Más allá de la orilla, donde el fondo marino adquiría de repente un tono añil, el frío la envolvió. Se le encogió el pecho, y soltó un gemido. Allí, la fresca brisa rizaba las crestas de las olas y formaba claras láminas de sal que le azotaban el rostro. Tuvo que apartar la cara del viento y dejarse flotar de espaldas para recobrar el aliento. Era la primera vez que adoptaba esa posición. Subía y bajaba mecida por el oleaje. En los intervalos entre una y otra ola se encontraba absolutamente sola, rodeada de brillantes capas de agua, mientras que al ascender en las crestas veía que la playa aparecía mucho más lejos de lo que había pensado. El hotel, Jack, los entrenamientos y las carreras eran un bloque bajo de cemento que coronaba las distantes dunas de arena. Allí, solo estaba ella.
Su pierna rozó algo grande y pesado. Dio una patada asustada, dispuesta a pelear, pero el objeto asomó a la superficie. Era un fragmento de una barca de madera. Flotó inmóvil a su lado, ennegrecido por el tiempo e hinchado por el agua, cubierto en la parte inferior de lapas blancas y duras. Dio una brazada para alejarse, pero el tablón la siguió lentamente, arrastrado por los remolinos de agua que formaba su cuerpo. Intentó calmarse. Flotó de espaldas, con las extremidades extendidas, bajo la cúpula gris azulada del amanecer. Allí, con su cuerpo frío suspendido en el océano y estremecida aún ante el recuerdo de Jack, sintió el terror de no tener a nadie. Era una sensación tan vasta, fría y salvaje como el mar.
En el estudio de tatuaje, a Kate se le cayó de la mano el teléfono, fue a parar al suelo y se desmontó. La batería salió disparada en una dirección y la carcasa de plástico, partida en dos, en la otra. El ruido interrumpió los pensamientos de Zoe, que alzó la mirada. Kate la observaba fijamente.
—¿Qué pasa?
A su amiga le temblaban las manos cuando contestó:
—Tom viene para acá. Tiene algo que comunicarnos.
Mamá tenía una gasa quirúrgica blanca en el omóplato derecho. Sophie veía la esquinita que asomaba por el cuello de su camiseta amarilla. La observaba desde su sillita trasera, mientras papá conducía de regreso a casa. Intentó adivinar qué significaría.
—Mami, ¿qué tienes en la espalda?
—No es nada, Sophie.
—¿Te has caído?
—No es nada, ¿vale? —repitió papá, con aquel tono que hacía que te enroscases sobre ti misma, como una anémona cuando la tocabas con el dedo en un charco entre las rocas.
Sophie cerró el pico.
Mamá y papá hablaban con esa voz baja que usan los mayores cuando no quieren que los oigas. Creían que tus oídos eran peores que los de ellos, pero en realidad eran mejores. La clasificación de agudeza de oído, empezando por el primero, es la siguiente: Jedis, murciélagos, búhos, zorros, perros, ratones y adultos.
—¿En qué estabas pensando, si puede saberse? —decía papá.
—No seas tan cabronazo. ¿No te parece que esto ya es bastante jodido?
—Solo digo que… a ver…, ¿qué se te pasó por la cabeza?
—No lo sé, ¿vale? ¿Siempre tengo que saberlo?
—¿Qué? ¿Lo dices en serio? Tratándose de una piel que va a estar unida a ti para siempre, lo más inteligente sería estar segura, ¿no te parece?
—Se trata de mi piel… —replicó mamá con tristeza.
Sophie sintió un nudo en el estómago. Era un cáncer. Tenía que ser eso. Mamá padecía un cáncer de piel en la espalda, y por eso llevaba la venda. Sophie lo sabía todo sobre el cáncer, y mamá tenía uno de piel, por eso la habían operado, y por eso había desaparecido después de los entrenamientos, porque los mayores siempre intentaban mantener en secreto el cáncer y otras cosas. Pero la clasificación para guardar secretos, empezando por el primero, es la siguiente: Jedis, zorros y adultos. A mamá la habían operado, y había salido mal, y ahora todo iba mal.
—Pero los olímpicos… —decía papá—. A ver, ¿no deberías haber estado clasificada?
—Pensábamos que lo estábamos, ¿vale? Somos la número uno y la número dos. Las demás ni se nos acercan. Y ahora, esto. Y por si no fuera suficiente, además tengo esta maldita… cosa en el hombro.
Sophie vio por el espejo retrovisor cómo mamá jugaba nerviosa con el cinturón. Papá miró a mamá, y alargó la mano para tocarle la rodilla. Ella lo miró, y la tristeza de su rostro se suavizó un poco. Al verlo, la pequeña también se sintió mejor. Era como si la rodilla de mamá fuera el botón de «ponerse bien» y papá acabara de pulsarlo.
—Lo sé, lo sé. Lo siento —se disculpó papá.
—¿Mami? —susurró Sophie.
Su voz sonó tan bajito que mamá no la oyó. Lo intentó de nuevo, llenando los pulmones con un resuello silbante y forzando al sonido a salir a través del nudo de su garganta.
—¿Mami?
Mamá se giró para mirarla y pasó el brazo por el espacio entre los dos asientos delanteros para tocarla.
—No pasa nada, mami. En realidad no es tan malo como piensas.
—Estoy segura de que tienes razón, cariño.
—A veces te sentirás muy enferma, pero con la quimio te pondrás mejor. Te curarás, ya lo verás.
Sophie la miró fijamente, asintiendo con la cabeza para que ella viera que estaba segura de lo que decía. La cara de mamá reflejaba confusión.
—¿Perdona?
—Lo de tu espalda —aclaró Sophie—. El cáncer…
Mamá la miró largo rato, con una extraña expresión en los ojos que la niña no pudo comprender. Tragó saliva. No debiera haber pronunciado la palabra cáncer. Ella ya estaba acostumbrada a esa palabra, pero a los novatos les costaba un tiempo. En el hospital, muchos no podían ni mencionarla, sobre todo los adultos. Las mujeres decían «Tengo un tumor», que sonaba a algo lo bastante pequeño como para atraparlo pero no tanto como para que se colara entre tus dedos. Los hombres, por su parte, decían «Estoy luchando contra la gran “C”», lo cual era mejor para ellos porque podían imaginarse una forma de «C» gigantesca, sacada de los pósters del alfabeto, que los atacaba, como un cangrejo, y les resultaba más sencillo imaginar que peleaban con algo así, muy grande, en lugar de hacerlo contra una «c» tan pequeña y suave como una célula.
—No pasa nada por decirlo, mami. El doctor Hewitt dice que te haces más fuerte si usas su nombre real.
En los ojos de mamá aparecieron unas lágrimas.
—Ay, cariño, cuánto lo siento. Mira, no se trata de un cáncer. No es más que un estúpido tatuaje.
Papá detuvo el coche en el arcén y los dos bajaron y se sentaron en el asiento trasero. Le desabrocharon el cinturón de seguridad y la abrazaron con fuerza, y los tres se quedaron allí mientras oscurecía y el tráfico vespertino circulaba con la lluvia reluciendo ante sus faros.
—Pase lo que pase —dijo papá—, no es nada en comparación con lo orgullosos que estamos de ti.
—¿Por qué? Si no he hecho nada…
Eso, por algún motivo, hizo reír a mamá y papá. ¿Por qué estarían orgullosos de ella, cuando lo único que había hecho era equivocarse? Un tatuaje era algo muy distinto de un cáncer de piel. En serio.
Sophie suspiró, irritada. Además de sobrevivir a la leucemia, también tenía que sobrevivir a aquellos padres…
Zoe entró con desgana en su apartamento, tiró la llave en el plato y posó una bolsa de plástico azul sobre la encimera de lava esmaltada de la cocina. Sacó de la bolsa una botella de vino blanco con tapón de rosca y la observó. No había vuelto a probar el alcohol desde aquel paseo bajo la lluvia con Kate, durante el parón invernal, de ello hacía ya más de una década. No disponía de nada adecuado para servir vino. Ni siquiera sabía cuánto se suponía que debía beber.
Escogió una de las tazas pequeñas y pesadas de cerámica blanca para el café y la llenó. Se llevó botella y taza hasta los ventanales y contempló las luces de la ciudad. Olisqueó el vino, hizo un gesto de desagrado y se lo bebió de un trago. Dedicó diez minutos a evaluar el efecto. En un cuerpo entrenado para conocer su frecuencia cardíaca hasta el menor latido y procesar con absoluta claridad los mensajes aferentes que recorrían cada tenso haz nervioso, no se produjo ese agradable calorcillo del alcohol, solo una sensación apremiante de conmoción y de pánico ante el poder de la química. Se sirvió una segunda taza y la apuró.
Después de vaciar media botella, tuvo el coraje suficiente para pensar en lo que significaba el cambio en el reglamento. Si quería la plaza en los Juegos, tendría que disputársela a Kate. Retuvo esta idea y la sopesó con calma. Cierto que anhelaba esa plaza con desesperación. Sin ella, perdería a sus patrocinadores, perdería el apartamento y perdería un motivo para que su corazón y sus pulmones siguieran funcionando. Pero para asegurarse de conseguir el billete para Londres, tendría que forzar su cuerpo más que nunca. Durante el entrenamiento de hoy, apenas había habido diferencias entre ella y Kate.
Se tomó otro trago de vino y se sirvió de la fría taza para refrescar el tatuaje olímpico de su antebrazo. Mirando esos anillos, podía oír el rugido del público en Atenas y Beijing. Estudió sus sentimientos y se preguntó si sería capaz de destruir a Kate solo con tal de volver a escuchar aquel sonido. Cerró los párpados, apoyó la frente en la fría superficie del cristal y dudó.
Los meses que siguieron a Gran Canaria —la primavera y principios del verano de 2003—, Zoe prácticamente no compitió. Ahorraba energías para los Campeonatos del Mundo en Pista de Stuttgart, a finales de julio. En los entrenamientos, sus registros eran de récord mundial. Dejó tranquilos a Jack y Kate para que reconstruyeran su relación, y convirtió todo el dolor y la confusión en energía sobre la bicicleta.
Voló pronto a Stuttgart. La Federación Británica de Ciclismo la instaló en el hotel donde se alojaría todo el equipo nacional cuando llegase. Quedaba cerca del velódromo y, durante un mes antes del evento, entrenó en la misma pista en la cual competiría. Estaba luchando contra un virus que absorbía toda su energía y la desconcentraba, pero el combate nunca había sido tan enconado, y cada átomo de su cuerpo se concentraba en ello. Casi ni se daba cuenta de que estaba en Alemania. El idioma era distinto, pero la pista era como todas.
Jack y Kate viajaron a Stuttgart juntos, una semana antes del inicio del campeonato. Otra vez estaban unidos y felices, pero todavía no tan consolidados como para sentirse cómodos en presencia de Zoe, que les sonreía con educación cuando coincidían en reuniones del equipo o se cruzaban en el bufet a la hora del desayuno.
Los Mundiales de 2003 fueron lo más grande en lo que habían participado. Había equipos de países tan lejanos como Brasil o China. Eurosport retransmitió en directo todas las carreras. Zoe estaba mareada a causa de los nervios y la emoción. Más de una vez vomitó en la habitación de su hotel. Pero, aun así, conservaba la calma. Su preparación había sido impecable. Todos los periódicos coincidían en el vaticinio: iba a arrasar. La prensa la adoraba. En el
Guardian
, un famoso filósofo escribió un artículo sobre su entrega y su ética profesional. El
News of the World
publicó fotos de sus pechos, que resaltaban bajo la licra, y especulaba respecto a si llevaría o no algo debajo. Había para todos los gustos.
Los Campeonatos del Mundo comenzaron entre los
flashes
de miles de cámaras. En Stuttgart, el último día de julio y los dos primeros días de agosto de 2003, Jack consiguió el mayor número de medallas de oro obtenido nunca por un ciclista británico en unos Mundiales. Kate ganó dos oros y un bronce. Zoe ni siquiera logró clasificarse para la final en tres de sus modalidades. Fue segunda detrás de Kate en el desempate por la medalla de bronce en velocidad. En todas sus pruebas clasificatorias, se encontraba fatal. En una ocasión, llegó a vomitar en la línea de salida y hubo que retrasar la carrera. Un hombre fregó la pista y luego secaron el agua con secadores industriales. Zoe volvió a colocarse en la línea de salida. Sonó el silbato y una ardiente debilidad inundó todo su cuerpo. Las otras participantes la dejaron atrás como si ni siquiera pedalease. Pronto se extendió por Internet un vídeo de ella, al borde de la pista, arrasada en lágrimas debido a la incomprensión y dando puñetazos incesantes a su modernísima máquina de fibra de carbono de nueve mil libras.
Tom llamó a un taxi y se la llevó directamente de la pista a una clínica. Estuvieron allí dos horas, mientras los médicos le hacían pruebas. Zoe esperó. Realizaron más análisis, y volvió a esperar, en un cuartucho blanco con revistas de moda en alemán y un aire acondicionado que renqueaba. Un médico, todo él pura sonrisa, entró y le dio la noticia de que estaba embarazada.
—Parece que estás a finales del tercer mes. ¡Enhorabuena!
Al ver el rostro de Zoe, añadió:
—Perdón, ¿no es lo que se dice? Mi inglés no es muy bueno y…
Zoe le hizo repetir la prueba. No podía ser posible; no después de haber estado entrenando tan duro. No era un médico especializado en medicina deportiva, así que ella misma le explicó los cambios fisiológicos que se producen en los atletas: la forma en que tu cuerpo responde a los bajos niveles de reservas de grasas; cómo asimila el insoportable dolor al que te ves sometida a diario; cómo asume de un modo natural que te estás muriendo, y efectúa los ajustes necesarios en tu sistema reproductor… El médico la escuchó cortésmente mientras le exponía los trastornos que habían sufrido sus niveles de hormonas, la caída de sus estrógenos y el aumento de testosterona. Le confesó que no había tenido el período en los últimos tres años y que no usaba anticonceptivos desde 1999. El facultativo le dijo que quizá debió haberlo hecho. Los médicos son así de directos en Alemania.
Cuando abandonó la consulta y salió al vestíbulo de la clínica, Tom la estaba esperando. Con una débil sonrisa, le contó que solo se trataba de un virus estomacal.
De regreso a su habitación en el hotel del equipo, vomitó de nuevo. Bebió agua helada. Kate, todavía en el velódromo, atendía a la prensa. Zoe la vio en Eurosport. Estaba radiante.
Apagó la tele y se quedó mirando la pared durante una hora. Luego, se conectó a Internet y pidió hora en una clínica abortiva de Manchester. A continuación, empezó a esbozar un programa de entrenamiento supervisado para los Juegos de Atenas.
Kate llamó a su puerta. Había tenido la decencia de guardar las medallas en su mochila, pero no podía ocultar la satisfacción por su victoria. Toda ella rezumaba oro: a través de su piel, desde sus ojos… Brillaba como si tuviera un halo a su alrededor.