—¿Qué quieres que les dé?
—Cualquier foto positiva servirá. Tienes que sonreír. Y mostrar algo de carne.
—Oh, por favor…
—Yo no escribo las reglas, ¿vale? Solo me gano un quince por ciento rogándote que las respetes.
Zoe se ajustó el camisón. En la televisión, los subtítulos transmitían un típico programa matutino. «Jules Hudson y su equipo están en Worcestershire para conocer a Meg Cox y su hija adolescente, Melissa. Puede que Melissa sea ciega, pero eso no le impedirá alcanzar sus sueños. Dotada de un gran talento para la música, espera que el equipo pueda mostrar suficientes artículos de valor en su bonita casa para comprarse una guitarra de doce cuerdas».
Zoe sintió un escalofrío.
—De acuerdo. Haré lo que tenga que hacer.
Percibió el alivio de su agente desde el otro lado de la línea.
—Lo siento. Las dos sabemos que eres mucho mejor que todo esto, pero así es el ciclo de las noticias, ¿sabes? Quiero decir…
—Déjalo ya, anda. ¿Qué debo hacer para eso de la foto?
—Tenemos que crear un evento positivo. Algo que despierte simpatía.
—¿Como qué?
—¿Puedes visitar alguna obra benéfica o algo así?
—¿Qué tipo de obra benéfica?
—No sé… ¿Algo con niños, tal vez?
—Ya sabes lo que siento por los niños.
—Vale. ¿Deportes, entonces?
Zoe cerró los ojos.
—Ya hago bastante deporte.
A la agente, aquello le sentó como una patada.
—Bueno, ¿puedes improvisar algo con una amiga? ¿Tienes algo parecido a una amiga del alma con la que podamos trabajar, hacer un artículo, algo que te haga parecer más humana?
—Bueno, está Kate.
—No hablo de sacarte una foto montada en bici. Necesitamos que hagas algo interesante.
—¿Montar en bici no es interesante?
—Querida, a los humanos les interesan las cosas humanas.
—De acuerdo. En ese caso, Kate y yo haremos algo humano.
—Más te vale. De lo contrario, los periódicos te comerán mañana. Y recuerda sonreír en las fotos, ¿vale? Tienes una sonrisa encantadora, en serio.
Zoe guardó silencio, y pensó en Kate. Cada cierto tiempo había un momento —como en los instantes posteriores al accidente del día anterior— en que se daba cuenta de lo íntimas que se habían vuelto. Para ella fue muy importante tener a una persona en su vida que, entre la fría lluvia y las deslumbrantes luces azules, la recogiera de la superficie del asfalto y no lo hiciese porque fuera su trabajo, sino porque quería hacerlo. Luego, en la parte posterior de la ambulancia, habían estado charlando del modo en que suponía que hablaban las hermanas. Aquello la asustó. Su reticencia a abrirse, su brusquedad, eran un intento de mantener cierta distancia. Necesitaba a Kate pero no se fiaba de sí misma. Se sentía más preparada para llevar aquella relación antes, cuando Kate solo era su rival, alguien a quien destrozar y desmoralizar en la pista.
—¿Pasa algo? —preguntó su agente.
—Nada —negó—. Solo estaba recordando el tiempo en que esto no se basaba en ciclos de noticias.
—¿Qué te figuras, que estamos hablando de algo que tenga que ver con el ciclismo? No te pongas sentim…
Zoe cortó la llamada y cerró los párpados.
El día que conoció a Kate, aquella primera mañana del Programa de Formación de Ciclistas de Élite, solo pudo vencerla por intimidación. Kate y ella eran las dos chicas más rápidas del programa con mucha diferencia, y Tom les hizo disputar una carrera de tres vueltas mano a mano.
Se estuvieron tanteando antes de empezar. El corazón de Zoe latía con fuerza. Le costaba pensar de la adrenalina. Se montó en la bici, al lado de Kate, en la línea de salida. Tom sujetaba la bici de Kate y Jack, la de Zoe. Su piel brillaba. Llevaba ya tres carreras seguidas.
—¿Estás bien para correr? ¿No quieres descansar antes un poco? —preguntó Kate.
Zoe negó con la cabeza.
—Estoy bien. He calentado. Eres tú la que debería andarse con ojo. ¿Cuánto tiempo llevas sin competir?
—Seis meses.
—No te rompas nada…
Lo dijo con intención de desconcentrarla, pero al parecer, Kate se lo tomó al pie de la letra.
—Gracias —repuso.
Zoe empezó a barajar la hipótesis de que quizá Kate no fuera tan brillante.
Tom inició la cuenta atrás:
—Cinco… cuatro… tres… dos…
Zoe echó una ojeada a los pedales de su oponente y abrió los ojos como platos.
—¿Qué pasa? —preguntó Kate.
Zoe no respondió.
—Uno…
En ese momento, Kate bajó la mirada para observar sus pedales, confusa.
Tom sopló el silbato para dar la salida.
Para cuando Kate miró al frente, Zoe ya le llevaba diez metros de ventaja. Era una distancia imposible de recuperar en tres vueltas, pero Kate estuvo a punto de conseguirlo. En la meta, Zoe la superó solo por una rueda.
—¡Joder! —exclamó Kate.
Dieron un par de vueltas de recuperación, sin aliento. Se bajaron de las máquinas y se dejaron caer al suelo. Kate dobló las piernas y Zoe se arrodilló a su lado.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Kate la miró. Sus ojos estaban inyectados en sangre.
—La próxima vez te ganaré —afirmó.
Zoe meneó la cabeza con cierta admiración mientras comentaba:
—Eres un puto robot.
Kate sonrió. Jack se acercó, y cuando Zoe vio su mano posada sobre el hombro de Kate y el modo en que la muchacha lo miraba, un cuchillo le atravesó el pecho y se marchó molesta.
Llegado el último día del programa, Zoe se sentaba al margen de los demás cuando no estaba corriendo. Almorzaba en la oscuridad, en lo alto de las gradas, sobre la curva del extremo sur del velódromo. Vio cómo más abajo Kate y Jack se intercambiaban los números de teléfono, bañados por los focos de la pista. Llevaban tres días mirándose embobados.
Tenía una bandeja de macedonia de frutas y pinchaba las uvas verdes con un tenedor de plástico con tanta furia como si cada una de ellas le hubiera escupido. Tom subió a las gradas hasta donde estaba. Se apoyaba en el pasamanos y cada paso le arrancaba un gesto de dolor.
—No piensas que sea su tipo, ¿me equivoco? —dijo al llegar a su lado.
—Yo no pienso, corro.
Tom se sentó y se rio.
—¿Aún sigues enfadada conmigo por el truco del recepcionista?
Alzó la mirada hacia él, aplastó una rodaja de manzana y no dijo nada.
—¿Estás bien? —preguntó Tom.
Zoe se volvió para seguir observando a Kate y Jack.
—Mientras siga ganando, sí.
—¿Y si no ganas?
—No contemplo esa posibilidad —contestó con un encogimiento de hombros, al tiempo que entornaba los ojos para poder ver mejor a aquellos dos.
—Me caes bien, Zoe. Me alegro de que participes en este programa. Puedo ayudarte a superar tus historias, si tú quieres, claro.
—Yo no tengo «historias».
—Bueno, es que no pareces muy feliz.
—¿Como tú?
—No estamos hablando de mí.
—¿Por qué no?
—Porque soy el maldito entrenador, por eso.
Zoe tamborileó con los dedos en el asiento que tenía delante. Al cabo de un rato, Tom añadió:
—No tienes que hablar si no quieres.
—Lo sé.
Él esperó, pero Zoe no añadió una palabra más.
—Conforme —se resignó por último Tom—. Solo para tu información: si necesitas apoyo, puedes contar conmigo.
Se levantó para marcharse. Cuando se estaba girando, Zoe preguntó:
—¿Qué pasó?
—¿Con qué?
—Con tus rodillas. Contigo.
Tom sonrió.
—Preferiría no hablar de eso.
Zoe sonrió a su vez e, imitándolo, dijo:
—Solo para tu información: si necesitas apoyo, puedes contar conmigo.
—Coño, Zoe, solo intento hacer mi trabajo.
Ella desvió la mirada y sonrió de nuevo.
—Ah, ya lo entiendo —murmuró Tom—. Tienes que ganarlo todo, todo. Hasta las conversaciones.
—Sí, vale —dijo Zoe, masajeándose la nuca—. Lo siento.
Tom volvió a sentarse y posó la mano en su hombro.
—Mira, soy un entrenador bastante bueno. He ayudado a muchos ciclistas…
Zoe se encogió de hombros, pero sin sacudirse de encima la mano del entrenador. Tom le dio un suave pellizco en el hombro y apartó la mano.
Zoe contempló de nuevo la pista. Kate y Jack se reían, con los focos iluminándolos de lleno. Jack echó la cabeza hacia atrás con una carcajada, y Kate alargó el brazo para darle un puñetazo amistoso en el hombro. Su cabello reflejaba la luz, que brillaba en los ojos del muchacho, y ambos deslumbraban con tanta maldita luz como si estuviesen huecos por dentro y tuvieran metido en su interior un reflector de mil millones de bujías de intensidad, lanzando sus destellos a través de las nubes de purpurina dorada y plateada que llenaban las cavidades de su cuerpo en los sitios donde la gente normal tenía hígados, pulmones e intestinos.
Zoe puso cara de asco.
—¿Cómo pueden gustarse tanto, así, de repente? —gruñó, chasqueando los dedos.
—Ah, debe de ser la química. En mi labor de entrenador veo cosas así con mucha frecuencia. No hay nada en este mundo más dispuesto a enamorarse que la juventud lanzada a toda velocidad.
Zoe abrió la boca para decir algo, pero lo pensó mejor.
—Adelante, dilo —la animó Tom.
—Vale. ¿Tú te has enamorado alguna vez?
El entrenador se rio.
—Entre veinte o treinta veces al día. A mi edad, eso ya no cuenta. Si le aplicas electrodos, la rana todavía da patadas, pero está tan muerta como una discoteca una mañana de martes.
—No —dijo Zoe, irritada—. Me refiero a amar en serio.
Tom suspiró.
—¿Amar? Sí, claro. Maldita sea, hace ya mucho tiempo.
—¿Qué se siente?
—Le estás preguntando a la persona equivocada. Como suelo decir, aquello sucedió en otra vida.
Zoe seguía con los ojos fijos en Kate y Jack.
—Por lo general, me siento como plana por dentro. Como muerta. Y a veces me enfado muchísimo.
—¿Eso te asusta?
Meditó unos segundos antes de contestar:
—Sí.
Tom asintió con consentimiento, como un médico que confirmara su diagnóstico.
—¿Qué pasa? —quiso saber Zoe.
—Nada, pero, a ver, eso seguro que cuenta como una historia.
—Solo estoy siendo sincera y expreso lo que siento.
—No tienes más que diecinueve años, Zoe. Las cosas se van volviendo menos complicadas con el tiempo.
Con las manos, la chica hizo el gesto de una boca soltando paparruchas.
Tom sonrió antes de decir:
—En serio, Zoe. Dada mi condición de entrenador, es mi solemne obligación informarte de que todavía te queda mucho por ver.
—Y mientras tanto, ¿qué? ¿Tú ya lo has visto todo?
—Las cosas cambian, eso es lo único que digo. Ya encontrarás a alguien que te guste.
Zoe le dirigió una mirada acre.
—No me da miedo acabar sola. ¿A ti sí?
—Oh, Dios, ¿estás loca, chiquilla? Me acojona acabar solo.
Permanecieron un par de minutos allí sentados, en silencio, contemplando a Kate y Jack. Finalmente, Zoe ofreció a Tom su bandeja de macedonia y el entrenador cogió una uva.
—Gracias.
—No te acostumbres —replicó ella.
Tom se rio, pero Zoe, no.
—Quiero competir contra Jack, Tom…
—¿Bromeas?
—No. Me toca las narices ese tío. Déjame que intente ganarlo.
Tom la observó con escepticismo y ella le sostuvo la mirada, obligándose a mantener el rostro inexpresivo. Mientras no apartaban sus ojos uno de otra, cierta tristeza se instaló entre ambos. A Zoe le dolía e ignoraba qué era aquella sensación. Quizá su propia fragilidad. Quizá la duda repentina que experimentó de ser más fuerte que el transcurso de los días; de que podía ser el objeto fijo en torno del cual girase el tiempo, como el humo en un túnel de aire.
—Soy un entrenador de ciclismo, no un alcahuete. A ver, si te gusta Jack, tal vez sea mejor que vayas ahí abajo y hables con él.
Inesperadamente, Zoe se sonrojó.
—No, a mí no me gusta.
—Entonces, déjalo estar.
Zoe realizó un gesto desdeñoso.
—¡A la mierda con eso de dejar estar las cosas!
Tom la observó con atención.
—¿Qué pasa? —interrogó Zoe.
El entrenador hizo el gesto de sopesar dos masas invisibles en las palmas de sus manos.
—Veo que acabarás en un podio o en un ataúd. Estoy intentando adivinar en cuál de los dos.
Hubo una risa burlona de Zoe.
—Como si te importara…
—Me pagan para eso, ¿de acuerdo? Es mi trabajo. Estoy convencido de que con un buen entrenador, podrías ser una campeona increíble.
—No necesito un entrenador, ni bueno ni malo. Solo necesito correr.
—Entonces, hagamos un trato, ¿te parece? Si te dejo correr contra Jack, me dejas que te entrene durante un mes. Si acabado el mes sigues pensando que no me necesitas, entonces te vuelvo a soltar con las fieras. Igual te pongo algún cacharro localizador, para que a la Policía le resulte más sencillo encontrar tu cadáver.
Zoe sonrió y dijo:
—Vale.
Tom le dio unas palmaditas en el hombro.
—Buena chica. Ahora vamos a ver, ¿cómo quieres competir contra Jack? No tienes posibilidades en una carrera de velocidad, ¿o me equivoco?
Zoe miró a Jack, que seguía riéndose con Kate al borde de la pista. Era muy alto para ser ciclista, metro ochenta de puro músculo, sin un gramo de grasa, solo largos huesos con cuádriceps, glúteos y abdominales desplegados sobre su armazón como un diagrama de anatomía. Lo evaluó de arriba abajo; sí, era todo potencia.
—¿Distancia entonces? —propuso.
—No podría estar más de acuerdo. Hazlo trabajar durante unas cuantas vueltas y puede que se agote. ¿Alguna vez has corrido en persecución?
Zoe asintió. La persecución individual era la modalidad más sencilla. Ambos corredores tomaban la salida en dos puntos opuestos de la pista y corrían en el sentido contrario al de las agujas del reloj, persiguiéndose. Se iba a tope desde la salida, y quien diese alcance al otro, ganaba. Si no llegaban a entrar en contacto, el vencedor era quien completaba antes la distancia.
—De acuerdo pues —dijo Tom—. ¿A catorce vueltas?
—Bien.
Bajaron las escaleras hasta la pista, y Tom reunió a los dos ciclistas y expuso en voz alta las reglas del emparejamiento. Zoe no apartaba la mirada de Jack, que se la devolvía divertido. Sus ojos producían efecto en ella. Intentó abrocharse con torpeza el casco y le costó encajar el cierre de la hebilla. Se ocultó tras los cristales tintados de su visor murmurando: «Vamos, vamos». Intentó controlar su respiración.