disgustados. Cuando concluyó, estaba tan cansada que apenas pudo limpiarse el largo hilo de baba que colgaba de su boca.
Sentía que le iba a estallar la cabeza. No sabía qué hacer. Abajo, Zoe y mamá charlaban. Oyó que sus voces se acercaban.
Mamá dijo:
—Voy a subir a ver si está bien y puedo acompañarte.
El corazón de Sophie se desbocó. Agarró la parte superior del
Halcón milenario
, la encajó en la base y deslizó la maqueta debajo de la cama. El vómito se agitó en su interior, pero no se salió. Regresó a la cama de un salto, se tapó y volvió a ponerse los auriculares.
—No voy a luchar contigo, Padre —decía Luke.
Mamá apareció en el marco de la puerta y le sonrió.
—¿Qué tal estás, cariño?
Sophie dejó de mirar la pantalla.
—Bien —respondió, encogiéndose de hombros.
—¿Quieres un abrazo?
Negó con la cabeza. No podía dejar que mamá entrase en la habitación y oliese el vómito. El dolor se reflejó en el rostro de su madre. No pasaba nada. El dolor era mejor que la preocupación.
Señaló la pantalla.
—Es una parte importante.
Mamá asintió.
—De acuerdo. Solo quería ver si estás bien. Zoe me ha pedido que la acompañe a casa de Tom.
La pequeña se encogió de hombros y miró la pantalla.
—Mira —añadió mamá—, puedo decirle que no voy, si me necesitas.
Negó de nuevo con la cabeza.
—Estoy bien. Quiero ver esto.
Mamá suspiró.
—Bueno, si estás segura… Papá está en el baño, por si lo necesitas.
Sophie sintió que volvía a tener ganas de vomitar. Por debajo del edredón, apretó los puños para calmarse.
—Vete, ¿vale? —dijo—. Voy a perderme la mejor parte.
Mamá la contempló un instante y luego dio media vuelta y cerró la puerta. Sophie saltó de la cama, abrió la tapa del
Halcón milenario
y devolvió otra vez. El vómito llegó hasta la mitad del pecho de Skywalker. Sophie se arrodilló en el suelo, jadeando.
Al recordar la mirada de su madre experimentó deseos de llorar, así que se puso de nuevo los auriculares.
—Si no te conviertes al lado oscuro, serás destruido —decía el Emperador Galáctico.
Apagó el DVD.
La puerta de casa se cerró, y en la calle oyó los clics de mamá y Zoe cuando se calaron los pedales.
—¿Está bien? —preguntó Zoe.
—Últimamente está en su mundo. Es como si no quisiera comunicarse conmigo para nada.
Sus voces se fueron desvaneciendo mientras pedaleaban calle abajo.
Sophie se arrodilló con los brazos cruzados sobre el estómago. Contempló a Chewbacca, con vómito hasta los sobacos, que la miraba acusador.
De no encontrarse tan mal, se habría reído. Casi podía escuchar el grito lastimero del wookiee.
Tom volvió a intentarlo, pero seguía sin poder salir de la bañera. Necesitaba entrar en calor para reunir las fuerzas necesarias, y necesitaba también fuerzas para salir y calentarse. Aquello era como una versión cutre de Trampa 22, en la que te quedabas atrapado en una bañera, en vez de en un escuadrón de bombarderos. Era demasiado realista, joder, sí que lo era, y además Zoe se presentaría dentro de cinco minutos. Podían decir lo que quisieran sobre ella, pero jamás llegaba tarde a una cita. Puesto que se trataba de una persona que se ganaba la vida llegando unas milésimas de segundo por delante de la gente más rápida del planeta, para Zoe la puntualidad no era algo tan complicado como para el resto de los mortales.
Se impulsó de nuevo y logró apoyarse en el borde de la bañera, usando toda la fuerza de su mitad corporal superior. Un músculo frío se le desgarró en el hombro, y su cuerpo se hundió otra vez en la bañera.
—¡Cabrón traicionero! —le gritó a su deltoides izquierdo.
Tiritando, se masajeó el hombro y reflexionó sobre la situación. Analizándolo, lo mejor que podía pasarle era morir de hipotermia, de forma rápida e indolora, antes de que llegara Zoe.
Sonó el timbre de la puerta. Tom suspiró, asió el móvil y llamó a Zoe, que contestó al cabo de un par de tonos.
—Escucha, Zoe, voy a ir al grano: estoy atascado en la bañera, se me han bloqueado las rodillas.
—Mierda, esto… vale. ¿Alguien tiene llaves de tu casa?
—Dios, Zoe. ¿A quién iba yo a darle una llave?
—No lo sé…
—No, no lo sabes, y eso se debe a que no sientes la más mínima curiosidad por la vida de los demás. Kate, por el contrario…
—Está aquí conmigo.
—¿Qué?
—He pensado que si la traía, la bronca no sería tan gorda. ¿Quieres que echemos la puerta abajo?
—Pues, no sé. ¿Podréis?
—Espera un segundo.
Oyó un golpe contra la madera, y luego el sonido de la puerta que rebotaba contra el tope.
—Sí, podemos… —afirmó Zoe—. Gracias a todas las horas que nos obligas a machacarnos en el gimnasio.
—¡Esperad ahí! —gritó Tom—. ¿Vale? ¡No entréis todavía!
Lo único que tenía a mano era el gel de baño, así que vació un tercio del frasco y removió el agua hasta crear una capa de espuma para que no pudieran ver su cuerpo huesudo, la piel que colgaba flácida de los músculos arrugados, y su pene encogido por el frío.
Hizo un esfuerzo por relajarse. Era una situación desagradable, solo eso. Les diría que le pasaran una toalla, o cualquier cosa. Siempre se podía encontrar un modo de conservar la dignidad mientras las chicas lo ayudaban a salir de la bañera. Aquello no era más que uno de esos momentos desafortunados en la vida, como cuando te invitaban a una cena. No tenías que pasártelo bien para sobrevivir.
Pasarían por ello, él y las chicas, y más adelante se reirían al recordarlo mientras tomaban un café. No les estaba pidiendo que le limpiaran el culo ni nada parecido. De hecho, esa era la frase que pensaba usar para rebajar la tensión de la situación.
—¡Ya podéis pasar!
Escuchó sus pasos aún lejanos por el recibidor y miró hacia la puerta del baño, preparando la sonrisa irónica que iba a poner cuando entraran. Entonces, en la otra punta del cuarto, vio su dentadura postiza sumergida en cuatro dedos de Listerine en un vaso junto al lavabo; las seis piezas de arriba, moldeadas en acrílico y teñidas progresivamente con los años para parecerse a sus dientes originales. Sintió una punzada en el estómago. Se llevó la lengua a la parte delantera del paladar y encontró la cavidad, con el par de tacos de acero quirúrgico en los que encajaba la prótesis. ¿Qué esperaba? ¿Que sus dientes pudieran estar en dos lugares a la vez, en el vaso y en su boca al mismo tiempo? En algún lugar recóndito de su memoria, sus incisivos y sus caninos eran como semillitas blancas esparcidas sobre los tableros de la pista de un velódromo. ¡Cristo!, no quería traer ese recuerdo a su cabeza.
El hecho de ver sus dientes postizos en el vaso le proporcionó una fuerza desesperada, y se aupó de nuevo en los laterales de la bañera. Esta vez consiguió alzarse por encima del borde. Cayó al suelo como un trozo de carne mojada y se arrastró hasta el lavabo, compitiendo con los pasos de las chicas que recorrían el pasillo. El hueco de sus dientes era una desnudez mucho peor que la de su cuerpo. Aceleró, arrastrando sus piernas inservibles sobre las rayas del linóleo, mientras sentía cómo cada décima de segundo lo atravesaba.
Oyó que la puerta del baño se abría justo cuando su mano se alargaba y alcanzaba la dentadura. La agarró y se la llevó a la boca, pero le resbaló entre las manos heladas. Los dientes rebotaron en el borde del lavabo y por último se hundieron, con el sobrio chapuzón de una zambullida casi perfecta, en el retrete.
—Oh… maldita vida —gimió.
Kate y Zoe lo encontraron tirado en el suelo, con un rastro de agua que se extendía como la baba de un caracol desde la bañera hasta sus pies, la piel arrugada de pasar tanto tiempo sumergido, el vello erizado por el frío, el cuello torcido para mirarlas, sin nada para cubrir su desnudez y una sonrisa desdentada.
—Tendríais que ver cómo he dejado al otro tipo —bromeó. Era lo mejor que podía hacer, dadas las circunstancias.
Zoe se llevó la mano a la boca, entre la risa y la sorpresa. Kate, parpadeando, lo contemplaba por detrás del hombro de Zoe.
Tom suspiró.
—Demonios, no os quedéis ahí admirando mi cuerpo tal como Dios lo trajo al mundo…
Zoe cogió una bata del gancho que había detrás de la puerta y lo envolvió en ella. Se arrodilló a su lado y tomó su mano. Sus ojos recorrían la estancia, en busca de una explicación.
—Tengo las rodillas totalmente bloqueadas. Me ha costado lo mío salir de ese ataúd de agua.
—¿Llamo a una ambulancia?
Tom, con una mueca burlona, repuso:
—Llama mejor al veterinario. Que me sacrifiquen.
Las chicas estaban conmocionadas, Tom podía notarlo. Él constituía un referente en sus vidas, y bien sabía Dios que necesitaban referentes. Mejor sería que volviera a serlo, pero estaba tiritando con tanta fuerza que sus piernas rebotaban en el linóleo. Se agitaba como un pez fuera del agua.
—Vamos a calmarnos todos —dijo.
Su voz sonaba a John Wayne, pero su cuerpo era el del delfín Flipper.
—¿Te traigo una manta o algo así? —ofreció Kate.
Rechazó la propuesta con un gesto de la mano. Cuando llegas a determinada edad, esas muestras de amabilidad se convierten en moscas invisibles a las que espantar.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Zoe.
—Tú, bonita, podrías vender tu lujoso piso. No es bueno para ti. Vente a vivir conmigo, tengo una habitación vacía. Te prepararé tres comidas al día y me encargaré de que no hagas travesuras.
Zoe enarcó una ceja.
—¿Me has hecho venir aquí para decirme eso?
—Sí —respondió Tom—. Ya puedes irte.