A por el oro (31 page)

Read A por el oro Online

Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

BOOK: A por el oro
4.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

Kate miró a Tom y le preguntó:

—¿Te ha contado que el padre es Jack?

Tom asintió.

Kate contempló la mano de Jack entre las suyas.

—¿Qué piensas?

—Yo no pienso —contestó Tom encogiéndose de hombros—. Solo estoy aquí para ayudar.

Todos se volvieron para mirar a Zoe, que dormía de lado, con las rodillas encogidas. Tenía el cabello negro pegado a la cara por el sudor. Había una mancha de sangre en las sábanas en la que todos simularon no fijarse.

Kate acarició el rostro de Zoe, que ni se enteró. Se arrodilló junto a la cama y dijo en voz baja:

—Ya ves lo que ha pasado, Jack.

—Lo siento mucho —musitó este.

Kate no le respondió.

—Parece tan débil… ¡Zoe, Zoe! Ay, Dios, ¿se pondrá bien?

—Se pondrá bien. Los médicos dicen que estará una temporada machacada, pero ya conoces a Zoe. Tirará las paredes abajo si no la mandan a casa en un par de días.

Tom intentaba suavizar la situación, pero Kate no sonrió.

—Tenía que haber hablado con ella. Hace meses que no hablamos. Ni yo misma puedo creer que la haya dejado sola con todo…, con todo esto.

—No te martirices —insistió Tom cogiéndola del brazo—. Ninguno de nosotros ha sabido cómo llevarlo.

—Tengo que compensarla —decidió Kate, sin apartar la vista de Zoe—. Es mi amiga. Y mírala ahora… mira toda esa sangre… y no tiene a nadie.

El entrenador asintió, y dijo:

—Pero fíjate en la pequeña. No me digas que no es preciosa… Esto no es algo de lo que arrepentirse.

Todos contemplaron en silencio al bebé, mientras su pulso pitaba suavemente en los monitores conectados a la incubadora.

Kate se levantó y se dirigió a su marido.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó.

—No lo sé.

—¿Quieres quedarte aquí con Zoe y… con tu hija? ¿Quieres que me vaya?

Jack negó con un gesto.

Kate lo abrazó y apretó su cara contra la suya.

—Debería irme —susurró—. Pensé que podría soportarlo, pero yo no formo parte de esto. Debería irme.

Lo miró con una desesperación total, se levantó y salió corriendo de la habitación. Se detuvo en la puerta y Jack se incorporó un poco, pero la desesperación volvió a aparecer en los ojos de su mujer, y se marchó.

Jack se levantó, miró a Tom y meneó la cabeza con tristeza.

—Jo, tío —rezongó el viejo entrenador.

Se abrazaron por un instante. Jack regresó junto a la incubadora. Posó ambas manos sobre la máquina y contempló el rostro de su hija.

—¿Un café? —le propuso Tom al cabo de un rato.

—Gracias.

Se ausentó durante veinte minutos. Encontró una máquina expendedora, compró una chocolatina y se la comió lentamente para dar tiempo a que Jack ordenara sus ideas. Sacó un par de cafés de otra máquina y con uno en cada mano, traspuso todas las puertas batientes de regreso hacia la UCI. Cuando volvió a la habitación, Zoe seguía dormida y Jack tenía las manos metidas en la incubadora, y acariciaba la mejilla del bebé con mucho cuidado, con la punta de un dedo.

—¿Crees que saldrá adelante?

Tom dejó el vasito de café de Jack sobre la mesilla auxiliar de Zoe.

—No lo sé. Los médicos dicen que ha nacido a las veintiséis semanas. Ni siquiera sé si eso es pronto o no.

Jack asintió lentamente, con la mirada todavía fija en la incubadora.

—Piensas que soy un cabrón, ¿verdad?

—¿Me lo dices a mí, o al bebé?

—A ti.

Tom tomó un sorbo de café y respondió:

—No, no creo que seas un cabrón. La has cagado, sin más. Esa es nuestra función principal como padres.

Jack sonrió apenado.

—Pero yo la cagué antes que la mayoría.

—Bueno, siempre he dicho que eres increíblemente rápido.

Jack miró a la incubadora.

—¿Piensas que estará bien ahí metida?

—Probablemente, ella mirará a través del cristal y se preguntará lo mismo sobre ti. Por lo que parece, está en la gloria.

—¿No tienes hambre?

—No. Me he zampado un Twix ahí fuera, en el pasillo.

No hubo contestación, y Tom se dio cuenta de que la pregunta iba dirigida al bebé.

—¿Te ves con frecuencia con Zoe, Jack?

Este meneó la cabeza.

—Solo nos acostamos una vez. Después de que Kate me dejase. Fue una época difícil.

—¿Piensas que podrías vivir con ella? ¿Educar a la cría?

Jack se giró para contemplar a Zoe dormida.

—La ayudaré con la niña —declaró por fin.

—Bien, nada de familia feliz, entonces.

—No la quiero, y ella a mí tampoco —respondió Jack, mirando a Tom—. Creo que hizo falta que nos acostáramos para poder verlo claramente.

El entrenador desvió la mirada.

—¿Qué pasa?

—Oye, tío, ¿qué coño os pasa a los chavales de hoy en día? Tenéis respuestas psicológicas para todo. Mira a Zoe. ¡Mírala! Es más frágil que el carajo, y lo único que tiene sentido para ella es ir a Atenas. Y ahora ha tenido un bebé, y tú te vas de rositas. En mi época, te habría molido a palos hasta que aceptases cargar con tu responsabilidad.

Jack lo miró fijamente.

—No eres el padre de Zoe —replicó en voz baja.

Tom sostuvo su mirada. La sangre le hervía en las venas. Estaba tan furioso que podría haberle dado un puñetazo. Poco a poco, las palpitaciones de su pecho se calmaron y bajó los ojos al suelo, al tiempo que dejaba caer los hombros.

—Es cierto —admitió.

Jack retrocedió un paso y se pasó la mano por el pelo.

—Me importa Zoe, pero ¿qué se supone que he de hacer? Emocionalmente hablando, me llega por aquí. —Con la palma de la mano, indicó una superficie plana un par de palmos por encima de su cabeza—. Creo que sabré ocuparme de un bebé, pero no seré capaz de cuidar de Zoe, y no quiero hacerlo. No la amo. Yo quiero a Kate.

Tom contempló a Zoe. Dormida, la dureza se desvanecía de su rostro. Tenía las manos unidas bajo la mejilla y las aletas de su nariz se abrían levemente con cada respiración. Parecía muy joven.

—Creo que yo podría cuidarla, pero no creo que ella sepa cuidar del bebé —dijo el entrenador.

Bajo las luces desnudas de la habitación de la UCI, él y Jack permanecieron en silencio durante un buen rato.

En el café turco, Tom apuró su café. Una buena cantidad de los espesos posos se coló en su boca, la retuvo entre las muelas y paladeó su amargo sabor. Phil Collins seguía cantando que podía sentir su llegada en el aire esa noche.

Tom estaba convencido de que si Phil se molestara en expresar el problema con algo más de sinceridad, él podría entrenarlo para que fuera capaz de dividir la cuestión en sus partes constituyentes y resolverla. Así funcionaban los entrenadores. Si te enfrentabas al reto con honestidad, siempre había un modo de simplificarlo.

Zoe no quería al bebé; Jack no quería a Zoe. En cuanto planteó la cuestión de este modo, la solución parecía evidente. Dejó que Jack, Kate y Zoe se marcharan durante una semana para que todos ellos tuvieran tiempo para pensárselo, y él se quedó en el hospital con el bebé. Al cabo de una semana, Zoe ya estaba entrenando a ritmo suave, mientras él ayudaba a las enfermeras a cambiar los diminutos pañales y los cilindros de los tubos de alimentación. Dormía en la cama que habían colocado allí para Zoe y comía platos de las máquinas expendedoras. Las enfermeras le llamaban «Abuelo», y prefirió no corregirlas. Hablaba a diario con Zoe y le pedía que fuese allí, y algunos días se presentó. Se sentaban juntos y miraban las manitas del bebé, que espantaba moscas invisibles dentro de la incubadora.

—¿No quieres tocarla? —le preguntó.

—No puedo sentir nada por ella —respondió Zoe, entrelazando las manos.

—¿No puedes, o no quieres?

Zoe no había apartado los ojos de la chiquitina.

—Lo mejor para ella será no estar conmigo.

—Pero, ¿estás segura de que quieres entregársela a Jack? ¿Cómo sabes que no sentirás otra cosa en cuanto hayan pasado unos meses?

Zoe se llevó las rodillas hasta la barbilla y contempló al bebé.

—No se trata de lo que siento, ¿vale? Se trata de lo que soy. No seré una buena madre, Tom.

Al cabo de unos días, durante una de las visitas de Zoe, el entrenador le dijo:

—Al menos, ponle un nombre.

Zoe no lo dudó:

—Sophie.

—Vaya, así que lo habías estado pensando…

—Pienso en ella todo el tiempo. No he pensado en otra cosa.

—¿Por qué no has dicho nada?

Zoe cerró los párpados y confesó:

—No sabía si podía ponerle un nombre. No sabía si tenía derecho a hacerlo.

Tom la abrazó.

—Dale todo lo que puedas. Es lo único que podemos hacer.

Las enfermeras escribieron «Sophie» en la pulsera del bebé y en el historial médico que colgaba de la pared. Un optimismo silencioso se apoderó de la UCI ahora que la pequeña estaba unida al mundo por algo más que sus tubos respiradores y de alimentación. El equipo médico parecía más ágil en sus movimientos, y había un brillo renovado en su tono de voz. A Tom le gustaba el nombre. Había algo suave y esperanzador en él que encajaba con una niña cuya presencia en la vida todavía era provisional.

En la siguiente visita que Jack hizo al hospital, Kate lo acompañó. Relevaron a Tom, y se organizaron por turnos: uno se quedaba junto a Sophie mientras el otro entrenaba. Tom fue testigo de cómo Jack se convertía en un padre babeante y cómo, a su vez, Kate también se prendaba del bebé. Los estuvo analizando durante un mes, en el cual prestó a sus actitudes y su lenguaje no verbal la misma atención que dedicaba a sus corredores en la pista. Luego, cuando estuvo seguro de que aquello iba a funcionar, los ayudó a arreglar los papeles legales. Jack se quedó con la custodia, Zoe con los derechos de visita, y la prensa, con una historia completamente distinta. Los periódicos habrían machacado a Zoe por abandonar a su hija, así que Tom obligó a su agente a contarles que el bebé había fallecido en el parto. Fue la única noticia de ciclismo que la prensa no especializada dio en toda la pretemporada. Durante un tiempo la llamaron «Zoe la valiente» o «Zoe la trágica», y publicaban fotos de ella cuando salía de los entrenamientos con gafas oscuras.

Tres meses más tarde, Sophie ya estaba lo bastante fuerte como para abandonar el hospital con Jack y Kate. Esperaron un mes más, y luego anunciaron a través de la oficina de prensa de la Federación Británica de Ciclismo que Kate había tenido una hija y que esa temporada permanecería apartada de la competición, si bien esperaba estar en forma para participar en Atenas. Kate no concedió ninguna entrevista, y Tom susurró al oído de un par de periodistas que lo hacía por respeto a la pérdida sufrida por Zoe. Jack apareció durante tres minutos en un programa de los desayunos de la BBC, así como en un artículo simpático y autocomplaciente acerca de su nueva paternidad en The Times, basado en unas vagas notas tomadas de lo que había relatado por teléfono a los redactores del periódico. El texto iba firmado por el propio Jack y acompañado de una foto suya con su atuendo de ciclismo y Sophie en brazos. Como todo sucedió en invierno y Kate no había sido vista en público desde los Mundiales, nadie hizo preguntas. Solo era una prometedora deportista más que había antepuesto su familia a su carrera; Jack no era sino un guaperas más que resultaba entrañable cuando explicaba anécdotas sobre caquitas que lo pringaban todo en pleno intento de cambio de pañal.

Tom dirigió todo el engaño. Fragmentó cada problema en partes, lo simplificó y lo resolvió. En los años que siguieron, cada vez que Zoe se hundía y quedaba reducida a pedacitos, él hacía todo lo posible por recomponerla.

La voz de Phil Collins se fue apagando. Tom apartó la taza de café y contempló la foto de Zoe y Kate en el periódico. En adelante, la prensa subiría la temperatura cada día. Era consciente de que no serían capaces de soportar así tres meses, antes de que las pruebas de clasificación para las Olimpíadas decidieran cuál de las dos participaría en Londres. Antes o después, algo pasaría. Zoe haría alguna estupidez, o Kate se hundiría ante la presión, o algún periodista con pocos escrúpulos destaparía la verdad sobre Sophie. Al desmenuzar ese problema, salían dos partes: una, que la prensa estaba centrada en la rivalidad entre Zoe y Kate; y dos, que tenían tres meses por delante para agarrar la sartén por el mango.

Dejó un billete de cinco libras bajo la taza de café, se incorporó renqueante y tomó una decisión. No estaba en su mano cambiar a la prensa, pero había una forma de ganar tiempo. Se despidió del camarero con un gesto, salió a la luz y llamó a sus chicas, primero a una y luego, a la otra.

Torre Beetham, 301 de Deansgate, Manchester

Aún era temprano cuando Zoe colgó el teléfono, lo dejó sobre la barra de la cocina y se acercó al ventanal. Era una mañana diáfana, con cúmulos nubosos que avanzaban lentamente en la sinapsis entre el horizonte y el cielo. Contempló el rastro de sus sombras en la calle. Los espacios entre ellas eran sorprendentemente uniformes. Desde allí arriba te fijabas en patrones que parecen aleatorios cuando se vive a ras de suelo. Las nubes se organizaban en el cielo con el mismo instinto de separación de las personas en una multitud. Había un montón de ellas ahí arriba, pero nunca las veías chocar. No existía torpeza en el modo en que sus organizadas sombras marcaban un tiempo moteado sobre los tejados de la ciudad.

Apoyó una mano en la luna de vidrio para mantener el equilibrio y alzó los tobillos uno tras otro para estirar los cuádriceps. Tom había llamado para preguntarle si aceptaba disputar una carrera con Kate al día siguiente, y atenerse luego al resultado. Según su entrenador, lo mejor sería acabar de una vez con el tema en vez de pasarse tres meses despedazándose mutuamente mientras esperaban a las pruebas clasificatorias oficiales. Zoe dio su conformidad sin pensárselo, del modo en que siempre decía sí a Tom.

Mirando hacia el centro de la ciudad, a lo largo de Princess Street y Portland Street, se fue fijando en los anuncios en que aparecía su cara. Si mañana perdía contra Kate, se acabaron las campañas publicitarias. Pegarían carteles nuevos sobre los de su rostro. En esta economía, aquí y allá, en los suburbios, unos pocos anuncios huérfanos resistirían en sus vallas. El verde sería el último color en desvanecerse. Primero desaparecerían los tonos de su carne, luego, los bordes plateados de los cubitos de hielo en el vaso que sostenía en la mano. Por último, solo quedarían sus ojos, junto a una raya de pintalabios verde y el flequillo de pelo también verde, coloreado con el ordenador. Seguiría mirando las calles grises desde el blanco de anuncios desgastados.

Other books

Arguably: Selected Essays by Christopher Hitchens
Cold by Bill Streever
Nightrunners by Joe R. Lansdale
A God Who Hates by Sultan, Wafa
A Soldier's Heart by Alexis Morgan
Cuts Through Bone by Alaric Hunt
One Last Shot (Cupid's Conquests) by La Paglia, Danielle
Quillon's Covert by Joseph Lance Tonlet, Louis Stevens