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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (43 page)

BOOK: A punta de espada
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Era una habitación vieja, con trazas de su antigua grandeza resistiendo en los bordes en forma de molduras de hojas de laurel doradas y ocasionales partes de querubines. La persona que había visto pintura nueva allí por última vez hacía tiempo que se había convertido en polvo. Los únicos esfuerzos que habían hecho sus actuales ocupantes por decorarla consistían en un caro tapiz colgado encima de la chimenea, y un par candelabros de plata muy detallados, algunos libros con tapas de cuero y un jarrón de esmalte, todo ello diseminado por la estancia sin orden discernible.

—Te ofrecería la cama —dijo Richard—, pero Alec se enfadaría. Ponte cómoda.

Con la sensación placenteramente ligera del cansancio bien merecido, el espadachín entró en el cuarto que albergaba su enorme cama de madera labrada y los arcones donde guardaba la ropa y las espadas, deshaciéndose de los instrumentos de su oficio: desabrochando los cierres de su cinto, sacándose la vaina del cuchillo de su chaleco. Deambuló por la habitación, soltándolos, desanudando y quitándose la ropa, y se metió en la cama. Estaba quedándose dormido cuando oyó la voz de Alec en la estancia contigua:

—¡Richard! ¡Al final nos has encontrado una criada... qué emprendedor!

—No... —empezó a explicar, y luego pensó que lo mejor sería levantarse para hacerlo.

La muchacha estaba encorvada contra el respaldo del diván, con aspecto sobrecogido e indefenso, envuelta aún con fuerza en su capa. Alec se cernía sobre ella, con su habitual desorden de extremidades ingobernables. A veces la bebida le dotaba de gracia, pero no esta noche.

—Bueno —estaba ofreciendo esperanzada la joven—, sé cocinar. Encender el fuego. Acarrear agua.

Richard pensó: Es la segunda vez que oigo eso mismo hoy. Empezó a decir:

—No le pediríamos a una dama de alta cuna...

—¿Sabes limpiar botas? —preguntó con interés Alec.

—No —aseveró tajantemente Richard antes de que ella pudiera decir que sí—. Nada de criados.

—Bueno —inquirió maliciosamente Alec—, entonces, ¿qué está haciendo aquí? Espero que no sea lo más evidente.

—Alec. ¿Cuándo me he vuelto yo evidente?

—Oh, da igual. —Alec giró torpemente sobre los talones—. Me acuesto. Que lo paséis bien. Procura que haya agua caliente para afeitarme por la mañana.

Richard se encogió de hombros disculpándose con la muchacha, que los observaba fijamente con fascinación. Era un encogimiento de hombros que significaba «no le hagas caso»; pero no pudo evitar preguntarse si habría agua caliente para afeitarse. Entre tanto, se proponía prestar atención a Alec.

Alec se despertó incapaz de decir dónde acababan sus extremidades y empezaban las de Richard. Oyó que Richard decía:

—Esto es embarazoso. No te muevas, Alec, ¿de acuerdo?

Había una tercera persona en el cuarto con ellos, de pie ante la cama con una espada desenvainada.

—¿Cómo has entrado aquí? —preguntó Richard.

El pequeño de nariz chata respondió:

—Ha sido fácil. ¿No me reconoces? Mis enemigos están en todas partes. Me parece que debería, ya sabes, recibir algún premio por eso, ¿no crees? Quiero decir, te engañé, ¿verdad?

De Vier se incorporó sobre los codos.

—¿Qué eres, una heredera disfrazada de mocoso, o un mocoso disfrazado de heredera?

—¿O —no pudo evitar añadir Alec—un niño disfrazado de niña disfrazada de niño?

—Da igual —dijo De Vier—. La sujetas demasiado fuerte.

—Oh... lo siento. —Sin apartar la punta de su objetivo, el pequeño aflojó la mano—. Perdón... trabajaré en ello. Sabía que nunca conseguiría entrar con este aspecto. Y las chicas están a salvo contigo; todo el mundo sabe que no te gustan las chicas.

—Oh, no —protestó Richard, sorprendido—. Me gustan mucho las chicas.

—Richard —dijo arrastrando las palabras Alec, cuya pierna izquierda empezaba a sufrir un calambre—, me rompes el corazón.

—Pero él te gusta más.

—Bueno, sí, eso sí.

—¿Celoso? —gruñó dulcemente Alec—. Por favor, piérdete y muérete. Voy a sufrir la peor resaca del mundo si no vuelvo a dormirme enseguida.

—No doy clases —dijo Richard—. No puedo explicar cómo hago lo que hago.

—Por favor —dijo el niño con la espada—. ¿No puedes echarme un vistazo? Dime si soy bueno. Si dices que soy bueno, lo sabré.

—¿Y si te digo que no lo eres?

—Soy bueno —dijo envaradamente el pequeño—. Tengo que serlo.

Richard salió de la cama con un movimiento fluido recuperando sus extremidades. Alec admiraba eso... era como ver a un ajedrecista experto resolver un jaque de una sola jugada. Richard estaba desnudo, pulido como una estatua a la luz de la luna. Empuñaba la espada que había estado allí desde el principio.

—Defiéndete —dijo De Vier, y el crío asumió una guardia cautelosa.

—Si lo matas —dijo Alec, con las manos cómodamente enlazadas detrás de la cabeza—, procura que no sea muy aparatoso.

—No voy... a... matarlo. —Con lo que era, para él, un alarde atípico, Richard puntuó cada una de las palabras con un golpe de acero sobre acero. Ante sus palabras el muchacho se aprestó y devolvió las estocadas—. Otra vez —espetó el espadachín, sin dejar de atacar. No había amabilidad en su voz—. Vamos a repetir la secuencia entera, si es que te acuerdas. Esta vez para todos mis golpes.

A veces el muchacho detenía las veloces estocadas, y a veces le fallaba la vista o la memoria y la hoja se detenía a un centímetro de su corazón, con su muerte suspendida por la voluntad del espadachín.

—Nueva secuencia —espetó Richard—. Apréndetela.

Repitieron los movimientos. Alec pensó que el pequeño estaba mejorando, ganando confianza. Entonces el espadachín golpeó con fuerza la hoja del niño, y la espada salió volando de la mano de su pupilo, repiqueteando en el suelo, para rodar hasta una esquina.

—Te dije que la sujetabas demasiado fuerte. Ve a buscarla.

El muchacho recuperó su espada y se reanudó la lección. Alec empezaba a aburrirse de las interminables repeticiones.

—Se te está cansando el brazo —observó De Vier—. ¿No entrenas con pesas?

—No tengo... pesas.

—Consíguelas. No, no pares. En una pelea de verdad no te puedes parar.

—Una pelea de verdad... no duraría tanto.

—¿Cómo lo sabes? ¿Has estado en alguna?

—Sí. En una... Dos.

—Ganaste ambas —dijo fríamente Richard, sin dar descanso a su brazo, sin dejar de mover los pies—. Por eso piensas que eres un héroe. Presta atención. —Golpeó bruscamente la hoja—. Sigue. —El muchacho contraatacó con una elaborada estocada doble, cambiando la línea de ataque con una ligera presión de sus dedos. Richard de Vier desvió la punta de su adversario y traspasó limpiamente con la suya las defensas del pequeño.

El crío chilló al sentir el suave beso del acero. Pero el espadachín no interrumpió los movimientos del juego.

—Es un arañazo —dijo—. No te fijes en la sangre.

—Oh. Pero...

—Querías una lección. Tómala. De acuerdo, está bien, ahora estás asustado. No puedes permitir que eso cambie nada.

Pero lo cambiaba todo. La defensa del muchacho se tornó feroz, empezó a asumir el aire de un ataque desesperado. Richard lo consintió. Ahora estaban luchando en silencio, una pelea de verdad, aunque el espadachín se contenía siempre para no causar daños reales. Empezó a jugar con el niño, dejando diminutas aberturas el tiempo necesario para ver si sabía aprovecharlas. El pequeño descubrió alrededor de la mitad... o bien su ojo pasaba por alto las otras, o su cuerpo era demasiado lento para actuar en consonancia. Hiciera lo que hiciese, Richard paraba sus ataques y lo mantenía a la defensiva.

—Ahora —dijo bruscamente el espadachín—. ¿Quieres matarme, o simplemente dejarme fuera de juego?

—No... no lo sé...

—Para la muerte —la hoja de Richard voló hacia dentro—, directo al corazón. Siempre el corazón.

El muchacho se quedó helado. Sentía la muerte fría contra su piel encendida. Richard de Vier bajó la punta, la elevó para reanudar la pelea. El pequeño estaba sudando, jadeando, por culpa del miedo tanto como del cansancio.

—Un buen toque... puede ir a cualquier parte. Tan ligero como quieras... o tan profundo.

El crío de la nariz chata se quedó inmóvil. Le moqueaba la nariz. Seguía empuñando su espada, mientras la sangre se agolpaba en su piel y su ropa en cinco sitios distintos.

—Eres bueno —dijo Richard de Vier—, pero puedes mejorar. Ahora vete.

—Richard, está sangrando —dijo suavemente Alec.

—Ya lo sé. La gente sangra cuando pelea.

—Es de noche —dijo Alec—, en la Ribera. Hay gente en las calles. Dijiste que no querías matarlo.

—Pásame esa sábana. —El sudor se enfriaba sobre la piel de Richard; se envolvió con el lino.

—Tenemos brandy —dijo Alec—. Iré a buscarlo.

—Siento ensuciaros el suelo de sangre —dijo el pequeño. Se limpió la nariz con la manga—. Lloro a causa de la impresión, eso es todo. No son lágrimas de verdad.

No examinó sus heridas. Alec lo hizo por él, enjugándolas con brandy.

—Eres asombroso —dijo al niño—. Llevo una eternidad intentando conseguir que Richard pierda los estribos. —Pasó la botella a De Vier—. Puedes beberte el resto.

Alec deshizo lo que había dejado la espada de la chaqueta del pequeño y empezó a quitarle la camisa.

—Es una niña —dijo de pronto, matrona desprevenida ante un parto antinatural.

La pequeña dijo una grosería. Había dejado de llorar.

—Eso lo serás tú —repuso Alec. Su mano se introdujo en el bolsillo de la pechera de la joven, sacó el librito que guardaba allí, con su cubierta de cuero cálida y húmeda de sudor. Lo abrió con un giro de muñeca, lo cerró de golpe.

—¿No sabes leer? —preguntó mordazmente la niña.

—No leo basura de este tipo.
El espadachín cuyo nombre no era Muerte.
Mi hermana lo tenía; todas lo tienen. Trata de una joven noble que vuelve a casa después de un baile y encuentra a un espadachín esperándola en su cuarto. No la mata; se la folla. A ella le encanta. Fin.

—No... —dijo ella, ruborizada—. No lo has entendido. Eres idiota. No tienes ni idea.

—Hey —dijo Alec—, estás muy mona cuando moqueas, ricura... ¿lo sabías?

—¡Eres idiota! —repitió ferozmente la pequeña—. Bastardo estúpido. —Duras y precisas, como si las palabras fueran nuevas en su boca—. ¿Qué sabrás tú?

—Sé más de lo que crees. Quizá no tenga tu excepcional talento con el acero, pero conozco tus otras artes. Sé lo que funciona contigo.

—Oh —se encendió la joven—, así que al final se reduce a eso. —Furiosa, estaba empezando a llorar de nuevo, contra su voluntad, enfadada también por eso—. La espada te da igual; el libro no importa... eso es lo único que entiendes. No tienes ni idea... ¡ni idea!

—¿Ah, no? —exhaló Alec. Le brillaban los ojos, una mancha de color encima de cada pómulo—. ¿Crees que no tengo ni idea? Para mi hermana eran los caballos... reales e imaginarios. —Se dominó lo suficiente para asumir su sonrisa habitual, desapasionada e indolente—. Yeguas en el establo, sementales dorados en el huerto. Me decía sus nombres. Yo me comía las manzanas que ella recogía para ellos, para que pareciera más real. Sé de lo que hablo —dijo con amargura—. Los caballos mágicos de mi hermana eran poderosos; cabalgaba con ellos por tierra y por mar; los adoraba y les ponía nombres. Pero al final la defraudaron, ¿verdad? Al final no la llevaron a ninguna parte, no le reportaron absolutamente nada.

Richard estaba sentado al filo de la cama, con el brandy olvidado en la mano. Alec nunca hablaba de su familia. Richard no sabía que tuviera una hermana. Escuchó.

—Mi hermana se casó... con un hombre que habían elegido para ella, un hombre que no le gustaba, un hombre que la asustaba. Esos malditos caballos la esperaban en el huerto, aguardaron la noche entera a que fuera a buscarlos. La habrían llevado a cualquier parte, por el amor que le profesaban... pero ella nunca acudió... y llegó el día de su boda. —Alec levantó el libro, lo lanzó contra la pared más alejada—. Sé perfectamente de lo que hablo.

La pequeña miraba a Alec, no a su libro roto.

—¿Y dónde estabas tú? —preguntó—. ¿Dónde estabas cuando tuvo lugar este matrimonio a la fuerza... esperando en el huerto con ellos? Oh, yo también sé de lo que hablo... los cogiste y escapaste. —Envarada a causa de los cortes, se agachó, recogió el libro, lo alisó—. No tienes ni idea. Ni la menor idea. Y no quieres tenerla. Ninguno de los dos.

—Alec —dijo Richard—, ven a la cama.

—Gracias por la lección —dijo la niña al espadachín—. La recordaré.

—No habría supuesto ninguna diferencia —respondió Richard—. Tendrás que encontrar a otro. Así son las cosas. Eso sí, ten cuidado.

—Gracias —repitió ella—. Tendré cuidado, ahora que hay un motivo para tenerlo. Antes hablabas en serio, ¿verdad?

—Sí. No suelo enfadarme de esa forma. Hablaba en serio.

—Bien. —Se volvió hacia la puerta y preguntó con el mismo tono frío y apagado—: ¿Cómo se llama tu hermana?

Alec seguía donde estaba cuando arrojó el libro, pálido y crispado. Richard sabía que su reacción, cuando se produjera, seria violenta.

—Te he preguntado cómo se llama.

Alec se lo dijo.

—Bien. Iré a buscarla. Le daré esto —el libro, señalado ahora con sangre seca—, y recuerdos de tu parte.

Se detuvo de nuevo, abrió el libro y leyó:

—«Hasta esta noche era una niña. Ahora soy una mujer». Así acaba. Pero tú nunca lo leíste, así que no sabrás nunca lo que viene entre medias. —Esbozó una sonrisa implacable—. Yo sí lo he leído, y lo sé. No me pasará nada ahí afuera, ¿a que no?

—Ven a la cama, Alec —repitió Richard—; estás temblando.

La muerte del duque

El duque era un hombre mayor, y su joven esposa nunca lo había conocido cuando tenía el cabello fuerte y oscuro, y caía como un manto sobre los pechos de sus numerosos amantes.

Era extranjera, de modo que no comprendía, cuando él había acudido a su ciudad para morir, y cuidar de él a lo largo de su última enfermedad empezaba a pasarle factura, por qué se preocupaban tanto sus parientes de ayudarla a elegir un criado que lo atendiera.

—Que sea guapo —dijo ruborizándose la gentil Anne.

—Pero no demasiado. —La aguda Katherine le lanzó una mirada fugaz.

—Por favor —dijo la joven esposa—, ¿por qué no dejar que sea todo lo guapo que quiera, si eso complace a mi marido, siempre y cuando sea fuerte y cuidadoso?

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