A punta de espada (32 page)

Read A punta de espada Online

Authors: Ellen Kushner

BOOK: A punta de espada
2.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

Solemnemente, Hugo levantó su copa.

—Por la información.

—¿Crees que lo descubrirán?

—No si se esconde.

—Su amiguito seguramente está vendiéndolo en estos momentos —dijo Hugo—. Bastardo escurridizo. Igual que en la obra.

Ginnie hizo una mueca.

—¿Alec? No es tan escurridizo. Tiene la cabeza llena de pájaros.

—¿Crees que esto es por culpa de la Tragedia?

—¿Qué es esto? —dijo lánguidamente Ginnie—. Espera a ver antes si muere luchando.

Hugo se rió. La risa se le atragantó en la garganta cuando vio a De Vier entrar por la puerta. Dio un codazo a Ginnie pero ésta no le hizo caso, de modo que dejó que su risa siguiera su curso natural.

Richard ignoró al grupito de la esquina. Ginnie Vandall envolvía a Hugo como una alfombra reclamando a su propietario. Se reían de las cartas de una adivina. Ven, el viejo matasanos borracho, se levantó y arrastró los pies hasta De Vier.

—¡Eres joven! —dijo Ven con voz pastosa—. ¡Deberías vivir! No te mezcles con esta gentuza. Sal de aquí mientras puedas.

—Me gusta este sitio —dijo Richard, y se dio la vuelta. Ven se adelantó con un traspié y se agarró al brazo del espadachín. Un segundo después el anciano rodaba por el suelo—. No hagas eso —dijo Richard, alisándose la manga—. La próxima vez verás el acero.

—¡Hey! —protestó una vieja—. Es inofensivo. ¿Qué haces empujando a la gente?

La camarera le advirtió:

—No te metas, Marty. Es un espadachín, ya sabes cómo se ponen. ¿Qué bebéis, maese?

La cerveza no era tan buena con la de Rosalie, pero estaba mejor que la de Martha. Alec habría tenido algo que decir al respecto. Alec empezaría una pelea. Siempre le gustaba buscar pelea los días de lluvia.

Richard fue a mirar un momento la competición de lanzamiento de cuchillos. Se había enganchado al juego cuando llegó a la Ribera, habiendo encontrado por fin a unas personas que eran igual de buenas que él con el cuchillo. Era mejor que cualquiera de los que estaban compitiendo ahora, no obstante. Los cuerpos de los jugadores estaban apiñados, sin permitir que entrara nadie más.

No volvería aquí; no era buena idea establecer ahora una pauta de costumbres reconocible. Pronto pondrían precio a su cabeza... Curiosa expresión, como si fuera un sombrero.

No le interesaban las cartas de Julia. Hugo y Ginnie se reían de nuevo cuando salió por la puerta.

***

Aunque sólo había un breve paseo hasta el hogar de los Halliday, lord Christopher encargó que prepararan su carruaje pensando en su acompañante. Estaba orgulloso de sí; se sentía como si estuviera trayendo un trofeo a casa. Un criado de librea los llevó en presencia del Canciller de la Creciente.

—Díselo —instó lord Christopher a la mujer, nerviosa y emperifollada en exceso. Era menuda, bonita a su estridente manera, con los ojos pinta—dos—. Es el segundo testigo noble que necesitamos para que tu testimonio sea oficial, y no podrías encontrar otro mejor. Tomaremos nota; luego podrás irte.

—Quiero mi d-d-dinero —dijo ella, con su brusco acento de la Ribera empañado por un tartamudeo.

—Por supuesto que lo tendrás —dijo Basil Halliday. Asintió a su secretario para que comenzara la trascripción—. Adelante.

—Bueno, el hombre que buscáis es De Vier. Todos lo saben.

—¿Cómo lo saben?

La mujer se encogió de hombros.

—¿Cómo se saben las cosas? La gente no c-c-comete ese tipo d-d-de errores. S-s-se lo habrá dicho a alguien. Pero está c-c-claro. N-n-no hay nadie tan rápido, ni c-c-capaz de hacer tan buen t-t-trabajo. —Chris hizo una mueca.

—¿Sabes por qué lo hizo?

—Es un c-c-cabrón. Seguramente se lo pidió ese erudito.

—¿Qué erudito?

—Un ch-ch-chico que vivía con él. ¿Quién sabe? Todos los espadachines están locos. Vosotros pagadme, que yo me iré de la ciudad y espero no volver a ver uno.

Se marchó, y los dos nobles firmaron la trascripción. Halliday maldijo con rabia.

—¡El único hombre del que estaba seguro!

—No pinta bien —dijo sensatamente Christopher, preocupado al ver tan molesto a su mentor—. Todos cuentan la misma historia. A menos que se trate de una conspiración...

—¿Entre ladrones?

—No es muy probable —continuó con avidez Chris—. Eso nos deja con un puñado de testimonios consistentes, y las declaraciones de todas las espadas conocidas en la ciudad. Hay que arrestar a De Vier como acusado de la muerte de Horn.

—Sin duda —dijo pesadamente Halliday—. Ahora bien, ¿cómo sugieres que lo saquemos de la Ribera?

Lord Christopher cogió una pluma, abrió la boca, la soltó y la cerró.

—Da igual —dijo un poco más amablemente Halliday—. No hará falüi que invoque a mi guardia personal. En realidad, es muy simple: hacemos pública la orden de detención, anunciamos la recompensa y esperamos n que alguien nos lo entregue.

***

El fuego ardía brillantemente en el pequeño salón de la duquesa de Tremontaine. Las cortinas estaban abiertas, para que su propietaria pudiera disfrutar mejor del contraste con la lluvia del exterior. Estaba sentada en una silla redonda de terciopelo, con los pies recogidos bajo el cuerpo, recreándose en la comodidad y contemplando una deliciosa in congruencia.

El hombre estaba de pie en su umbral, chorreando agua, una figura desgarbada vestida con negros harapos flanqueada por los querubines dorados que guardaban la entrada.

—Estás empapado —observó la duquesa—. No deberías haber pasado tanto tiempo bajo la lluvia.

—Pensaba que no me recibirías.

—He dado orden de que te permitan la entrada. —Levantó su vaso de cordial; el cristal tintineó melodiosamente al separarse de la bandeja de oro—. Supongo que te habrás vuelto a quedar sin dinero.

—Supones bien. —Su tono reflejaba el de ella—. Pero no he venido por eso. —Sacó de los pliegues de su túnica la única nota de lujo que adornaba su persona, refulgiendo en su dedo como un corazón de fuego—. Mira lo que te traigo.

—¡Cielos! —La duquesa enarcó sus finas cejas—. ¿Cómo ha conseguido eso volver hasta ti?

—No importa. —El hombre frunció el ceño—. No deberías haber permitido que saliera de nuestra casa.

—Dijiste que ya no lo querías. Tengo la escena claramente grabada en la memoria: puedo verla cuando cierro los ojos. —Lo hizo—. Puedo verla también cuando los abro: estabas igual de mal vestido, aunque más seco, naturalmente.

—Creo que nunca he estado más mojado que ahora. Deberías encargar a alguien que hiciera algo con toda esa lluvia.

—Siéntate —dijo la duquesa, con un tono amigable que no admitía desobediencia. Dio una palmada a un cojín junto a ella—. Si vas a confiar en mí, tendrás que contármelo todo.

—No voy a confiar en ti.

—Entonces, ¿para qué has venido, querido?

Los nudillos del hombre palidecieron, sus dedos no dejaban en paz el anillo. Ella nunca había conseguido enseñarle a ocultar sus pensamientos, que tenían una marcada predilección por negar la realidad... cuando era consciente de su existencia.

Por fin se sentó, con los brazos firmemente enlazados alrededor de las rodillas, contemplando el fuego rígidamente.

—Está bien. Te diré lo que sé si tú haces lo mismo.

—Lo que sé yo ya lo sé —dijo dulcemente la duquesa—. ¿Por qué no te secas mientras pido que nos traigan unos pastelitos glaseados?

Capítulo 23

A Willie le costaba cada vez más encontrar a De Vier desde hacía unos días. Lo que era bueno, en cierto modo: maese De Vier siempre se había portado bien con él, y era una gran espada; Willie le deseaba suerte en esta aventura. Pero no le gustaba tener que pensar en dejarle mensajes a través de Marie: no había nada ni nadie que Willie Dedosligeros no pudiera encontrar; eso era conocido por todos y seguiría siéndolo. Empero, conforme se alargaban las sombras de la tarde, empezó a parecer que había perdido por completo a su objetivo, lo que repercutía negativamente en su reputación y su bolsa... Además, a De Vier le enojaría perderse un mensaje. Angustiado, Willie encaminó sus pasos hacia el local de Marie; a fin de cuentas, todavía cabía la posibilidad de que De Vier estuviera en casa, aunque últimamente era menos probable. Su ruta lo llevó cerca de la taberna de Rosalie. Decidió parar a tomar un trago consolador.

No daba crédito a sus ojos, de modo que se los frotó, pero allí seguía aún la oscura cabeza del espadachín. No había nadie sentado cerca de él, pero parecía impertérrito. Estaba tomando caldo.

Willie se acercó furtivamente a Lucas Tanner.

—¿Qué está haciendo aquí?

—No lo sé —gruñó Tanner—, pero por todos los infiernos, ojalá se fuera.

—¿Problemas? —Willie parecía listo para salir corriendo.

Tanner se encogió de hombros.

—Han puesto precio a su cabeza, eso ya lo sabes. A mí no me interesa, pero nunca se sabe a quién sí. Eso pone nerviosa a la gente; cuesta pasar un rato agradable.

Willie escudriñó la estancia en busca de extraños sospechosos. Había un hombre que no conocía hablando con una de las mujeres, pero parecía bastante borracho, e inofensivo.

—Una vez ofrecieron una recompensa por mí —dijo melancólicamente Willie—. Yo era muy joven, sabes, y nervioso. Era un tipo viejo con un bastón verdaderamente bonito, no mucho más alto que yo. Después me sentí bastante mal.

—¿Cómo averiguaron que habías sido tú?

—Alguien me vio. Fue en la calle Gatling, en la ciudad. Por poco me pillan y todo, pero escapé y llegué al Puente, ¡y cómo escondí la cabeza después de aquello! —Tanner asintió—. Casi me muero de hambre; no había forma de conseguir dinero para un bocado. Pero nadie me delató; aquí no hacemos ese tipo de cosas.

—Puede. O puede que sí. Será difícil capturarlo, de todos modos, sin una tropa. Aunque quizá lleguemos a eso.

Willie se rió.

—¿Una tropa? Estás loco. Estarían hundidos hasta los tobillos en gatos muertos y huevos podridos antes de bajar la mitad de la Lazada. Por no hablar de las piedras que les tirarían —añadió reflexivamente, con el rostro inocente iluminado de suave placer.

—Si quieres un alboroto, puedes conseguirlo. Yo no rehuiría la pelea si llegáramos a eso; ¡pero por qué no se irá de la ciudad! Todo seria más fácil.

Willie asintió en dirección al hombre que estaba tomando tranquilamente su sopa.

—Díselo tú.

—No tengo amistad con él... —musitó Tanner.

—Eso daría igual —dijo Willie, sonriendo con malicia—. ¡Te mataría de todos modos!

Sin embargo, se acercó cautelosamente al espadachín. Era lo contrario de acechar una presa: definitivamente, quería que se percatara de su presencia.

Richard lo vio, como vio que Willie realmente quería hablar con él, al contrario que la mayoría últimamente.

—Hola, Willie —dijo, y le alcanzó un taburete. Richard no perdió el tiempo con preliminares: nadie lo buscaba para mantener una conversación ociosa en público—. ¿Qué noticias me traes?

—¡No te vas a creer a quién he visto —dijo animadamente Willie—en la ciudad alta y vestida como si no pasara nada!

El corazón de Richard escogió ese momento para volverse atlético; pero consiguió igualar el tono de Willie:

—¿Oh? ¿A quién?

—¡Kathy Blount! La hija de Hermia, ésa misma. Te acuerdas de ella.

—Sí. —Su pulso recuperó su ritmo pausado.

—Dice que le gustaría volver a verte algún día. Te sonríe la suerte, ¿verdad?

Había apartado de sus pensamientos el encargo de Tremontaine, preocupado como estaba con los asuntos más inmediatos, y sin haber vuelto a saber de ellos desde hacía semanas, desde su «Más tarde ». Puede que ahora no fuese mala idea: le daría algo que hacer y dinero suficiente para pasar el verano. Tendría que andarse con más cuidado para salir de la Ribera, pero podía conseguirlo.

—Dice que estará mañana en el Perro, eso es, si estás libre.

—Gracias, Willie.

A Willie Dedos Ligeros no se le escapó la falta de sorpresa del espadachín ante sus nuevas. Empero, se inclinó hacia Richard, bajando la voz:

—Mira, creo que es una trampa. Vale, el Perro está en la Ribera, pero por poco. No te conviene reunirte con nadie en una temporada, maese De Vier, no cuando esperan tu visita.

—Es posible. —Era cierto, al fin y al cabo; la taberna del Perro Pardo estaba cerca del Puente. Su clientela se componía casi solamente de gente de la ciudad en busca de aventura y de ribereños ansiosos por desplumarlos. Estaba a una voz de distancia de la Guardia. Pero, ¿dónde si no podría verlo Katherine sin peligro? Él le había dicho que la ayudaría si estaba en problemas; quizá ni siquiera tuviera que ver con el trabajo—. ¿Ése era todo el mensaje? —preguntó.

—No del todo. Dijo algo raro acerca de un anillo.

El rubí había desaparecido con Alec. Si ahora lo necesitaban tendrían que pedírselo a él.

—¿Qué pasa con él?

—Dijo que sabe dónde está ahora. Eso es todo.

Willie vio con nerviosismo cómo el puño de De Vier se apretaba sobre la mesa. Pero el rostro del espadachín mantuvo la calma. Willie se alegró de ser solamente un mensajero.

***

Al final, Richard decidió acudir. Cuando salía le dijo a Marie:

—Mira, es posible que no vuelva esta noche. Si oyes algo de fiar, coge lo que te debo del cofre de palisandro y haz lo que quieras con el resto de las cosas.

Marie no le preguntó adónde iba. Últimamente le gustaba poder decirle a la gente que venía preguntando que no lo sabía.

Todavía no había cenado; lo mejor del Perro eran sus comidas. Cuando era un recién llegado a la ciudad solía parar mucho por allí; era un buen sitio para que encontraran trabajo los jóvenes de cualquier profesión. Alec y el habían tomado por costumbre dejarse caer cada pocas semanas: a Alec le gustaba la comida, y jugar a los dados con la gente de la ciudad porque apostaban alto y eran todavía peores tramposos que él. Pero los jóvenes borrachos siempre estaban retando a Richard para impresionar a sus amigos; una noche uno de ellos había molestado a Alec, y Richard había terminado matándolo, perjudicando así su relación con el tabernero.

No parecía estar siguiéndole nadie mientras tomaba el camino más largo. La taberna resplandecía como el alba al final de la calle, con el zaguán iluminado por antorchas como cualquier establecimiento de la ciudad. La luz no mostraba a nadie esperándole en la entrada. Sobre ésta colgaba el perro pardo, una gran talla de madera pintada que no guardaba parecido con ninguna raza viva.

Other books

Camp 30 by Eric Walters
Away in a Manger by Rhys Bowen
A Proper Marriage by Doris Lessing
The Nothing Man by Jim Thompson
Out of Bounds by Ellen Hartman
The Adversary by Michael Walters
Far Gone by Laura Griffin
The Passions of Emma by Penelope Williamson
The Private Eye by Jayne Ann Krentz, Dani Sinclair, Julie Miller