Tenía diecinueve años. Se detuvo de nuevo en plena acera, a mitad de camino de la estación de tren, cambió de dirección y corrió al hospital para ver a Jack.
Llegó sin aliento a un ancho pasillo fuera de la UCI. En ambas paredes había filas de sillas marrones de plástico. Las enfermeras no pudieron facilitarle ninguna información y le pidieron que esperara. Permaneció una hora allí sentada, leyendo folletos sobre la muerte y sus causas, sin recibir noticias. Estaba cansada del intenso día de carreras, así que se tumbó sobre tres sillas y se tapó con el abrigo.
Soñó con Jack, y al despertar sintió humedad entre las piernas; el corazón le latía con fuerza, y en la calle había oscurecido. El pasillo del hospital estaba iluminado por tubos fluorescentes con moscas muertas atrapadas en el interior de las carcasas de acrílico esmerilado. Eso fue lo primero que vio; lo segundo, el rostro de un hombre de mediana edad que la miraba. Se incorporó, parpadeando. La cara del hombre era la de Jack, pero cadavérico. Se llevó la mano a la boca y contuvo un grito.
Al lado del hombre había una mujer, cogida de su brazo.
—La has asustado —susurró ella.
El cerebro de Kate oscilaba entre el sueño y aquella incomprensible realidad.
El hombre parecía curioso, u hostil, o ambas cosas a la vez.
—¿Estás aquí por Jack?
Kate se sentó y abrazó su abrigo.
—Esto… Sí.
—¿Eres ciclista?
—Sí. Me llamo Kate.
El hombre la miró fijamente. Su rostro estaba mezclado con el de Jack. La asustaba. Parpadeó con fuerza a fin de apartar el sueño de ella. Juntó las rodillas, de repente avergonzada y tensa. Las imágenes de su sueño se fueron disipando. Se preguntaba si habría emitido algún sonido mientras dormía.
—¿Eres la chica que chocó con nuestro chaval?
Ay, Dios… Eran los padres de Jack.
Negó con un gesto.
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
Kate se dio cuenta de que se estaba sonrojando.
—Ay, deja a la pobre chica en paz —intervino su acompañante.
—Soy Robert Argall —se presentó el hombre—. Y esta es mi mujer, Sheila.
Ella llevaba unos vaqueros azules y una camiseta también azul. Calzaba unas botas de ante beis con la tela brillante y desgastada en la parte interior del tobillo. Tendría unos cuarenta, era delgada y pálida, tenía el pelo seco y los ojos azules con unas marcas oscuras alrededor. No como si le hubiesen pegado, sino como si hubiera estado tomando veneno, en pequeñas dosis, lentamente, durante años. Al observar su cutis con atención, descubrías que era algo amarillento. Casi podías imaginártela yendo a hurtadillas a la despensa de debajo de las escaleras para abrir la tapa del betún y aspirarlo e incluso chuparlo para luego regresar a toda prisa a la cocina para preparar el té a su marido. Su marido parecía… Kate no era capaz de definirlo. Bueno, sí: el tipo de hombre que podría conseguir que una acabara probando el betún.
Sheila le dirigió una rápida sonrisa, y luego se contempló las manos y jugueteó nerviosa con una chaqueta vaquera que llevaba doblada.
Robert era más bajito que su hijo. Y más delgado, calvo y de aspecto enfermizo. Su rostro se parecía un poco al de Jack, pero se le había escapado la vida de tanto fumar. Su piel aparecía amarillenta y cuarteada. A Kate le costó asimilar lo guapo que era Jack frente a lo envenenados que parecían estar sus padres. Jack era un ave del paraíso salida de un huevo en salmuera.
Robert y Sheila se sentaron al otro lado del pasillo, delante de Kate. Dejaron entre ambos una silla vacía, en la cual él tiró las llaves del coche y un periódico doblado, una publicación de esas que tienen tetas en la primera página con estrellitas superpuestas encima de los pezones para no ofender a nadie. Junto a las llaves dejó un diminuto mechero y un paquete de diez pitillos de Benson & Hedges. Vestía una chaqueta de cuero marrón con hombreras. El aire a su alrededor estaba cargado del acre olor a humo de tabaco y vacas. No miraba a Kate, sino que mantenía los ojos clavados en la pared por encima de la cabeza de la chica.
—Nuestro hijo está aquí para triunfar en el deporte, no para correr detrás de unas faldas, así que no te hagas muchas ilusiones. —Dejó que sus ojos bajaran de la pared hasta acabar fijándose en Kate—. ¿De acuerdo?
Incluso el blanco de sus ojos era amarillo, y el iris, de un azul lechoso.
Sheila se sonrojó y arrugó la chaqueta entre las manos. Sin mirarla, dijo:
—Lo sentimos, Kate. Lo sentimos sinceramente. Pero no sabes cómo son las cosas donde vivimos nosotros. Esta es la única posibilidad que tiene Jack de escapar de todo aquello.
Meneó la cabeza varias veces, muy rápido, para dejarlo claro.
Robert cogió su mechero e hizo girar unas cuantas veces la rueda de encendido, también muy deprisa, pero sin apretar la pestaña del gas.
—Cuando nos llamaron del hospital, subimos al coche y nos vinimos hasta aquí. No sabíamos si estaba vivo o muerto.
—Vivo o muerto —recalcó Sheila.
—Hemos venido por la M6. ¡Y la gasolina está a una libra el litro! Pero es nuestro hijo…
—Nuestro hijo —repitió Sheila.
Kate se escuchó decir a sí misma:
—Lo siento.
No sabía por qué lo había dicho. Estaba confusa, y la repentina realidad de despertar de su sueño con Jack y encontrarse en presencia de sus padres era demasiado. Se despidió en un santiamén, cogió su bolsa y se marchó por el pasillo.
Entonces lo comprendió todo. Había malinterpretado la situación de un modo deplorable. Se preguntó cómo podía haber sido tan ilusa para confundir el simple flirteo de Jack con algo más serio. Por supuesto que decía cosas bonitas a las chicas. Y ella no era inmune a esos piropos. Durante los años en los que las demás chicas se estuvieron inoculando contra los chicos mediante una exposición progresiva a su compañía, ella se dedicó a correr en bicicleta cada vez más y más rápido en espacios circulares, y ahora ahí estaba, saboteada, superada por esas fuerzas de su interior.
Se encogió de pura vergüenza mientras avanzaba con sus zapatillas mojadas y su pesada bolsa entre la oscuridad y la lluvia hacia la estación de Manchester Piccadilly, donde pudo tomar el último tren para Grange-over-Sands. Luego, en taxi hasta casa, y tras el insomnio hasta altas horas de la madrugada mirando por la ventana las olas negras que lamían la playa, cogió su bicicleta, regresó a la estación y adquirió otro billete para Manchester. Estaba demasiado cansada incluso para sorprenderse de lo que había hecho. Se montó en el primer tren en dirección sur y se sentó dócil en una esquina del vagón que se iba llenando. Ni siquiera estaba siendo valiente. Con los brazos cruzados sobre su regazo y el rostro ladeado para contemplar la lluvia mientras el chorro de aire de la velocidad del convoy lanzaba el agua en arroyos horizontales por la ventanilla, aguardaba resignada la humillación que tenía la seguridad de que le aguardaba.
Mientras iba de camino desde la estación de Manchester Piccadilly hacia el hospital, se sentía como una rea condenada. Subió despacio las escaleras hasta la UCI con las piernas cansadas. Cuando llegó al pasillo, supo por las enfermeras que habían trasladado a Jack a una planta. Con un pitido en la cabeza a causa del apetito y la falta de sueño, navegó siguiendo la brillante señalización en colores primarios de los pasillos hasta que encontró el lugar en que lo habían ingresado. Se quedó con la palma de la mano apoyada en el tirador de acero de la pesada puerta batiente. No sabía cómo iba a reaccionar Jack cuando la viese. Con incredulidad quizá, puede que luego con vergüenza y por último, con lástima. El pulso le martilleaba la cabeza, y sentía que se le nublaba la visión, como si fuera a desvanecerse.
Abrió la puerta. En mitad de una sala medio vacía, Jack dormía en una cama. Estaba tumbado sobre las sábanas verdes, con un collarín y una pierna destrozada levantada con poleas. Junto a la cama, en una de las sillas marrones de plástico, con la cabeza rapada y su plumífero negro, con pinta de no haber dormido tampoco nada desde el accidente, estaba Zoe. Tenía la mano del accidentado sujeta con ternura entre las suyas.
Cuando Kate entró en la sala, Zoe levantó la cabeza. Sus ojos se cruzaron. La mirada que Zoe le lanzó en aquel momento —el miedo, el desafío y la tristeza que contenía— fue algo que Kate jamás olvidaría, ni siquiera ahora, transcurridos tantos años, cuando ya solo pensaba en Zoe como en una amiga.
Kate arrancó dos láminas de papel higiénico, las dobló por la línea de puntitos y las dispuso con cuidado sobre la superficie del agua del inodoro para que ocultaran el último mechón de pelo de Sophie. La cisterna volvía a estar llena —el tiempo había pasado— y tiró de nuevo de la cadena; esta vez sí desapareció el cabello, junto con el papel. Cuando estuvo segura de que se habían ido, bajó la tapa y se sentó encima, a la luz de la bombilla desnuda. Al sentarse, rozó el cordón de la luz. Contempló cómo su vieja medalla de oro de los Juegos de la Commonwealth volteaba sin parar al final de la cinta gris y raída.
Jack oyó la cadena del retrete por tercera vez.
—¿Todo bien ahí dentro? —gritó.
—Todo bien, sí. Solo estoy limpiando un poco este maldito váter.
Jack sonrió. Así era Kate —así eran los dos—; toleraba el caos y la mugre de la paternidad, pero en ocasiones perdía la paciencia y aplicaba un castigo a un inodoro, un fregadero o una cocina, como si, al administrar una limpieza punitiva, las otras partes inanimadas de su vida fueran a asustarse y ponerse firmes. Igual tendrían que contratar a una limpiadora. Eso les vendría bien a ambos. Y a la salud de Sophie no le sentaría nada mal que la persona encargada de limpiar las superficies de su hogar fuese alguien que pusiera todo su empeño en ello, en lugar de en mantenerse a la cabeza del porcentaje de la población dotada de notoria capacidad ventricular cuando alcanzaba el umbral anaeróbico.
Jack silbó la tonada de una canción alegre.
Ahí estaba Sophie, que arrastraba los pies por la cocina y luego se sentaba de golpe en el suelo de baldosas azules y blancas. Se hundía como un tejado desgastado por la lluvia.
—¿Te has lavado las manos, grandullona?
La pequeña se encogió de hombros mientras miraba al suelo. Aquella actitud no era propia de ella.
Jack se agachó y se sentó a su lado.
—¿Estás bien?
—Estoy genial.
—¿Seguro?
Sophie posó las palmas de las manos en las baldosas, jugó con los dedos, los entrecruzó.
—¿Te encuentras peor? —insistió él.
Sophie dudó, pero acabó por hacer un gesto negativo.
—Buena chica. Te estás poniendo mejor. Si te sientes cansada, se debe al efecto de la quimio, que está empezando a funcionar. Esta vez nos tocan cuatro sesiones, ¿verdad? Lo que notas es la sensación de tu cuerpo al curarse.
Su hija puso los ojos en blanco.
Jack sonrió. Cuando lo miraba como si el enfermo fuera él, por un instante parecía una niña normal y sana.
—¿Sophie?
—¿Qué?
—Aunque pienses que soy un tonto, sigo siendo tu padre, ¿vale? —La agarró por los hombros y añadió—: Vamos a ganar a esta enfermedad. Vamos a plantarle cara.
—Voy a ser fuerte.
—Y también tienes que ser desafiante.
—¿Cuál es la diferencia?
—Desafiante, Sophie Argall, es si alguna vez te encuentras ante un pelotón de fusilamiento y te niegas a que te venden los ojos.
—¿Por qué?
—Para poder seguir buscando hasta el último segundo el modo de escapar. El jefe del pelotón te pregunta si tienes un último deseo y le contestas: «Sí, dame un pitillo», y te lo fumas lo más despacio que puedes, buscando una forma de huir hasta que la encuentras. Eso es ser desafiante.
—Eso es fumar.
—Sí, pero tú ya me entiendes.
—Fumar provoca cáncer. Lo dice el doctor Hewitt.
Jack sonrió.
—Mira, cariño, puedes decirle al doctor Hewitt de mi parte que si alguna vez te pillo fumando y no estás literalmente frente a un pelotón de ejecución, me encargaré de fusilarte yo mismo.
Su hija lo contempló con paciencia. Jack sintió como si parte del cansancio de la pequeña se colara en su propio cuerpo.
—Oh, cariño, te digo estas cosas porque te quiero, no porque quiera ver que te matan de un tiro. Es solo parte de mi trabajo como padre, ¿vale? Por eso también me pongo serio con la hora de irse a la cama y con la de cepillarse los dientes. Hay que ser valiente en todo momento. ¿Está claro?
No hubo respuesta. Vio a Sophie ladear la cabeza con una expresión inescrutable.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Papá, ¿a veces no te pasa que no estás seguro de las cosas?
—¿Quién, yo? No, yo siempre estoy seguro de todo.
—Siempre pareces seguro.
—Claro; porque lo estoy.
—¿Papá?
—¿Sí?
Ella cerró los ojos.
—Nada.
La pequeña tragó saliva. Su rostro había perdido el color.
—¿Estás mareada?
—No.
Jack le tocó la frente.
—Estás un poco caliente…
—Estoy bien.
Tomó su mano y siguió allí con su hija, sentado junto a ella en el suelo de la cocina. Sophie apoyó la cabeza en su hombro y cerró los párpados.
Jack no estaba triste; eso era lo que a veces le sorprendía. Le encantaba estar con Sophie, pese a todo lo que estaba ocurriendo. La primera vez que diagnosticaron a la niña, no se imaginaba que sería posible volver a ser feliz. La respuesta correcta a la circunstancia de tener un hijo con una enfermedad crítica parecía ser una especie de calma estoica, una solemnidad infinita y pesada, capaz de hacer caer las aves al suelo y absorber el brillo de la luz solar. Jack se sintió así durante el primer año, más o menos, pero al final acabas por superarlo.
Solo podías estar triste si te permitías unir los puntos; si dejabas que el barullo puntual, de momentos, adquiriera en su totalidad cierta tendencia descendente y fueses lo bastante memo como para extrapolarla. Pero si permanecías sentado en el suelo de la cocina, así, disfrutando de la sensación de tus pies descalzos sobre esos baldosines cuadrados bañados por el brillante sol del mes de abril, y aspirabas el aroma ceniciento y medicado de tu hija, entonces todo iba bien.
Ser un deportista ayudaba. La única forma de soportar el entrenamiento y, desde luego, el único modo de aguantar el dolor de las carreras, era tomarse los fragmentos de segundo de la vida por separado y mantener esa actitud tras cruzar la meta, después de cambiarte, en tu vida corriente, con tu equipo todavía sudado en la mochila. Un momento de dolor nunca era insoportable a no ser que le permitieras establecer cierta conexión con los momentos que tenía a ambos lados. Se podía entrenar a los átomos del tiempo para que operasen con eficacia en cubículos estrictamente separados en el espacio abierto del día.