Authors: Ellen Kushner
—En la barcaza —jadeó Richard—. Los fuegos artificiales.
—Igual que otras mil personas. No has hablado con ella.
El espadachín retrocedió de un salto, giró sobre la punta del pie y se agachó.
—No.
—¿Por qué crees tú que querría ver muerto a Halliday?
Richard hizo una pausa y se enjugó el sudor de los ojos.
—No es de mi incumbencia.
—Procura que siga así.
Richard guardó silencio. No le importaba que Alec estuviera allí, observándolo: Alec nunca prestaba atención realmente a lo que hacía. Seguía sin ser capaz de seguir inteligentemente una pelea. Richard cambió su línea de ataque y torció el gesto ante la protesta de su brazo: había sido un error permitir que se anquilosara en una sola línea. Su contrincante imaginario paró, y él utilizó todo su alcance en una compleja reacción defensiva. Sus contrincantes imaginarios siempre eran mucho mejores que los reales.
—Richard.
Alec había pronunciado su nombre delicadamente, pero la intensidad de las sílabas lo paralizó como un grito. Bajó la espada con cuidado, oyendo su tañido alto en medio del silencio tenso y vibrante. Alec estaba sentado muy quieto, envuelto en sus propios brazos, pero eso estaba bien: Richard comprobó que no había ningún cuchillo cerca de él, ningún vaso que pudiera romper. Había pasado una vez antes de ésta, en otra ocasión que debería haber sido apacible: el brusco cambio en el aire, y luego Alec gruñendo y maldiciéndolo mientras Richard le arrebataba el acero, salpicado de sangre procedente de la muñeca ineptamente cortada de Alec; Alec espetándole: «¿No te das cuenta? ¡No puedo hacer nada bien!». Pero no lo había intentado en serio.
El recuerdo acompañaba claramente a Richard ahora. Se quedó inmóvil, visiblemente paciente, con los sentidos atentos al movimiento inesperado, el quiebro de la revelación.
—¿Entiendes lo que quieren decir con «Más tarde»? —La voz de Alec sonaba tan glacialmente limpia como la de un actor, rebotada en las paredes desnudas—. Te quieren, Richard, y creen que van a conseguirte. —La luz invernal que entraba por la ventana convertía en plata un lado de su rostro—. ¿Se lo vas a permitir?
—No permitiré que me tengan, no. —Respondió como lo había hecho antes—. Yo hago negocios, no pactos. Eso ya lo saben—Richard —dijo con la misma calma concentrada—, no son personas agradables. Nunca me han gustado.
—Bueno, te diré una cosa. —Richard se acercó a él—; a mí tampoco me gustan muchos de ellos. No me gustan muchas personas, en realidad.
—Tú les gustas a ellos.
—Soy agradable con ellos, es por eso. Tengo que ser agradable con ellos, o...
—¿O los matarías?
—O se enfadarían. No me gusta cuando pasa eso; me hace sentir incómodo.
Alec sonrió débilmente, la primera traza de expresión en su semblante desde que comenzara la conversación.
—¿Y yo te hago sentir cómodo?
—Da igual. No eres aburrido, como los demás.
—Soy un desafío.
—En cierto modo, sí. —Richard sonrió.
—Bueno, algo es algo. —Alec dejó de abrazarse las rodillas—. Es agradable saber que hay algo que se me da bien.
El gatito regresó junto a él en ese momento, buscando el rincón cálido que había hecho con sus piernas.
***
Era su casa, pero Michael no se sentía cómodo entrenándose allí. El estudio de la espada había empezado como una broma, una habilidad poco ortodoxa que poder presentar algún día en sociedad como una llamativa excentricidad; pero ahora que iba en serio sentía la necesidad de mantenerlo en secreto. Seguía con sus prácticas y sus lecciones en el taller de Applethorpe según su antiguo horario, con cuidado de aparecer entre sus compañeros cuando se esperaba. Practicaba a primera hora de la tarde con las dianas de la academia, para luego vestirse con ropa elegante y hacer una ronda de visitas, asistir a sus clases de baile, o salir a caballo con sus amigos por las colinas que dominaban la ciudad. De vez en cuando cenaba solo, temprano y frugalmente, y caminaba hasta el taller de Applethorpe con el ocaso para recibir lecciones en el estudio vacío, antes de comenzar su ronda de entretenimientos nocturnos. Al oscurecer tenían que encender velas; pero tanto el maestro como él preferían tácitamente este momento del día, cuando no había nadie más allí para observarlos.
Ahora el maestro mostraba menos paciencia con él. El sereno desapego que exhibía en sus clases públicas no formaba parte de su personalidad, sino que indicaba una franca indiferencia por la evolución de sus alumnos. Ninguno de ellos aspiraba a convertirse en espadachín: aprendían lo que podían, lo que querían, eso era todo. Michael iba a dominar todo cuanto sabía su maestro. Era mucho; y era muy preciso. Con sus años de enseñanza, Applethorpe había aprendido a explicar con exactitud la mecánica de cualquier movimiento: qué ritmos, énfasis y equilibrios entraban en juego, y por qué. Y siempre después de estas lecciones llegaba el sometimiento de su cuerpo a la especificación, y la impronta de las pautas sobre sus músculos y nervios. Michael se veía atrapado en un torbellino de ensayos, intentando perfeccionar un giro de muñeca que desviaba el filo sin mover la punta; con el sudor cayéndole por la cara y la respiración entrecortada puesto que el trabajo era más arduo; y en sus oídos, imponiéndose al rugido de sus pulmones, una voz como un insecto persistente que gritaba: «¡Equilibrio! ¡Equilibrio! ¡Ese brazo mantiene el equilibrio!», otra cosa a corregir sin perder lo que había ganado. Una vez se giró y respondió:
—¿Me queréis dejar en paz? ¡No puedo hacerlo todo!
El maestro le dirigió una mirada tan tranquila como irónica.
—En ese caso estás muerto, podríamos dejar de tomarnos tantas molestias.
Ruborizándose, Michael bajó la mirada, siguiendo la línea de su espada hasta la punta en el suelo.
—Lo siento.
El maestro persistió sin emoción en la voz:
—Ni siquiera te estás enfrentado a un rival todavía. Cuando lo hagas, tendrás que pensar en dónde están sus brazos, además de los tuyos. De hecho, no podrás pensar en los tuyos en absoluto: deberás conocerlos. Te lo mostraré. —Cogió otra espada roma y se encaró con Michael—. Probemos. No utilizaré nada que no conozcas.
Habían practicado juntos antes, pero siempre en secuencias predeterminadas. Frente a él, Michael sintió un acceso de nerviosismo, emoción... y se preguntó de pronto si el brazo de menos del maestro no podría aprovecharse para hacerle perder el equilibrio con algo de habilidad...
Como había aprendido, se fijó en los ojos de su oponente. Los de Applethorpe eran como espejos, sin revelar nada, reflejando únicamente. Michael pensó de repente en De Vier en la librería, altanero y opaco. Ahora conocía esa mirada.
En ese instante atacó el maestro. La defensa de Michael rozó la espada del maestro cuando se apartó de su pecho.
—Estás herido —dijo Applethorpe—. Sigamos.
Intentó reírse, o sentir admiración, pero lo embargaba la rabia. Se olvidó de los ojos, de los mancos; se ordenó silenciosamente con la voz del maestro:
Los pies rectos... la mano suelta... la cabeza arriba...
Estaba retirándose, peleando sólo a la defensiva, mareado con la certeza de que Applethorpe ni siquiera intentaba tocarlo. Intentó anticipar al menos el ataque, tener el movimiento adecuado dispuesto; tuvo la impresión de que se le olvidaba algo fundamental que había aprendido... De improviso se descubrió avanzando, con el maestro retrocediendo ante su asalto. Pensó en el más nuevo de sus movimientos, el pequeño giro que le facilitaría una abertura...
—Acabas de caerte sobre mi espada —dijo Applethorpe, con la respiración apenas entrecortada—. Equilibrio. Michael se sacudió el polvo.
—Muy bien —dijo para su sorpresa el maestro—, para empezar. ¿Te ha gustado?
Michael jadeó, recuperando el aliento.
—Sí —dijo. Descubrió que estaba sonriendo—. Sí, me ha gustado.
Vio a la duquesa una vez, paseando una tarde a caballo. Iba vestida de terciopelo gris, sentada a lomos de una yegua nerviosa igualmente gris. Su cara y su cabello relucían sobre ellas como la nieve sobre una montaña. Su grupo tiró de las riendas y el de él hizo lo propio. Ella se inclinó hacia lord Michael, ofreciéndole la mano para que se la besara, un peligroso ejercicio que él consiguió realizar diestramente mientras sus caballos bailaban bajo ellos.
—Tengo entendido —dijo por encima de los saludos generales—que lord Ferris ha ido al sur a sofocar los disturbios.
—En efecto —dijo ella—; los dictados de la responsabilidad. Y qué tiempo más horrible para viajar, por cierto. —El pulso de Michael latía tan fuerte que temía que ella pudiera ver las palpitaciones en su garganta—. ¿Qué tal es vuestro nuevo caballo?
No sabía a qué se refería la duquesa.
—Se dice que pasáis mucho tiempo en los establos —aclaró la mujer.
Alguien lo estaba espiando. ¿O sería simplemente un rumor para explicar sus ausencias? Quizá lo hubiera iniciado él mismo. ¿Significaba eso que ahora tendría que comprarse un caballo? Le devolvió la sonrisa—Su señoría tiene un aspecto adorable. Espero que vuestra encantadora montura no os resulte extenuante.
—En absoluto.
Sus ojos, sus ojos argénteos como espejos... Ahora conocía esa mirada; y sabía cómo responder a ella. Era un reto a aceptar... aceptar, no eludir con miradas de soslayo por encima del hombro para asegurarse de que lo seguía. Era ella, en cierto modo, la que lo había lanzado al camino que estaba siguiendo con sus provocaciones. Algún día lo descubriría y pensaría en ello. No se le ocurría aún que al someterse a la disciplina de la espada había aceptado ya la primera parte de su desafío.
Aceró su mirada a su vez lo mejor que pudo, a sabiendas de que, con su color marino, jamás resultaría tan inmutablemente dura como a él le gustaría. Y le sonrió.
—Madame, quizá tenga el placer de visitaros pronto.
—A buen seguro, quizá sea pronto.
El viento se llevó sus palabras lejos de él; pero eso era lo que había pensado que diría. Sus grupos estaban separándose entre risas y el tintineo de los arneses. Dentro de unos días, una semana... Cabalgó en dirección a las colinas, sin mirar atrás.
Pasaron otras dos semanas en la Ribera sin recibir noticias del tuerto. Richard y Alec se entretuvieron gastando lo último que les quedaba del dinero del jardín de invierno. Los espadachines de segunda cuya reputación necesitaba un empujoncito descubrieron que De Vier volvía a estar dispuesto a batirse con ellos, si antes ofendían a su amigo. Hasta la fecha nadie lo había hecho y vivía para contarlo; se convirtió en la suerte de deporte salvaje que impone la moda sobre la inquietud de finales de invierno. Alec parecía presentirlos, antes incluso de que abrieran la boca; era tan a menudo él como ellos quien encabezaba el ataque. Decía que le divertía dar algo que hacer a Richard. Pero los provocaba hasta cuando Richard no estaba allí, oliendo a los bravucones, a quienes llevaban la violencia en la sangre, elevando su reflujo de inquina igual que eleva la luna las mareas. A veces era tan sólo la reputación que le había fabricado Richard lo que le salvaba la vida. Siempre lo volvía salvaje.
Aparte de la autodestrucción, su nueva obsesión era el teatro. Siempre le había encantado; por una vez tenía el dinero, y alguien controvertido con quien dejarse ver. Richard había asistido al teatro unas pocas veces cuando llegó a la ciudad, pero le costaba entender su encanto: las obras se le antojaban artificiales, y el espectáculo poco convincente. Al final, sin embargo, para acallar a Alec —y para quitarse a Horn y Tremontaine de la cabeza—accedió a ir cuando abriera el teatro.
—Y tengo la obra perfecta —dijo entusiasmado Alec—. Se titula
La tragedia del espadachín.
Te encantará. Va de gente que se mata todo el rato.
—¿Hay peleas con espadas?
—Son actores.
—No serán muy buenas.
—Ésa no es la cuestión —le informó Alec—. Los actores son excelentes. La comparsa de Blackwell, que representó
Su otro traje
hace tres años. Se les da mejor la tragedia, no obstante. ¡Oh, te va a encantar! Dará mucho que hablar.
—¿Por qué? —preguntó, y Alec sonrió misteriosamente:
—Pregúntale a Hugo.
Esa tarde arrinconó a Hugo Seville y Ginnie Vandall en el mercado.
—Hugo —dijo—, ¿qué sabes de
La tragedia del espadachín?
Veloz como el rayo, Hugo desenfundó su espada. Richard tuvo tiempo de admirar la malicia de Alec y buscar su arma, antes de percatarse de que Hugo sólo había desenvainado la espada para escupir en ella y estaba esparciendo meticulosamente la saliva por la hoja con el pulgar. Con un suspiró volvió a enfundarla, sin darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer De Vier.
—No —dijo Hugo—juegues con la Tragedia.
—¿Por qué no?
Ginnie lo miró atentamente.
—Llevas aquí cuánto... ¿seis años, siete? ¿Y nadie te ha hablado de la Tragedia?
—No presto mucha atención al teatro. Pero ahora van a representarla al otro lado del río. Alec quiere ir.
Ginnie entornó los ojos.
—Deja que vaya sin ti.
—No creo que quiera. ¿Puedes hablarme de ella?
Ginnie enarcó las cejas con un expresivo suspiro. Apoyó la cabeza en el hombro de su amante y murmuró:
—Ve a dar un paseo, Hugo. A ver si Edith tiene algunos anillos nuevos.
—Perdona —dijo Richard—. No pretendía incomodarte.
—No te preocupes. —Ginnie se envolvió con más fuerza en su capa de terciopelo y se acercó a De Vier. Se había perfumado con almizcle, como una gran dama. Habló con voz queda, como si estuviera entregándole algún objeto robado—. Está bien, te lo diré. La Tragedia se representó por primera vez hará unos veinticinco años. El actor que encarnaba el... ya sabes, el papel principal, murió en un extraño accidente fuera del escenario. Siguieron representándola, sin embargo, debido a su popularidad. Y todo parecía ir bien. Hasta que la gente empezó a darse cuenta... Todos los espadachines que han ido a verla han perdido su siguiente combate —siseó; luego se encogió de hombros, intentando restarle importancia—: Algunos fatalmente, otros no. No vamos a verla, eso es todo. Me alegro de habértelo dicho. Si la gente te ve allí, pensarán que estás gafado. Y no digas el nombre.
Alec tenía razón: eso hacía que la perspectiva de ir a ver la obra resultara más atractiva.