Read A tres metros sobre el cielo Online
Authors: Federico Moccia
Tags: #Infantil y juvenil, Romántico
Step se bebe divertido de un sólo trago media cerveza.
—Sí, es realmente guapa.
Claudio bebe su Martini un poco molesto porque Step le haya podido leer el pensamiento con tanta facilidad.
—Entonces, ¿qué estábamos diciendo? Ah, sí, que Babi es realmente una buena chica. Es la pura verdad.
—Eso es, sí, en resumen, Raffaella, mi mujer…
—Sí, ya la conozco. Debe de ser todo un carácter, ¿no?
—Sí, en efecto.
Claudio apura su Martini. Justo en ese momento, pasa de nuevo Francesca. Se arregla el pelo riéndose y mirando provocativa hacia su mesa.
—Le has gustado, Claudio, ¿eh? Oye, ¿nos bebemos algo más? —No le deja tiempo para responder—. Antonio, ¿me traéis otra cerveza? ¿Y tú?
¿Qué quieres?
—No, gracias, yo no tomo nada…
—¿Cómo que no tomas nada? Venga…
—Está bien, me tomo yo también una cerveza.
—Entonces, dos cervezas y unas cuantas aceitunas, papas, vaya, tráenos algo para picar.
No tarda en llegar lo que han pedido. Claudio se siente un poco decepcionado. Esta vez no es Francesca la que les sirve sino un tipo feo, un negro algo grueso con cara de bonachón. Step espera a que se aleje.
—Él también es brasileño. Pero no tiene nada que ver, ¿eh?
Se sonríen. Claudio prueba su cerveza. Está buena y fresca. Stefano es un tipo simpático. Puede que hasta más simpático que su hermano. Es más, seguro. Da un nuevo sorbo a su cerveza.
—En fin, como te iba diciendo, Stefano, mi mujer está muy preocupada por Babi. Sabes, es el último año y tiene que pasar la selectividad.
—Sí, lo sé. Me he enterado también de la historia de la profesora esa, de los problemas que ha tenido con ella.
—Ah, lo sabes…
—Sí, pero estoy seguro de que las cosas se resolverán.
—Lo espero sinceramente.
Claudio da un largo sorbo a su cerveza pensando en los cinco mil euros que le ha tocado desembolsar.
Step, en cambio, piensa en el perro de la Giacci y en los intentos de Pollo por enseñarle a traer las cosas.
—Todo se solucionará, Claudio, ya lo verás. La Giacci no molestará más a Babi. Ese problema ya no existe, te lo aseguro.
Claudio trata de sonreír. ¿Cómo le dice ahora que el verdadero problema es él?
Justo en ese momento entra un grupo de jóvenes. Dos de ellos ven a Step y se acercan a saludarlo.
—Eh, hola, Step. ¿Dónde coño te habías metido? Te hemos buscado por todas partes, todavía estamos esperando la revancha.
—He estado ocupado.
—Tienes miedo, ¿eh?
—Pero ¿qué coño dices? ¿Miedo de qué? Os dimos una buena paliza… ¿Y todavía hablas?
—Eh, calma, no te enfades. No te habíamos vuelto a ver. Ganaste ese dinero y luego desapareciste.
El chico que lo acompaña parece adquirir también un poco de valor.
—Porque luego, además, le disteis a esa última bola por pura chamba.
—Menos mal que Pollo no está. Si no me lo volvía a jugar enseguida, nada de chamba… Hicimos una serie de jugadas increíbles, una tronera tras otra.
Los dos chicos no parecen muy convencidos.
—Sí lo dices tú…
Van a la barra a pedir algo de beber. Step ve que se ponen a hablar. Luego miran hacia él y se echan a reír.
—Oye, Claudio, ¿sabes jugar al billar?
—Hace tiempo jugaba a menudo, incluso era bueno. Pero hace ya años que no he vuelto a coger un taco.
—Venga, te lo ruego, me tienes que ayudar. Yo a esos les gano con los ojos cerrados. Basta con que tú coloques bien las bolas. De meterlas en la tronera me encargo yo.
—Pero es que tú y yo tendríamos que hablar.
—Venga, ya hablaremos después. ¿Vale?
Puede que después de una partida de billar resulte mucho más fácil conversar con él pero ¿y si perdemos? Prefiere no pensarlo. Step se dirige hacia la barra, hacia los dos muchachos.
—De acuerdo. Vamos. Antonio, ábrenos la mesa. Nos volvemos a jugar ahora mismo todo ese dinero.
—¿Y con quién juegas tú, con ése? —uno de los chicos señala a Claudio.
—Sí, ¿por qué? ¿Te parece tan poca cosa?
—Como quieras, contento tú…
—Claro que, si Pollo estuviera aquí, la historia cambiaba. Vosotros lo sabéis también. Lo que quiere decir que os regalaré ese dinero. ¿De acuerdo?
—No, si ha de ser así nosotros no jugamos. Luego dirás que hemos ganado porque no estaba Pollo.
—En cualquier caso, a vosotros dos os gano sin ayuda de nadie.
—¡Venga ya…!
—¿Queréis aumentar la apuesta? ¿Hacen doscientos euros? ¿De acuerdo? Pero sólo una partida, sin revancha, tengo poco tiempo.
Los dos se miran. Luego miran al compañero de Step. Claudio, sentado al fondo de la sala, juguetea avergonzado con una cajetilla de Marlboro que hay sobre la mesa. Puede que sea precisamente eso lo que los convence.
—Está bien, de acuerdo, venga, vamos allí.
Los chicos cogen la caja con las bolas.
—Claudio, ¿sabes jugar a la americana? ¿Una partida sin revancha, doscientos euros?
—No, Stefano, gracias. Es mejor que hablemos.
—Venga, jugamos sólo una. Si perdemos, pago yo.
—El problema no es ése…
—¿Qué hacéis, jugáis al billar?
Es Francesca. Se para risueña justo delante de Claudio, haciendo gala de todo su entusiasmo brasileño.
—Venga, hago de espectadora y os animo. Seré la chica pompón.
Step mira a Claudio con curiosidad.
—¿Entonces?
—Está bien, pero una sólo.
—¡Yuhuuu! Los vamos a dejar secos.
Francesca lo coge divertida por el brazo y los tres se dirigen a la sala de al lado.
Las bolas están ya preparadas sobre la mesa. Uno de los dos chicos levanta el triángulo. El otro se coloca al fondo de la mesa y con un tiro preciso rompe. Bolas de todos los colores se dispersan sobre el paño deslizándose silenciosas. Algunas chocan entre ellas con ruidos secos; luego, paulatinamente, se detienen. Empiezan a jugar. Primero golpes sencillos, bien calibrados, luego siempre más fuertes, pretenciosos, difíciles. A Claudio y a Step les tocan las bolas a rayas. Step es el primero en introducir una en una tronera. Los otros meten dos bolas, una tercera por suerte. Cuando le llega el turno a Claudio, juega un bola larga. No está entrenado. El tiro resulta corto. Ni siquiera consigue acercarse a la tronera. Los dos chicos se miran divertidos. Sienten ya el dinero en sus bolsillos. Claudio se enciende un cigarrillo. Francesca le lleva un whisky. Claudio nota que, como todas las brasileñas, tiene el pecho pequeño pero duro y tieso bajo la camiseta oscura. Poco después le toca a él de nuevo. La segunda bola va mejor. Claudio la centra de lleno y con un efecto preciso, colocándola en el centro. Es el quince, esos dos han dejado que la juegue convencidos de que fallaría.
—¡Centro! —Step le da un palmadita sobre el hombro—. ¡Buen golpe!
Claudio lo mira sonriendo, luego da otro trago a su whisky y se inclina sobre el billar. Se concentra. Golpea la bola blanca, ligeramente a la izquierda, choca contra la banda y luego se desliza a lo largo de ella, dulcemente impulsada. Un golpe perfecto. Tronera. Los dos chicos se miran preocupados. Francesca aplaude.
—¡Bravo!
Claudio sonríe. Moja la tiza azul con la punta de la lengua y la pasa rápidamente sobre el taco.
—Hace tiempo, sí que era bueno.
Sigue jugando. También Step entronera algunas. Pero los otros dos tienen más suerte. Tras algunos golpes, sólo les queda por meter en la tronera una bola, la roja y la uno. Es el turno de Claudio. Sobre la mesa quedan todavía algunas bolas rayadas. Claudio apaga el cigarrillo. Coge la tiza y mientras la pasa rápidamente por el taco estudia la situación. No es de las mejores. La doce está bastante cerca de la tronera del fondo pero la diez está casi a mitad de la mesa. Debería hacer una salida perfecta, pararse justo allí delante y meterla en la tronera central izquierda. Hace tiempo tal vez lo habría conseguido pero ahora… ¿Cuántos años hace que no juega? Apura su whisky. Al volver la cabeza hacia abajo, se cruza con la mirada de Francesca. Tantos, al menos, como parece tener esa magnífica muchacha. Se siente ligeramente aturdido. Le sonríe. Tiene la piel del color de la miel, el pelo oscuro, y una sonrisa tan sensual… a la vez que tierna. Le echa unos dieciocho años. Puede que menos. «Dios mío, piensa, podría ser mi hija.» ¿Para qué he venido hasta aquí? Para hablar con Stefano, mi amigo, Step, mi compañero. Parpadea. Siente el efecto del alcohol. Bueno, ya que me he puesto a jugar, tengo que terminar la partida. Apoya la mano sobre la mesa, pone el taco sobre ella y lo hace deslizarse entre el pulgar y el índice, probándolo. Luego centra la bola blanca. Está parada en medio de la mesa, impávida. A la espera de ser golpeada. Inspira profundamente, espira. Prueba una vez más y luego da el golpe. Preciso. Con la fuerza justa. Banda lateral y luego a continuación la doce: tronera. Perfecto. Luego la bola blanca sube de nuevo. Rápida, demasiado rápida. «No, detente, detente.» La ha golpeado con demasiada fuerza. La bola blanca supera a la diez y se detiene más allá de la mitad del campo, frente a Claudio, desdeñosa y cruel. Los dos adversarios se miran. Uno de los dos enarca las cejas, el otro exhala un suspiro de alivio. Por un momento han temido perder la partida. Se sonríen. Desde aquella posición el tiro es realmente imposible. Claudio da la vuelta a la mesa. Estudia todas las distancias. Debería hacer cuatro bandas. Cavila con las manos apoyadas en el borde de una de las esquinas de la mesa.
—¿Qué más da? Prueba. —Claudio se da la vuelta. Step está detrás de él. Sabe de sobra en lo que está pensando.
—Sí, pero cuatro bandas…
—¿Y qué? Lo peor que puede pasar es que perdamos… Pero, si las haces, ¡imagínate cómo coño los vas a dejar!
Claudio y Step miran a sus adversarios. Han pedido dos cervezas más y beben ya por la victoria.
—¡Eso, qué más da, como mucho perdemos!
Claudio está ya borracho. Va hacia el otro extremo de la mesa. Pasa la tiza por el taco, se concentra y asesta el golpe. La bola blanca parece volar sobre el paño verde. Una. Claudio recuerda todas las tardes que pasó jugando al billar cuando era joven. Dos, los amigos de entonces, la cantidad de tiempo que pasaban juntos. Tres, las chicas, el dinero que siempre escaseaba, lo mucho que se divertía. Cuatro. La juventud pasada, Francesca, sus diecisiete años… y, en ese momento, la bola blanca choca de lleno con la diez. Por detrás, con fuerza, segura, precisa. Un ruido sordo. La bola vuela hacia delante entrando en la tronera central.
—¡Centro!
—¡Yuhuuu! —Claudio y Step se abrazan—. Coño, otra que va a entrar por pura chiripa. Mira adónde ha ido a parar.
La bola blanca está parada frente a la uno amarilla a pocos centímetros de la tronera del fondo. Claudio la mete con un golpe facilísimo.
—¡Hemos ganado!
Claudio abraza a Francesca y consigue incluso levantarla. Luego, abrazado a ella, se abalanza sobre uno de sus adversarios.
—Eh, quítate de en medio, coño.
El tipo le da un empujón a Claudio haciéndolo ir a parar contra el billar. Francesca se incorpora de inmediato. A Claudio, ligeramente aturdido, le cuesta un poco más. El tipo lo agarra por la chaqueta y lo levanta.
—Te crees muy listo, ¿no? «Hace muchos años que no juego… Tíos, no estoy entrenado.» —dice imitándolo.
Claudio está aterrorizado. Se queda paralizado, sin saber muy bien qué hacer.
—Hacía mucho que no jugaba, de verdad.
—¿Ah, sí?, a juzgar por el último golpe, cuesta de creer.
—Ha sido por pura suerte.
—Eh, basta, suéltalo. —El tipo hace como que no oye a Step—. He dicho que lo dejes. —Repentinamente, siente que alguien lo aparta. Claudio se ve liberado y la chaqueta vuelve de nuevo a su sitio. Recupera el aliento mientras el tipo acaba contra la pared. Step lo sujeta por el cuello con la mano—. ¿Qué pasa, no me oyes? No quiero pelea. Venga, saca los doscientos euros. Sois vosotros los que habéis insistido en jugar.
El otro se acerca con el dinero en la mano.
—Nos has engañado, sin embargo, ese tío juega mil veces mejor que Pollo.
Step coge el dinero, lo cuenta y se lo mete en el bolsillo.
—Es verdad, pero yo no tengo la culpa… no lo sabía…
Después agarra a Claudio del brazo y ambos salen victoriosos de la sala de billar. Claudio se bebe otro whisky. Esta vez para recuperarse del susto.
—Gracias, Step. Caramba, ése me quería partir la cara.
—No, era puro teatro, ¡sólo está cabreadísimo! Ten, Claudio, aquí tienes tus cien euros.
—No, venga, ¡no puedo aceptarlos!
—¿Cómo que no? ¡Joder, la partida la has ganado prácticamente tú!
—Está bien, entonces bebamos por ello. Pago yo.
Algo más tarde, Step, viendo el estado en el que se encuentra Claudio, lo acompaña hasta el coche.
—¿Estás seguro de que puedes llegar hasta casa?
—Segurísimo, no te preocupes.
—Seguro, ¿eh? Mira que a mí no me cuesta nada acompañarte.
—No, en serio, estoy bien.
—De acuerdo, como quieras. Buena partida, ¿eh?
—¡Magnífica!
Claudio hace ademán de ir a cerrar la puerta.
—¡Claudio, espera! —Es Francesca—. ¿Qué haces, no te despides de mí?
—Tienes razón, pero es que, con todo este lío…
Francesca se mete en el coche y lo besa en los labios tiernamente, con ingenuidad. Luego se separa y le sonríe.
—Entonces adiós, hasta la vista. Ven a verme alguna vez. Yo estoy siempre aquí.
—Ten por seguro que vendré.
A continuación se pone en marcha. Baja la ventanilla. El aire fresco de la noche resulta agradable. Pone un CD y se enciende un cigarrillo. Luego, completamente borracho, golpea con fuerza el volante con las manos.
—¡Guauu! ¡Menuda bola, coño! Y qué tía…
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz. Pero, a medida que se acerca a casa, se va entristeciendo. «¿Qué le voy a contar ahora a Raffaella?» Entra en el garaje sin haber decidido la versión definitiva. La maniobra, que apenas si consigue hacer cuando está sobrio, le resulta imposible ahora que está borracho. Baja del coche y mira el arañazo a un lado del coche y la Vespa tirada contra la pared. La levanta pidiéndose a sí mismo disculpas.
—Pobre Puffina, te he abollado la Vespa.
Sube a casa. Raffaella lo está esperando. Sufre el peor interrogatorio de su vida, peor que los de las películas policíacas. Raffaella sólo hace de policía malo, el otro, el bueno, ese que en las películas se muestra más amistoso y ofrece un vaso de agua o un cigarrillo, no existe.