Cuando llegaron al lugar donde se celebraba la carrera, papá sacó su bici del maletero. Le dio la mano y las llevó a ella y a la bici hasta la salida. Había cuarenta o cincuenta niños, y Kate se asustó. Muchas de las chicas eran mayores que ella. Algunas tenían bicicletas rápidas, con manillar de carreras y ruedas finas. La suya solo tenía pegatinas de Scooby Doo. Se escondió detrás de las piernas de papá hasta que llegó el momento de tomar la salida.
Era una carrera sobre hierba, con el recorrido señalado mediante estacas de madera unidas por una delgada cuerda naranja. Kate era mucho más rápida que la mayoría de las niñas. Les sacó tanta ventaja que se figuró que había hecho algo irregular. Creía que alguien le gritaría. Solo había una niña tan veloz como ella. Pedalearon codo con codo largo rato. La miró y le sonrió, pero la otra no le hizo ni caso. Kate podía ir aún más deprisa, pero no le parecía bien dejar sola a la otra chica, así que se quedó con ella. Cuando se acercaban a la línea de salida, al final de la primera vuelta, papá sonreía. Le mostró los dos pulgares levantados en un gesto de ánimo. El padre de la otra niña también estaba allí. «¡Vamos, vamos! ¡Puedes ganarle!», gritaba. Su rival intentó acelerar. Su cara se estaba poniendo roja. Kate bajó un poco el ritmo, a fin de que la otra pudiera respirar un poco. Llegaron de nuevo a la línea de salida. Papá la animaba, mientras el padre de la otra chillaba: «¡Vamos! ¡Puedes ir más rápido!». Parecía enfadado. Kate sintió miedo por ella. En la última vuelta fue incluso un poco más despacio, pero su competidora empezaba a agotarse. De pronto se le enganchó el manillar en una estaca y se cayó en la hierba.
Kate se detuvo y bajó de la bici. Con los dedos fríos, aspirando el olor embarrado de la hierba mojada, levantó la de la otra chica. «¡Rápido!», le dijo. Estaba preocupada por el padre de su rival. La niña la miró. Era muy pequeña. Tenía fango en la cara y en el chándal. Empezó a llorar. Kate le susurró: «No llores». Le sujetó la bicicleta y la otra se montó y salió corriendo. Las demás pasaron mientras Kate regresaba a recoger su bici. Cruzó la línea de llegada la última, con lágrimas en los ojos.
—Ha sido muy injusto —sentenció papá.
Entre gemidos, Kate asintió: «Sí, sí, sí», aunque se refería a que era injusto que la otra niña tuviera miedo de su padre. No podía explicar por qué la entristecía que su vida fuese tan sencilla, por qué le asustaba lo feliz que era.
Papá condujo de regreso a casa. Las marchas rascaban al meterlas. Papá iba más deprisa de lo habitual y asía con fuerza el volante.
—Tienes buen corazón, Kate. La gente intentará aprovecharse de ti.
En la radio, estaban hablando sobre los objetos que habían recuperado del
Challenger
. Miles de cosas diminutas habían caído al mar, cada una a su propia velocidad. Infinidad de fragmentos de la fallida misión flotaban sobre las olas. Los aparatos más pesados se hundieron. Algunos de ellos no se recuperarían jamás.
—Esa niña no tenía que haberse subido a la bici —comentó papá.
—Estaba asustada —explicó Kate—. Yo prefería que ganara ella.
Papá guardó silencio un buen rato, y luego dijo:
—Kate, estoy más orgulloso de ti que si hubieras ganado.
Pasó una rotonda a gran velocidad, y las ruedas rechinaron. Kate cerró los ojos y aspiró el aroma a
Joop
!
—Siento mucho que hayas tenido que oír todo lo que se ha dicho durante el desayuno —añadió papá.
Hablaba pausado, aunque conducía a toda pastilla. El tornillo del volante temblaba en su agujero.
—Es solo que mamá está cansada…
Lejos de responder, papá aceleró.
—Todos estamos cansados, Kate.
La pequeña se agarró al cinturón con ambas manos. Papá pasó de largo frente al pub.
—¿No íbamos a comer en el pub?
—Vamos a ver si mamá quiere acompañarnos —le contestó con voz tensa.
Llegaron a casa y papá detuvo el coche con un frenazo. Kate tuvo que apoyar las manos en la guantera. Frente a su casa había aparcado un automóvil negro, reluciente y nuevo.
—¿Quién es? —preguntó Kate.
—Es el jefe de tu madre —dijo papá en voz muy baja—. Quédate aquí mientras yo entro.
La dejó esperando en el Rover. Fue una buena idea. Nada malo podía ocurrir mientras estuviera allí. Papá dejó la radio puesta. Hubo muchos gritos procedentes de la casa. Subió el volumen de la radio. Habían encontrado cientos de papeles: hojas de manuales de vuelo, que habían caído al agua. Algunas no eran sino cenizas. Las partes más pesadas se habían ido al fondo: las tapas de los manuales, las anillas del encuadernado. Las instrucciones flotaban sueltas por el mar. Instrucciones para volar en el espacio. Instrucciones para alcanzar la velocidad de escape. Papá salió a la calle con el jefe de mamá. Estaban dándose empellones. Kate se asustó, se hundió en el asiento y miró por encima del salpicadero. Mamá los contemplaba desde la puerta de casa, en camisón. Vio que Kate la observaba, y apartó la mirada.
Tras los gritos, mamá se marchó con su jefe y papá llevó a Kate al pub. Se comió un plato de
ploughman’s lunch
y él, una empanada y patatas fritas. Papá bebió una pinta de cerveza y ella, una cola
light
con cubitos de hielo y una rodaja de limón. No hablaron. Los cubitos de su bebida tenían forma de dedales. Si les dabas la vuelta contra el borde del vaso con tu pajita, se llenaban de burbujas. Papá suspiró mientras la veía hacer aquello. Kate apoyó la cabeza en su pecho y susurró: «
Joop
!»
—¿Qué?
—Nada —respondió con una sonrisa.
Los cubitos flotaban y chocaban unos con otros. Hay vocablos que nunca se hunden y algunas de las cosas más pesadas, nunca se recuperan.
Papá sonrió.
—Antes de marcharse, mamá me ha pedido que te dijera que te quiere.
La niña sabía que era mentira.
—¿Papá?
—¿Sí?
—Estoy más orgullosa de ti que si hubieras ganado.
Veintiséis años más tarde, mientras le pasaba a Jack los platos para secar, le dirigió la misma sonrisa tranquila que aquel día le ofreciera a su padre.
—¿Qué? —dijo Jack.
—Igual nos estamos comportando como unos paranoicos. Igual Zoe no quiere ganarme más de lo que yo a ella. No si eso supone que la otra no podrá acudir a los Juegos… Estoy segura de que ha cambiado.
Jack le acarició el brazo.
—Muy bien, pero una de vosotras tiene que ganar…
Kate ladeó la cabeza.
—¿Alguna vez te has arrepentido de elegirme a mí en vez de a ella?
Él no dudó ni un instante:
—Ya sabes que no.
Kate pasó un pie sobre los tablones de pino teñido del suelo de la cocina.
—Porque esa es la única pista en la que a toda costa quiero ganarle.
Jack la observó por un momento, y luego se rio.
—¿De qué te ríes?
—Deberíamos vender entradas, entonces. Si aquí es donde va a estar la acción, tendríamos que meter unas sillas en casa y cobrar cincuenta pavos por cabeza. Nos haríamos ricos.
Tom fue a un local en el que tuvieran todos los periódicos y se sentó en una mesa en un rincón. Era el único cliente, pues todavía era una hora muy temprana de la mañana. Aquel sitio, con narguiles en las estanterías y paredes de color morado oscuro, estaba pensado más para las tardes. Desde detrás de la barra de aluminio, el camarero lo observaba con la educada curiosidad que se presta a los ancianos que se encuentran fuera de su lugar en el tiempo.
Tom lo ignoró y abrió un periódico. Durante un lapso de un minuto no se atrevió a mirarlo. Esperó y se masajeó las rodillas, absorto en la contemplación del brillante sol matutino a través de las cortinas de plástico rojas, blancas y azules que colgaban en la puerta. Le trajeron su café, denso y cargado, con posos en el fondo de la taza de Pyrex transparente. Miró de reojo el periódico.
Todo lo relacionado con la prensa le hacía sentirse cansado y derrotado. Los columnistas eran como moscas dándose cabezazos contra una ventana, necesitados de que los dejaran salir a la vida. Los editorialistas elegían sus líneas como esquiadores mediocres: optaban siempre por la seguridad de las pistas verdes y azules, pero concluían con las florituras retóricas y los gestos triunfales de un campeón de descenso que frena con un derrape tras la victoria. Se preguntó por qué la gente nunca se cansaba de tanta gilipollez. Odiaba haber permitido que las vidas de sus deportistas estuvieran tan deformadas por ello.
Cada centímetro de cada columna era una incursión en un territorio que él debería haber protegido. Si hubiera sido fuerte, le habría dicho a Zoe: «Puedes abortar o no; ¿a quién coño le importa lo que digan los periódicos de ti?». Si hubiese tenido la integridad de la que carecían los diarios, habría obligado a sus ciclistas a elegir, desde el primer día, si preferían ser rostros mediáticos con contratos de patrocinio o deportistas concentrados solo en sus resultados. Ahora, mirar la prensa era como mirarse a sí mismo. Había permitido que sus chicas corrieran sobre páginas de periódicos en vez de sobre los tablones de la pista. Ese había sido su error.
Se obligó a leer.
Al final, el tema del tatuaje pudo haber sido peor, pero continuaba sin ser gran cosa. En la última página, la publicación se centraba en Kate, si bien ponía a Zoe como contrapunto. Aquella aparecía en primer plano, tímida y emocionada con su tatuaje. Unían la foto con la noticia del cambio en la normativa de clasificación para los Juegos y lo planteaban como una apuesta, como si Zoe y Kate hubieran sabido antes de hacerse los tatuajes que solo una de las dos podría ir a los Juegos Olímpicos. «Una valiente Kate se deja la piel en el deporte», decía el titular. El pie de foto rezaba: «Así nos gusta: Kate Argall se tatúa junto a su rival Zoe Castle, favorita en las apuestas y sacudida por los escándalos, tras el impactante cambio en la normativa que solo permitirá a UNA de ellas competir por el oro en Londres». También se incluía una instantánea de Sophie, calva bajo su gorra de
Star Wars
, que sonreía a la cámara. El pie de foto era este: «Sophie dice: “Un oro de mamá significaría tanto para mí…”».
Tom meditó unos momentos. Sus deportistas estaban abandonando el nido, eso era innegable. Siempre imaginó que podrían aguantar juntos, los tres, hasta unas últimas Olimpíadas, para luego decidir qué hacer. Ahora, en cambio, tenía que poner en marcha su cabeza de entrenador y encarar de frente las expectativas. Cuanto más durase aquella situación, más se desequilibraría Zoe y más se desmotivaría Kate. No era nada conveniente mantener la tensión entre las dos y, como su entrenador, era su obligación decidir cómo acabar con aquello cuanto antes.
Si hubiera conseguido arreglar las cosas entre ellas tras lo de Stuttgart, entonces quizá mucho de lo que sucedió después podría haber sido más suave. En vez de eso, la reconciliación tardó meses en llegar. Jack se volvió taciturno y trasladó su mal humor a la pista. Aunque Kate se reconcilió con él, no estaba preparada para perdonar a Zoe, y en cualquier caso, esta última no se consideraba la única culpable. Estaba resentida y atrapada con su embarazo, y Kate sufría más a medida que la barriga de Zoe crecía. Tom no hizo nada —ni como entrenador ni como amigo— para que hablaran. Al final, el dolor que producía el silencio acabó por ponerlas cara a cara por sí solo. Siendo así, él no podía volver a fallarles de nuevo.
Se terminó el café y pidió otro. En el local tenían puesta la radio y se escuchaba la emisora Gold FM. Como decía el locutor, eran la cadena líder en los grandes éxitos de los sesenta, los setenta y los ochenta. Sonó Phil Collins, con el tema
In the air tonight
.
El camarero llegó con el café y Tom le sonrió.
—Trae muchos recuerdos, ¿verdad? —dijo.
El camarero parecía confuso.
—¿El qué?
—Phil Collins.
—¿Quién es Phil Collins?
Tom señaló hacia los altavoces y aclaró:
—Ese.
—Ah, ya —asintió el otro—. Bonita música. Muy buena, sí.
El muchacho asintió con un entusiasmo fingido y retiró la taza vacía de la mesa. Tom removió levemente en la boca su dentadura postiza y una ligera tristeza lo cubrió, como la nieve sobre una barbacoa en invierno. Estaba fuera de onda, y los jóvenes ya comenzaban a seguirle la corriente sin hacerle caso. Cuando lo trataban como a una reliquia pensaba en futuras salas en las que lo obligarían a sentarse en sillones reclinables de escay, material fácil de limpiar, junto a otros de su generación. Se veía repitiendo que una vez compitió en unos Juegos Olímpicos, mientras cuidadores uniformados le daban la razón con cortesía. «Perdí solo por una décima de segundo —les diría—. ¡Una maldita décima de segundo!»
«Muy interesante, Thomas. Ahora, cómase la sopa o no estará en forma para las próximas Olimpíadas, ¿vale?»
Cuando pensaba en las residencias de ancianos, siempre se imaginaba una banda sonora de Vera Lynn y los grandes éxitos del tiempo de la guerra. Ahora se daba cuenta de que para cuando le tocara estar en el geriátrico, la música nostálgica sería MC Hammer, Sade y Phil Collins. Se veía en un grupo de media docena de octogenarios en chándal, haciendo aeróbic sentados al ritmo del
Vogue
de Madonna, y comprendió al momento que tendría que suicidarse justo el mismo mes en que se retirase como entrenador. Igual dedicaba una semana a arreglar sus papeles, y luego encontraría un modo inteligente de quitarse de en medio. Seguramente sería con pastillas, algo poco dramático. Escribiría una breve nota de despedida, y después lo haría de tal manera que a los demás no les resultara muy complicado de limpiar.
Se preguntó a quién enviaría la nota. Un correo a la Policía sería demasiado patético —seguramente era una exageración fingir que no había nadie a quien le interesara enterarse de su muerte—. Por otra parte, una nota de suicidio resultaría una forma asquerosa de recuperar el contacto con su familia. Mejor sería que Matthew no volviera a recibir noticias suyas. Eso, también era innegable. Quería que su hijo triunfara en lo que él había fracasado, por eso le metió tanta presión en los entrenamientos. Hasta que un día el niño no pudo más y le atizó con un candado de bicicleta; así fue cómo Tom perdió los dientes. A la semana siguiente, su mujer lo abandonó, Matthew se fue con ella, y eso fue todo.