A punta de espada (33 page)

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Authors: Ellen Kushner

BOOK: A punta de espada
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El interior estaba igual de bien iluminado. El lugar mostraba un ambiente carnavalesco, radiante y febril. Richard tuvo la impresión de haber salido de la Ribera para entrar en otro mundo. Las prostitutas conversaban animadamente con hombres bien trajeados, ignorando por completo a los más llamativos cuyas manos barajaban sin cesar mazos de cartas, que bien pudieran ser sus vecinos o hermanos. Un par de nobles con medias máscaras se apoyaban en la pared, intentando aparentar desinterés y humorismo, con sus ojos volando de una punta a otra de la estancia, rutilantes en las rendijas de sus antifaces, con las manos desnudas jugando con las empuñaduras de las espadas que llevaban como medida de seguridad. Richard pensó que pasaría desapercibido entre ellos, pero vio cómo los jugadores de cartas apartaban deliberadamente la mirada al verlo, cómo las fulanas se daban media vuelta y subían la voz. Los ribereños no te delataban; sencillamente dejaban de conocerte. Así era más fácil. Eso le indicó que lo reconocían, no obstante, y le advirtió de que no todo el mundo sería tan considerado.

No vio a Katherine, lo que contribuyó a aumentar sus sospechas. Su espada colgaba, un peso sólido, a su costado. La tocó bajo la capa y encontró al tabernero abriéndose paso hacia él.

Harris lucía su sempiterna expresión de agobio y afectación.

—Bien, señor, recordaréis cierta aventura que no me gustaría que se repitiera... —Rara vez hablaba a las claras, sino con insinuaciones; la gente decía que había empezado de proxeneta.

—Tendré cuidado —prometió Richard—. ¿Quién ha venido esta noche?

Harris se encogió de hombros.

—Los de siempre... —dijo vagamente—. Entendedlo, no quiero líos...

Algo hizo que Richard se diera la vuelta. No se sorprendió del todo al ver a Katherine entrar por la puerta. Esperó hasta que ella lo vio, y luego buscó una mesa desde la que poder dominar la estancia, pasando junto a un niño bonito recostado en el regazo de un hombre profusamente empolvado que estaba dándole de beber whisky en vasitos.

Katherine lo siguió, ridículamente aliviada porque Richard ya estuviera allí. Él cruzó la taberna con meticulosa seguridad, sin mostrarse nervioso, aunque la precaución lo rodeaba como una aureola de magia. A Katherine le sorprendió casi que no se levantara todo el mundo para seguirlo: Richard en acción no era impresionante, era magnético. Él quería que lo buscaran por su habilidad; pero los nobles lo deseaban por su actuación.

Katherine no podía evitar retorcerse las manos, de modo que las escondió debajo de la mesa. Absurdamente, Richard dijo:

—Gracias por venir.

—No estabas en la Campana Vieja la semana pasada —dijo ella.

—¿Tenía que estar?

—No si no lo sabías. Claro que él no te avisó.

—¿Quién? ¿Willie? —El silencio de Katherine fue elocuente—. Alec.

Una joven pasó junto a su mesa y sonrió a los ojos de Katherine como una vieja amiga. La mano de Richard se movió una fracción sobre la mesa, lista para entrar en acción si hacía falta. Pero Katherine negó con la cabeza.

—No soporto este sitio —dijo, inquieta—. ¿Podemos salir?

—¿Adonde quieres ir? —preguntó Richard—. ¿Nos adentramos más en la Ribera? ¿No te importa?

—Da igual. —Había un filo mellado de histeria en su voz que a Richard le puso los nervios de punta.

—Katherine. —Le habría cogido la mano si hubiera podido—. ¿Te envía alguien, o has venido por ti misma? Si se trata de negocios, acabemos cuanto antes y podrás irte.

Ella miró rápidamente de soslayo por encima del hombro.

—He venido —dijo—yo sola.

La rabia brotó y se endureció dentro de Richard. Con una causa en torno a la que solidificarse, sus nervios formaron un fuerte nudo de finalidad. Llevaba demasiado tiempo sin librar una pelea de verdad, demasiado tiempo sentado, esperando.

—Es una pena —dijo en voz baja, sin ninguna delicadeza—. Ferris no te ha hecho ningún bien. No importa. No hace falta que me hables de ello. Dije que te ayudaría y lo haré.

Richard no podía verse la cara, crispada y blanca con una rabia cuya frialdad traicionaban sus ojos al estar demasiado abiertos, demasiado azules, demasiado fijos. Era una expresión que Katherine sólo había visto una vez antes en él, y le heló la vida en los huesos.

—Richard —susurró—, por favor...

—Está bien —dijo él con calma—. Saldremos de aquí, iremos a un sitio donde podamos hablar. ¿Necesitas un lugar para quedarte? No te preocupes. Deberías haber sabido que yo vendría.

—Vayámonos, entonces —se hizo eco ella, levantándose de la mesa. La sacudían los escalofríos. Quería correr, salir a empujones de la taberna, apartarse del frío espadachín que caminaba a su lado. Se cogió de su brazo, y juntos se abrieron paso entre los jugadores y los juerguistas, trasponiendo el umbral hacia la luz naranja que abría un agujero en la calle a oscuras.

—Así —dijo él—. ¿Mejor?

Ella afianzó su presa cuando cayó una sombra sobre ellos. A su espalda se había abierto la puerta, bloqueada por siniestras figuras. A derecha e izquierda, y frente a ellos en las sombras, habían aparecido hombres, rodeando el aura de luz con sólida oscuridad.

—¿Richard de Vier?

—¿Sí?

—En nombre del Consejo os conmino a...

La arrojó tambaleándose a la oscuridad, pero su peso le había cargado el brazo demasiado tiempo, y sólo acertó a desenvainar la espada cuando lo golpeó la primera de las porras de madera.

El impacto le hizo retroceder trastabillando, pero no cayó. La siguiente le arrancó el aliento del costado. Giró a ciegas en la nueva dirección, donde pensaba que podría producirse el ataque. Sus ojos se despejaron y vio la porra descendiendo, refulgiendo como un cometa atormentado. Erró el tajo, pero también la maza. El hombre tenía la guardia baja; Richard siguió su hoja dorada por las antorchas hasta su objetivo y oyó gritar al hombre un momento antes de que el impacto de otro golpe le sacudiera el hombro. Sus rodillas chocaron con el suelo, pero retuvo la espada y volvió a ponerse de pie, como si fuera un entrenamiento, sólo que pagaría el precio más tarde. Esta vez vio venir la porra abalanzándose desde la oscuridad sobre su rostro. Estuvo a punto de alzar la espada para truncar el golpe; pero el acero no era rival para el roble, de modo que optó por esquivar y no vio la que le acertó en el doblez de las rodillas.

Eran muchos, sin duda. Cayó de bruces, arañándose la mano con las piedras. Había perdido la espada... Tanteó en busca de la empuñadura, en las proximidades, pero era como si los adoquines estuvieran cargados de luz. Luz no, dolor. Veía fluir el dolor como el oro, como un cesto lleno de joyas y frutas de verano.

Oyó un rugido y una voz con la que estaba de acuerdo que gritaba:

—¡Basta! ¡Por favor basta, ya es suficiente!

Pero no estaban dispuestos a parar hasta que el espadachín hubiera dejado de rodar y zafarse y estuviera perfectamente inmóvil. Luego la Guardia recogió a su presa y cruzó el Puente del norte con ella. La prisión en la que habría de permanecer se levantaba en la orilla sur del río. Lo llevarían allí en barca, a la luz del día.

Willie Dedosligeros aguardaba en silencio, refugiado en las sombras del pretil de un puente, esperando a que el nudo de hombres pasara por su lado. Salvo por las porras, nada en ellos llamaba la atención. Pero intuyó el rostro del hombre que escoltaban antes de que se lo mostrara el azar.

—Oh, maese De Vier —murmuró para sí en las sombras—, esto es terrible.

Y Katherine Blount volvió con aquél que la había enviado. Consiguió presentar un informe claro; luego pidió brandy, y le fue dada una generosa licorera sin hacer más preguntas.

Capítulo 24

Lord Michael Godwin se recostó sobre los cojines con brocados de su sofá, se abrió el cuello de la camisa e intentó animarse a sentir hambre. Pensó en las mañanas de comienzos de invierno tras salir a cazar, y en interminables recitales de música previos a la cena. Pero la vastedad de los platos colocados ante él no se tornaba más apetitosa. Se preguntó cómo se las componían los pequeños y ágiles hombres que lo rodeaban. Estaban escarbando animadamente en montones de huevos coloreados con indisimulado vigor, rompiendo las cascaras en interesantes dibujos y mojando los huevos en especias; deshojando pilas de fruta, cortadas y colocadas como flores; ensartando pequeños objetos fritos con los extremos de palillos tallados. Cogió una uva, por guardar las formas; había salido de un invernadero y debía de valer su peso en cascaras de huevo.

Al otro lado de la mesa su compatriota cruzó la mirada con él y sonrió. En las pocas semanas que llevaba Michael en Chartil, Devin no había dejado escapar ni una sola oportunidad de señalarle sus deficiencias en cuestión de costumbrismo local. Devin era el segundo hijo de un hijo segundo; un aristócrata por cortesía, cuyo linaje distaba de ser comparable al de Michael. En la ciudad que lo vio nacer Devin lo sentía acusadamente; en Chartil lo habían exaltado al rango de embajador, y su hospitalidad era legendaria. El don que lo redimía era un sentido del humor que limaba las asperezas de sus maniobras de autodefensa. A Michael le caía bien Devin; y pensaba que Devin había decidido que él también le gustaba, pese a sus antecedentes.

Por encima de la batahola de conversación, el embajador le dijo en su lengua natal:

—Hoy ha llegado un paquete. Muchos rumores de la ciudad.

Una criada intentaba volver a llenar uno de los tres vasos de vino de Michael, que desistió y consintió. El muslo de la muchacha se frotó contra su hombro. Automáticamente volvió la barbilla para acariciarle la cintura, pero su mirada se posó en las pulseras que le rodeaban los tobillos, y apartó de golpe la cabeza. Era una criada vinculada. Los ojos sardónicos de Devin destellaron, leyéndole el pensamiento: por supuesto que ninguna mujer libre de aquí, ni siquiera una criada, buscaría provocarlo; esa tarea recaía sobre aquéllas cuyos cuerpos y descendencia tenían propietario.

Para las mujeres, era un paso por encima de la prostitución. Se preguntó si había sido seleccionado por su anfitrión para procrear, o para sentirse halagado. Ambas ideas lo repelían.

—Le gustas —dijo el embajador.

Michael escondió el rubor de su rostro en su copa de vino de borde más amplio.

—No es peor —persistió Devin—que ésas que te quitan el dinero y te mandan al infierno. Ella recibirá su dinero al final de su servicio. Es más elegante de esta manera.

—Aun así... —Lord Michael se refugió en un aristocrático encogimiento de hombros—. ¿Qué dicen los rumores?

—Por lo visto, han matado a lord Horn.

Michael se olvidó de que estaba sosteniendo una copa de vino cuando se le abrió la mano. La atrapó en su caída antes de que golpeara la mesa, pero no antes de que su contenido se repartiera libremente por los alrededores. La esclava lo limpió todo con una servilleta.

—¿Amigo tuyo? —Devin estaba disfrutando enormemente.

—Nada de eso. Es sólo que no pensaba que estuviera listo para morir.

—Seguramente no lo estaba. Dicen que fue un espadachín.

—¿Oh? ¿Se sabe cuál?

—¿Espadachín? —Un noble de Chartil que estaba sentado a su izquierda entendió la palabra y continuó en su idioma—: Uno de vuestros empleados, ¿no es así?, los que deshonran su espada al servicio de otras personas.

Devin tradujo el comentario para Michael y recriminó a quien había hablado:

—Vamos, Eoni, si eso fuera cierto, ser soldado sería una deshonra.

—Ffft. —Eoni hizo el habitual comentario desdeñoso de Chartil—. Sabes perfectamente lo que quiero decir. Para la muerte de enemigos nobles sólo sirven dos cosas: o bien el desafío directo o, con todo respeto para vuestra cortesía y la del resto de la mesa, el cierto uso de veneno. Nada de indecisiones con sustitutos. Yo he sido soldado y me siento orgulloso de ello, ¡así que no pretendas tirarme de la lengua, retrógrada y fofa imitación extranjera de noble!

—«Insultos, el último refugio del afecto frustrado...» —citó dulcemente Devin.

Aislado de la conversación por el idioma, Michael hizo girar una uva entre los dedos y pensó en Horn. Asesinado, y él sabía a manos de quién. Su vida está a punto de volverse muy complicada... Sí, lo que quedaba de ella. Los ojos claros del espadachín se asomaron a su recuerdo, azules como los jacintos en primavera... Asesino egoísta, que aprovechaba su habilidad con la espada para destruir a hombres mejores de lo que él sería jamás...

—Dispensadme. —Michael saludó con la cabeza a su anfitrión y partió en dirección a los urinarios. Pero no se detuvo allí; su voluntad lo sacó a la calle, caminando aprisa por los callejones cocidos por el sol de la ciudad. Pasó frente a jardines tapiados cuyos árboles, coronados de plumas, sobresalían por encima de los muros.

No es que sintiera ningún aprecio por Horn. Lo habría matado él mismo, de haber podido. Pero De Vier no podía tener nada en contra de Horn; nadie obligaba a un espadachín a aceptar un encargo contra su voluntad. Nadie le había obligado a matar a Vincent Applethorpe... Michael se paró un momento, tapándose involuntariamente la boca con una mano. Todavía soñaba con eso, cuando no soñaba con lana.

Eso era lo que había querido la duquesa... no un espadachín, ni un galán, sino alguien que se encargara del envío directo de lana desde sus tierras a Chartil. Estaba eliminando al intermediario haciendo que tiñeran y tejieran la lana en bruto aquí para fabricar los populares mantones, y luego embarcarlos de vuelta a sus almacenes listos para la venta... Al principio había pensado que este encargo de mercader era una elaborada y degradante broma. Pero a bordo del barco, mientras estudiaba los informes y apuntes que ella le había dado, empezó a ver hasta qué punto tenía que ver la política con el negocio, y cuánta habilidad por su parte requeriría la tarea, sobre todo en un sitio donde no lo conocía nadie. Había leyes, e importantes impuestos a tener en cuenta... Era el tema del Consejo que siempre se aseguraba de eludir, el significado secreto de los informes sobre el cereal de las tierras de su padre, que él miraba por encima a regañadientes todos los meses, cuyos réditos sustentaban su vida en la ciudad.

El negocio de la lana había contagiado a Michael, lo había intrigado, incluso hecho sentir cierto poder; pero no había conseguido que se olvidara de Applethorpe. Cargaría con esa muerte hasta el final de sus días. Y De Vier, cuya habilidad había tentado al maestro a la noche eterna; De Vier, que al final había parecido compartir con su maestro un espíritu y una comprensión que escapaban al alcance de Michael... De Vier se había marchado y había ido a ejercer su poder a otra parte.

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