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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (39 page)

BOOK: A punta de espada
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El canciller había inclinado su lustrosa cabeza; pero sus hombros cuadrados denotaban galantería y una noble determinación. Ya fuera por su pose o por la pura curiosidad que suscitaba su ruego, Ferris obtuvo lo que quería. En la pausa en los procedimientos mientras los jueces tomaban la decisión de permitirle hablar, Ferris había elaborado los detalles de su historia; la atacó ahora en un nuevo tono, no humilde sino feroz con la desesperación de quien tiene una última oportunidad de limpiar su nombre de calumnias; aunque con el tinte de resignación de quien sabe que ha obrado mal.

—Señores —comenzó de nuevo, acercándose al centro de la sala a largas zancadas—. Como sabéis, en cuestiones de honor nos debemos ciertas explicaciones. Os las ofreceré todas ahora, con retraso y no poca vergüenza. Los más perspicaces habrán intuido ya el motivo: pedí la muerte de Asper Lindley y oculté posteriormente el hecho, para impedir un brote de rumores con el que podrían sufrir los inocentes. Ruego que os lo toméis ahora como hice yo entonces... como un simple rumor; como la malicia, quizá, de un viejo... —Levantando la voz, Ferris se interrumpió y se pasó una mano por la cara—. Perdonadme. No es éste lugar donde librar nuevamente el duelo. Baste decir que había llegado a creer que lord Horn se proponía deshonrar a un pariente de mi madre. Bebido, Asper se refirió en términos irrespetuosos a la mujer de mi pariente, y aun empezó a afirmar que el hijo del hombre se parecía más a él que a su padre. El chico... el joven, debería decir, puesto que contaba casi veinticinco años... estaba en la ciudad en ese momento, y temí... lo que temería cualquiera en ese caso. Lo cierto es que sí que se parecía a Asper, en su aspecto y en... otros sentidos.

Ferris hizo una pausa, como para recobrar el dominio de sí mismo. La sala estaba en absoluto silencio. Pero sabía que todos estaban repasando la lista de jóvenes esbeltos y apuestos que habían pasado recientemente por la ciudad. Posiblemente había sido ya demasiado obvio; sin duda había proporcionado detalles suficientes para etiquetar a Michael Godwin como el bastardo de Horn, para siempre, en la mente de algunos. Que él supiera, incluso podría ser cierto. Y ahí estaba, su regalo de despedida para Diane; una mancha sobre el hombre que había osado considerar para reemplazarlo. ¡Que dedicara a eso sus delicadas estratagemas!

Lord David, curiosamente, sonreía como si todo aquello le hiciera gracia. Ferris lo observó por el rabillo del ojo y le traspasó de repente la horrenda idea de haber cometido un error... de que Tremontaine no era realmente quien decía ser; la duquesa le había engañado una última vez y estaba acostándose con esta desgarbada belleza... Pero ya era demasiado tarde para cambiar su historia. Puso freno bruscamente a sus cábalas. La mala suerte había querido que fuera un hombre celoso. No debía permitir que eso se interpusiera en el camino de su próximo paso, la función que todavía estaba por dar.

Se volvió para encararse con los jueces, dando su hombro izquierdo al joven, para no verle la cara.

—Señores —dijo en voz baja pero imperiosa, una de sus especialidades—. Espero que el honor del tribunal se vea satisfecho con esto. Si...

—Quizá el honor se vea satisfecho —lo interrumpió lord David arrastrando las palabras—, pero Tremontaine no. Si pudiéramos prescindir por un momento de retóricas edulcoradas, me gustaría señalar que mentisteis a De Vier, y que habéis intentado difamar el nombre de vuestro sirviente en el tribunal para ocultar ese hecho.

Ferris sonrió para sí. Un joven igualitario. A este tribunal le daba igual cómo tratara a sus sirvientes; el muchacho había pasado demasiado tiempo en la Ribera. Si él era la última opción de Diane, la duquesa tendría trabajo por delante enseñándole paciencia en el arte de gobernar; cualquiera podía ver que daba demasiada importancia a las cosas. De Vier, por otra parte, era la viva imagen de la calma, delatando tan sólo un inteligente interés. Ferris lamentaba perderlo. Su equilibrio era perfecto.

—Ruego el perdón de Tremontaine —dijo gravemente Ferris—. No soy ajeno al hecho de haberme comportado deplorablemente. Cualquier otra compensación queda en manos de la mesa de Justicia. En cuanto al resto... —Una serie de alientos entrecortados surcaron la sala cuando vieron lo que estaba haciendo. La túnica de terciopelo azul, ricamente bordada con el dragón del canciller del Consejo Interno, colgaba suelta ahora de sus hombros. Con meticulosa formalidad deshizo los últimos botones y apartó de su cuerpo el manto de su oficio. Lord Ferris lo dobló cuidadosamente, sin dejar que tocara el suelo. Se quedó delante de todos vestido con medias, calzas, y una camisa blanca cuyas grandes mangas y alto cuello cubrían tanto como la túnica, aunque de forma mucho menos imponente. Alec tuvo el descaro de quedarse mirándolo.

En cierto modo, frío y terrible, Ferris estaba pasándoselo en grande. Todo aquello era política, a fin de cuentas. Con cada gesto de marcada humildad, atraía a su público hacia sí. Cuando estuviera tan abajo que ya no pudiera caer más, le mostrarían piedad. Y sobre esa piedad él reconstruiría su fortuna.

Agradeció hondamente el permiso para renunciar a su cargo. Firmó cortésmente las declaraciones de su testimonio. Y humildemente se quedó a la sombra del estrado de la mesa de Justicia de la que había caído, mientras sus hasta ahora colegas se retiraban a decidir su suerte.

Los nobles en los bancos se movían de un lado para otro. Volvían a encargar naranjas. Nadie se acercó a Ferris y De Vier, aislados en el centro de la sala. Por fin Ferris hizo una seña a un escribano para que le trajera una silla. De Vier no estaba prestando atención. Su amigo se había ido con los demás jueces.

Poco importaba que creyeran o no la historia de Ferris. Ninguno de ellos estaba ansioso por castigar a De Vier, tan sólo por aclarar quién tenía la culpa de la muerte de Horn. Con un patrono noble en el tribunal, toda la culpa caía de los hombros de De Vier... emergía convertido en un héroe, fiel a la confianza de su patrono hasta la muerte. Todos los espadachines estaban locos, desde luego. A la gente le gustaba eso. Había sido arriesgado que Ferris insistiera en hacerse escuchar en un Consejo abierto: alguien podría haber sacado a relucir fácilmente las atrocidades cometidas con Horn. Pero habían respetado su humildad, o se habían dejado distraer por ella, y nadie había dicho nada.

Los murmullos de expectación en los bancos indicaron a Ferris que los jueces volvían a cruzar la doble puerta. Aguardó largo rato antes de girar la cabeza para mirarlos. Uno por uno los hombres retomaron sus asientos, sin que sus rostros solemnes delataran nada. ¿Harían todavía un ejemplo de él? ¿Habrían visto de algún modo a través de su farsa? ¿O seria simplemente que sufrían con el trauma de su destitución? Ferris se clavó los dedos en la palma; se concentró en mantenerlos inmóviles. La última imagen que diera debía ser la de alguien que afrontaba su destino con elegancia.

Fue Arlen el que habló, no Halliday. Ferris mantuvo la mirada apartada del estanque quieto que eran los ojos del otro: los había visto ruborizar a otros hombres en el pasado. Arlen habló de una compensación financiera a la casa de Horn, disculpas públicas a Tremontaine... Ferris intentó combatir la creciente ligereza de su corazón. ¿Sería eso todo? ¿Conservaría aún el amor y la confianza de Halliday? Qué estúpido, pensó, qué estúpido... y compuso el rostro en líneas de profunda preocupación. Suponía un esfuerzo físico mantenerlo así cuando finalizó Arlen; no esbozar una sonrisa de alivio era tan difícil, a su manera, como levantar rocas o subir escaleras.

Antes de que el silencio que siguió a la sentencia de Arlen pudiera romperse, lord Halliday dijo:

—Éste es el castigo que considera justo elegir el Tribunal de Honor. Que conste en acta. Hablo ahora por el Consejo de los Lores, de cuyo Consejo Interno sois antiguo miembro. No olvidamos los servicios que allí habéis prestado, ni vuestra habilidad a la hora de ejecutarlos. Aunque ahora vuestra actual posición os impide continuar sirviendo allí, al Consejo le complacería aceptar vuestros servicios al estado en otra esfera. A tal fin proponemos vuestra asignación en calidad de embajador plenipotenciario a la nación libre de Arkenvelt.

Ferris tuvo que morderse el labio para no soltar una carcajada... no, esta vez, de alivio. Pero la risa histérica no era la respuesta adecuada que presentar en público ante una derrota aplastante. ¡Arkenvelt! El viaje duraba seis semanas por mar, o tres meses por tierra; estaría lejos de las fronteras de su país. Las noticias llegarían con dos meses de retraso, su trabajo sería estéril y aburrido.

Era el destierro, entonces, y cómo lo conocían. El destierro a un desierto helado de anarquistas tribales que casualmente controlaban la mitad de las riquezas del mundo en plata y pieles. La ciudad portuaria, eje de todo el comercio importante, era una gigantesca aldea internacional de pescadores cuyas casas estaban excavadas en la misma tierra. Dormiría sobre una pila de pieles de valor incalculable y despertaría para arrancar un pedazo de carne de oso congelada del cadáver colgado junto a la puerta. Su trabajo consistiría en interceder entre intereses comerciales, ayudar a capitanes perdidos a encontrar el camino a casa... examinar las políticas de mercaderes y mineros. Lo máximo a lo que podría aspirar sería forrarse los bolsillos de riquezas locales mientras esperaba a que lo llamaran de nuevo. No podía saber cuándo ocurriría eso.

—Milord Ferris, ¿aceptáis el cargo?

¿Qué más podían hacerle? ¿Qué más podía hacerle ella? Conocía la ley; eso se lo debía a Diane. Pero, naturalmente, a Diane le debía tantas cosas.

Oyó su propia voz, como si sonara al final de un túnel, desgranando las frases de gratitud apropiadas. No era una oferta exenta de generosidad: la oportunidad de redimirse en un puesto de responsabilidad que, con el tiempo, lo conduciría a otros. Si se comportaba, no tardaría mucho. Y ellos olvidarían, con el tiempo... Eso se decía Ferris. Pero resultaba difícil no rendirse a la risa, o a los gritos, decirles lo que pensaba de todos ellos mientras observaban su digna reverencia y su espalda recta, todos esos ojos que seguían su lento caminar por el suelo resonante hasta que cruzó la puerta de la cámara del Consejo de los Lores.

Capítulo 27

Al parecer los nobles de la ciudad querían felicitar a Richard de Vier. Querían pedirle disculpas. Querían admirar su atuendo, querían invitarle a comer. Iba a pegar a alguien, sabía que iba a pegar a alguien si no se apartaban, si no dejaban de arremolinarse a su alrededor intentando tocarlo, llamarle la atención.

El alcaide del fuerte apareció a su lado. Richard siguió la senda que abrieron sus hombres para salir de la cámara, hasta la pequeña sala de espera. Allí, una voz que conocía dijo:

—¿No pensarías que iban a dejarte marchar sin más?

Tenía sed, y hasta la última magulladura de su cuerpo le dolía. Respondió:

—¿Por qué no?

—Te adoran —dijo Alec, sonando horriblemente como él mismo—. Quieren que te acuestes con sus hijas. Pero tienes una cita previa con Tremontaine.

—Quiero irme a casa.

—Tremontaine desea expresar su gratitud. Hay un carruaje esperando fuera. Acabo de gastar una fortuna en sobornos para asegurar un camino despejado. Vamos.

Era el mismo carruaje pintado al que recordaba haber ayudado a subir a la duquesa, aquel día en el teatro. El interior estaba acolchado con terciopelo de color crema que parecía tener una capa de plumas de ganso debajo. Richard se reclinó y cerró los ojos. Se produjo un suave tirón cuando el vehículo empezó a moverse. Iba a ser un largo viaje; los edificios del Consejo estaban lejos al sur y al otro lado del río desde la Colina. No podían planear dejarle en la Ribera, las calles no permitían el paso de un carruaje de ese tamaño.

Oyó un roce de papel. Alec le ofrecía un paquete aplastado de bollos pegajosos para que eligiera.

—Es todo lo que he podido conseguir. —Richard se comió uno, y luego otro. Y otro más desapareció de alguna manera, aunque no recordaba haberlo cogido, pero ya no sentía tanta hambre. Alec seguía picoteando entre las arrugas del papel en busca de trocitos de azúcar glaseado. Pese al esplendor de su terciopelo negro no parecía llevar ningún pañuelo encima, y Richard había perdido el suyo en alguna parte en la prisión—. Habrá champán en la casa —dijo Alec—. Aunque no sé si me atreveré. Hace días que no me emborracho; creo que he perdido aguante.

Richard apoyó la cabeza en el respaldo y volvió a cerrar los ojos, con la esperanza de quedarse dormido. Debía de haberse quedado transpuesto, porque no tenía ningún pensamiento coherente, y antes de lo que esperaba se habían detenido y un criado les abría la puerta.

—La casa de Tremontaine —dijo Alec, bajando detrás de él—. Perdona, por favor, yo... —miró recelosamente de soslayo a una de las ventanas más altas—... tengo una cita ineludible.

Aparentemente, todo estaba previsto y organizado. Richard fue conducido, solo, al tipo de habitación que recordaba de sus días de juegos en la Colina. Había una bañera con agua muy caliente, en la que permaneció menos tiempo del que hubiera deseado, porque no le gustaba que hubiera criados revoloteando a su alrededor. Dejaron que se vistiera él solo. Se puso una pesada camisa blanca, y se quedó dormido encima de la mullida colcha de la cama.

Se despertó al abrirse la puerta. Era una bandeja de cena fría, que tuvo el privilegio de comer a solas. Dejó la bandeja en una mesita junto a la ventana, que daba a los jardines y céspedes que se extendían hasta el borde del agua. El sol convertía el río en bronce bruñido; el atardecer tocaba a su fin. Era casi libre de marcharse.

Los sirvientes le incomodaban, sobre todo los bien adiestrados. Parecía que intentaran comportarse no como personas sino como modestos autómatas que por casualidad respiraban y podían hablar. Todo el mundo era siempre muy educado con ellos, pero a los nobles se les daba bien ignorar su presencia, y él era incapaz de eso. Era consciente en todo momento de la otra persona que estaba allí, el cuerpo impredecible y la mente curiosa.

Los criados de la duquesa de Tremontaine se contaban entre los mejores. Le trataban con cortés deferencia, como si les hubieran dicho que él era alguien poderoso e importante. Manteniéndose a la distancia justa frente a él, lo escoltaron por pasillos y escaleras para entrevistarse con su benefactora.

No sabía qué esperar, de modo que se esforzó cuanto pudo por no esperar nada. No podía dejar de preguntarse si estaría allí Alec. Pensó que le gustaría volver a ver a Alec, una última vez, ahora que tenía la cabeza más despejada. Quería decirle que le gustaba su ropa nueva. En la casa de la duquesa parecía menos sorprendente que Alec fuera un Tremontaine, mientras recorría los ornamentados corredores cuya meticulosa disposición parecía burlarse de su propia opulencia.

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