A punta de espada (37 page)

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Authors: Ellen Kushner

BOOK: A punta de espada
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No podía recordar cómo había despedido a su antecesor. Sus amoríos eran discretos. Tenía la ciudad llena de amigos; algunos de ellos, tal vez, antiguos pupilos que la habían dejado más elegantemente. Él había estado seguro de que Godwin estaba destinado a ser el siguiente. Le había beneficiado ayudar a Horn en su pequeña locura, para expulsarlo de la ciudad. Si hubiera estado en lo cierto sobre su interés por Godwin, ella bien podría estar enfadada ahora... aunque cualquier otra mujer se sentiría halagada por sus celos. Pero, ¿cómo se había enterado? Estaba jugando con él. ¿Debería haberse presentado ante ella con una acusación? ¿Aguardado a que ella le diera la orden de marcharse? Se le ocurrió ahora que quizá sí se la hubiera dado: no por culpa de Godwin, sino por culpa de este joven pariente suyo, el arrogante joven de altos pómulos. Había buscado a lord David en la Lista de Heráldica y abierto los ojos de par en par. Los lazos de sangre eran demasiado estrechos, sin duda. Pero nada era seguro con la duquesa.

Lord Ferris había intentado transmitir un mensaje a De Vier por medio de intermediarios; pero todos sus agentes eran rechazados, y al final había tenido que desistir so pena de desvelar sus intereses. Por algún motivo que sólo ella conocía, Diane enviaba a su joven pariente a defender la causa de De Vier. Estaba seguro, en el interrogatorio, de que De Vier había comprendido sus intenciones y había estado a punto de responder afirmativamente... pero entonces se había entrometido Tremontaine. Deseaba saber a qué jugaba Diane. La explicación más sencilla era que quería a De Vier para sí. Pero Ferris no estaba dispuesto a olvidar sus planes. Sin el apoyo de Diane, sus opciones a la Creciente se reducirían, pero aun así no era imposible. Si de verdad De Vier lo había entendido, volvería a tener una oportunidad en el Consejo abierto para conseguir la cooperación plena del espadachín. ¿Por qué, al fin y al cabo, tendría que escuchar De Vier al joven emisario de Tremontaine, quien evidentemente estaba utilizando al espadachín para impulsar las ambiciones de su casa? Ferris podía prometerle libertad, patronazgo y trabajo. Que viera Ferris, David Alexander Campion no tenía nada que ofrecerle a De Vier.

***

En la Cámara del Consejo, que antaño había sido la Cámara de los Príncipes, reinaba un caos festivo. Hasta el último noble de la ciudad con derecho a sentarse en el Consejo ocupaba hoy su asiento... o estaba de pie, o se arremolinaba, apoyándose en bancos para hablar con amigos a dos filas de distancia, o llamando a sus criados para que les trajeran otra bolsa de naranjas. Los aromas mezclados de las naranjas y el chocolate se imponían a los más habituales en la sala del enmaderado encerado, el polvo del techo y la vanidad humana. El Consejo empezaba temprano esa mañana, y las personas desacostumbradas a saltarse el desayuno no estaban dispuestas a prescindir de él.

Los lores Halliday, Ferris, Montague, Arlen y los demás miembros de la mesa de Justicia no compartían el regocijo general, ni su sustento. Estaban sentados a una mesa en un estrado que presidía la sala con la pared con paneles tras ellos. Los cancilleres del Consejo Interno lucían sus togas azules, y Arlen y el duque de Karleigh se habían vestido lujosamente para presentarse en público. De lord David Campion todavía no había ni rastro.

Halliday observó a la muchedumbre apiñada.

—¿Crees —murmuró a Ferris—que podríamos aprovechar para aprobar una o dos actas ya que están todos?

—No —respondió tajantemente Ferris—. Pero te invito a intentarlo.

—¿Dónde se ha metido Tremontaine?

—¿Te imaginas —dijo Montague—que se haya vuelto a perder?

—Seguramente. —Halliday miró de reojo a los nobles reunidos—. Será mejor que comencemos de todos modos, antes de que empiecen a tirarse naranjas. —Se inclinó hacia su ayudante—. Chris, diles a los heraldos que pidan silencio, y luego ve y dile al alcaide que esperamos a De Vier.

Richard y el alcaide del fuerte aguardaban pacientemente en una antecámara atestada de guardias.

—Lo digo en serio —conversaba el alcaide con su prisionero—, en vuestra vida habéis visto un juego de cuchillos como el que tenía ese extranjero, cada uno de ellos tan largo como un antebrazo, y equilibrado como el juicio de Dios...

En ese momento las enormes puertas se abrieron como postigos a la sala de reuniones, revelando un mundo de inmensa magnificencia: una cámara cuyo techo se elevaba hasta cuatro veces la altura de una persona, tachonada de altas ventanas que dejaban pasar un sol que doraba la extensión de madera tallada arriba y de baldosas abajo. El alcaide se sacudió el polvo de las rodillas, y Richard se enderezó la chaqueta antes de cruzar esos portales.

Más de cerca, Richard tuvo una vertiginosa impresión de roble antiguo y arabescos recién dorados; y de un mar vertical de rostros, meciéndose y rugiéndose como olas de verdad, pero multicolores, como si la luz del sol creara un arco iris. Distinguió tres filas de asientos, llenas de nobles, y en el cuarto lateral una mesa elevada tras la que se sentaban los hombres del interrogatorio. Faltaba Alec. Pero Alec vendría; tenía que venir. Richard se preguntó si volvería a vestir de verde y oro. Ahora que estaba aliado con la duquesa de Tremontaine, era apropiado que lo pareciera. Richard se imaginó a la astuta duquesa dedicando a Alec el tipo de mirada que le había dedicado a él en el teatro, prolongada, apreciativa y divertida, diciendo tal vez con su aristocrático ronroneo: «Así que al final has entrado en razón y has decidido renunciar a la pobreza. Qué conveniente. Tengo un trabajo para ti...». Aunque exactamente qué clase de trabajo era, Richard no alcanzaba a desentrañarlo. Quizá estuviera confirmando simplemente el regreso de Alec al redil enviándolo al Consejo. Evidentemente, se había producido algún roce con Ferris; quizá hubiera decidido no matar a Basil Halliday después de todo, y enviar a Alec para impedirlo. Richard supuso que, con el respaldo de la duquesa, Alec podría salvarle la vida igual de eficientemente que Ferris, y sin que a él le resultara tan gravoso. No creía que Alec quisiera hacerle daño.

Le dieron a Richard una silla frente al plantel de jueces. Todo su interés recaía sobre él: la expresión de Halliday, gravemente pensativa; fría la de Ferris; el duque de Karleigh lo miraba fijamente sin disimulos. Lord Montague enarcó las cejas en dirección a Richard, sonrió y formó con los labios las palabras: «Bonita camisa». Detrás de Richard, los bancos eran un hervidero de comentarios. No le hacía gracia dar la espalda a tantos desconocidos. Pero observó los rostros de sus jueces como espejos para ver lo que ocurría detrás de él. El de Halliday delataba irritación; hizo un gesto, y los heraldos empezaron a aporrear pidiendo silencio.

El alboroto murió lentamente con un «¡shhh!» siseante y un audible: «¡Que ya empiezan!». Por fin la estancia quedó tan silenciosa como cabía esperar de un espacio tan atestado de almas. Se arrastraban los pies, crujían los bancos, pero las voces humanas se aquietaron hasta formar un suave murmullo. Y en medio de ese silencio resonaron un par de pasos sobre las baldosas.

Desde el otro extremo de la cámara llegaba una figura alta vestida de negro cruzando la vasta extensión de suelo. Conforme se acercaba, a Richard se le formó un nudo en la garganta. El negro que acostumbraba a vestir Alec era esta vez todo de terciopelo. Sus botones rutilaban azabaches. Los bordes niveos de su camisa estaban bordados con encaje de plata. Y, para mayor asombro de Richard, en una de sus orejas destellaba un diamante.

Alec tenía el semblante pálido, como si no hubiera dormido. Cuando pasó junto a la silla de Richard no le miró. Subió al estrado y tomó asiento entre los jueces.

La duquesa había aconsejado a su pariente a qué hora exacta debía aparecer. Era su deseo que nadie lo abordara antes de que diera comienzo el Consejo, ni tener que hablar con ningún otro juez al sentarse a la mesa. Su lugar estaba entre lord Arlen y el duque de Karleigh, al otro lado del Canciller de la Creciente y lord Ferris.

El murmullo en los bancos volvía a crecer de forma atronadora. Los heraldos se apresuraron a pedir silencio, y comenzó el interrogatorio.

Leyendo sus apuntes, lord Halliday repitió las preguntas del otro día, y Richard sus respuestas. En un momento dado alguien exclamó desde los bancos:

—¡Más alto! ¡No todos lo oímos!

—No soy un actor —dijo Richard. Se mostraba malhumorado porque así era como le hacían sentir. Casi esperaba que Alec hiciera alguna broma sobre tirarle flores; pero fue Halliday el que se dirigió a él.

—Echad la silla hacia atrás unos pasos; el sonido se propagará mejor.

Así lo hizo, y sintió que de alguna manera el alto techo capturaba y proyectaba sus palabras por toda la cámara. Esta gente pensaba en todo.

Al cabo, lord Halliday se dirigió al Consejo:

—Nobles señores: habéis escuchado el interrogatorio de los jueces al espadachín Richard, llamado De Vier, con relación a la muerte de Asper Lindley, el difunto lord Horn. Que conspiró en esa muerte y la llevó a cabo está ahora fuera de toda duda. Pero el honor de una casa noble es asunto delicado, algo que no se menciona a la ligera. Os damos las gracias por vuestra presencia en la sala este día y os rogamos silencio mientras el magistrado formula la triple pregunta.

Miró a lord Arlen, que se reclinó en su silla de respaldo alto. Tras la relajación del gesto de Arlen ardía una tremenda concentración; y la sala, presintiéndola, guardó silencio. Arlen levantó la cabeza, y la profunda mirada de sus ojos jóvenes y viejos a un tiempo pareció tocar todas las caras de la cámara, desde los solemnes hombres del frente a los jóvenes que reñían animadamente en un rincón donde pensaban que podían pasar desapercibidos.

La voz de Arlen sonó seca y clara. Llegó a todos los oídos.

—Por la autoridad de este Consejo, y de la mesa de Justicia que lo preside, y por el honor de todos los presentes, conmino a todo aquél que posea un título del país, cuyo padre lo ostentara y que desee que lo ostente su hijo, que se levante ahora y proclame si fue su honor o el de su casa el que quedó restañado con la muerte de Asper Lindley, el difunto lord Horn.

La primera vez que escuchó la pregunta Richard sintió un escalofrió en la espalda. No había otro sonido en la sala, y el mundo al otro lado de la ventana había dejado de existir. Cuando Arlen repitió la pregunta, Richard oyó un arrastrar de pies, como si alguien se prepara para levantarse, aunque nadie lo hizo. Arlen esperó a que se restaurara el silencio antes de repetirla por tercera vez. Richard cerró los ojos, y sus manos se cerraron sobre los brazos de su silla para no responder al desafío. No era su honor el que preocupaba a estas personas. Y en el silencio opresivo nadie se levantó.

—Maese De Vier. —Richard abrió los ojos. Basil Halliday estaba dirigiéndose a él con voz serena de orador para que todos pudieran oírlo—. Permitid que os lo pregunte por última vez. ¿Delegáis sobre algún patrono la muerte de lord Horn?

Richard miró a lord Ferris, que lo miraba a su vez con mudo apremio, con las arrugas de su cara rígidas de velada frustración. Era una orden implícita, y a Richard no le gustó. Volvió la mirada hacia Alec, que miraba por encima de su cabeza con una abstracta expresión de aburrimiento.

—No —respondió Richard.

—Muy bien. —La voz de Halliday rompió el hechizo de Arlen, decisiva y normal—. ¿Tiene alguien algo más que añadir?

Como si ésa fuera su señal, Alec se puso de pie.

—Yo, desde luego.

Un largo suspiro pareció escapar de la boca colectiva. Alec alzó una mano.

—Con vuestro permiso —dijo a los otros; y cuando asintieron, bajó los escalones en dirección a Richard.

Cuando la figura de negro se acercó a él, Richard vio que la mano de Alec se perdía en la pechera de su chaqueta. Vio el destello metálico, y vio su propia muerte al final de la fina hoja empuñada por el hombre de terciopelo negro. Su mano salió disparada para repeler el cuchillo.

—Estamos susceptibles —dijo Alec—, ¿verdad? —Sacó el medallón de oro de Tremontaine y, todavía a algunos pasos de distancia, se lo lanzó a Richard—. Decidme —dijo Alec, arrastrando las palabras—, y ya que estáis, decidlo alto para que todos lo oigan, ¿habéis visto antes este objeto en particular?

Richard le dio la vuelta. Lo había visto en la mano de Ferris, en la Ribera, la noche que habían hablado en el local de Rosalie. Ferris se lo había mostrado para despejar sus dudas sobre si aceptar o no el encargo anónimo. El trabajo que había resultado ser el asesinato de Halliday. El que Alec no había querido que aceptara. Identificar ahora el medallón y su finalidad equivaldría a apuntar a Tremontaine con el dedo, delante del mismo Halliday.

—¿Estás seguro...? —empezó; pero la voz de Alec se impuso a la suya:

—Estimado amigo, he oído muchas cosas escandalosas sobre vos, pero no que estuvierais sordo.

O equivaldría apuntar a Ferris con el dedo. Tremontaine y Ferris habían tenido un desencuentro. Tremontaine negaría cualquier implicación en el trabajo de Halliday. O tal vez... tal vez nunca hubiera habido ninguna para empezar.

—Sí —dijo Richard—. Lo he visto.

—Me asombráis. ¿Dónde?

El tono de voz de Alec, lo exagerado de su antagonismo, le recordó inevitablemente la primera vez que se vieron. Entonces, su temerario ingenio, imprudente y amargo, había atraído a Richard. Ahora conocía mejor a Alec, lo bastante como para reconocer su miedo y desesperación. Alec se había acercado lo suficiente para que Richard oliera la fragancia acerada del lino recién planchado, la loción con que le habían afeitado y, soterrada, la agudeza de su sudor. Su familiaridad le hizo sentirse mareado de repente; y para su consternación azuzó sus sentidos con deseo por el noble de negro. Se atrevió a mirar a Alec a los ojos; pero, como siempre, Alec miraba más allá de él.

—Me enseñaron esto... el medallón de Tremontaine... hace unos meses, en la Ribera. Me lo enseñó alguien... un agente de Tremontaine. —Richard no miró a Ferris.

—¿Un agente de Tremontaine? —repitió Alec—. ¿De veeeras? ¿Seguro que no fue alguien que simplemente pretendía venderos un objeto robado?

Pensó: ¡De veeeras, Alec! Pero probablemente así era como creían los nobles que era la Ribera.

—Venía a encargarme un trabajo —respondió Richard.

—¿Era un agente habitual, alguien que conocíais?

—No. No lo había visto nunca.

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