Read A tres metros sobre el cielo Online
Authors: Federico Moccia
Tags: #Infantil y juvenil, Romántico
—¿Estás loca? ¿Por qué no has dicho lo que pasó realmente? ¿Por qué no has dicho que ese delincuente le pegó a Accado sin motivo?
—Para mí, las cosas pasaron como te he dicho. Step es inocente. No tiene nada que ver. ¿Qué sabéis vosotros de lo que sucedió? ¿O de lo que sintió en ese momento? Vosotros no sabéis justificar las cosas, no sabéis perdonar. La única cosa que sabéis hacer es juzgar. Decidís sobre la vida de vuestros hijos de acuerdo con vuestros propios deseos, con vuestras propias ideas. Sin saber mínimamente lo que pensamos nosotros. Para vosotros la vida es como jugar a
gin
, todo lo que desconocéis es una carta incómoda que preferiríais no haber pescado nunca. No sabéis qué hacer con ella, os quema en las manos. Pero no os preguntáis por qué uno es violento, por qué uno se droga, qué más os da, no se trata de vuestro hijo, no os afecta. En cambio esta vez sí que te interesa, mamá, esta vez tu hija sale con uno que tiene problemas, que no piensa sólo en tener el GTI 16 válvulas, la Daytona o en ir a Cerdeña. Es violento, es cierto, pero puede que lo sea porque no se sabe explicar muchas cosas, porque le han contado muchas mentiras, porque el suyo es el único modo de reaccionar.
—Pero ¿qué estás diciendo? Una sarta de tonterías… Y, además, ¿no has pensado en ello? ¿Qué imagen das? Eres una mentirosa. Has mentido delante de todos.
—Me importan un comino esos amigos tuyos, lo que piensan, cómo me juzgan. Siempre estáis diciendo que es gente que se ha hecho a sí misma, que ha llegado. Pero ¿adónde ha llegado? ¿Qué ha hecho? Sólo dinero. No hablan con sus hijos. No les interesa en absoluto lo que hacen, lo que puedan sufrir. Nosotros os importamos un huevo.
Raffaella le da entonces una bofetada en la cara. Babi se pasa la mano por la mejilla, luego sonríe.
—Lo he dicho adrede, ¿qué crees? Ahora que me has pegado tu conciencia está tranquila. Ahora puedes volver a parlotear con tus amigas y sentarte a la mesa de juego. Tu hija está bien educada. Ha entendido lo que es justo y lo que no lo es… Ha entendido que no hay que soltar tacos y que hay que comportarse como es debido. Pero ¿no ves que eres ridícula, que haces reír? Me mandas a misa el domingo pero si escucho demasiado el evangelio entonces no va bien. Si amo demasiado a mis semejantes, si traigo a casa a uno que no se levanta cuando tú entras o que no sabe comportarse a la mesa, entonces tuerces el morro. Tendríais que inventar iglesias a vuestra medida, un evangelio sólo para vosotros donde no resucitan todos, sino sólo aquellos que no comen en camiseta interior, que no firman escribiendo primero el apellido, aquellos que sabéis de quién son hijos, que están siempre morenos y son atractivos, que se visten como queréis vosotros. Sois unos payasos.
Babi se va. Raffaella se la queda mirando hasta que la ve subir a la moto de Step y alejarse con él.
Cuánto tiempo ha pasado desde entonces. Cuántas cosas han cambiado. Suspira, abriendo el segundo cajón. «Pobre mamá, cuántas cosas le he hecho pasar. En el fondo, tiene razón ella. Tal vez lo haya entendido sólo ahora. Pero hay cosas más importantes en la vida.» Sigue ordenando. Sólo que ni siquiera se le ocurre una, puede que porque no quiere pensar más en ellas, porque es más cómodo así. O también porque, en realidad, no son tantas. Puede que sea un remordimiento, o un sostén sobre el que se burló él.
—Qué sexy estás esta noche.
Llegan uno tras otro los recuerdos, implacables, melancólicos y tristes, remotos. La fiesta de sus dieciocho años en Ansedonia. A las diez de la noche, repentinamente, un ruido de motos. Todos los invitados se asoman a la terraza. Finalmente algo de que hablar. Acaban de llegar Step, Pollo y el resto de sus amigos. Bajan de las motos y entran en la fiesta riéndose, insolentes y seguros de sí mismos, mirando en derredor, sus amigos en busca de alguna tía buena, Step, de ella.
Babi se arroja en sus brazos, entre un dulce «felicidades, cariño» y un descarado beso en la boca.
—Venga, que están mis padres…
—¡Lo sé, por eso lo he hecho! Ven, escapémonos juntos…
Después de la tarta con las velitas y el Rolex que le regalan sus padres, huyen de allí. Se deja secuestrar por sus ojos alegres, por sus divertidas ocurrencias, por su moto veloz. Se marchan de allí, bajan por la cuesta, se dirigen hacia el mar nocturno, entre las gayombas, lejos de invitados inútiles, de la mirada de desprecio de Raffaella, de la apenada de Claudio a quien le habría gustado poder bailar un vals con su hija como hacen todos los padres.
Pero ella ya se ha ido, está lejos. Mayor de edad, se pierde bailando entre sus besos, al ritmo que marcan unas olas espumosas y saladas, una luna romántica, su joven amor.
—Ten, es para ti. —Sobre su cuello brilla una cadena de oro con piedras turquesa del mismo color de sus ojos felices. Babi le sonríe y él, entre un beso y otro, consigue incluso convencerla—. Te juro que no la he robado.
Y la noche de la selectividad. Qué risa aquella vez, en casa hasta bien tarde para repasar. Hipótesis continuas, murmuradas clandestinamente. Todos creen saber cuál será el tema. Se llaman unos a otros seguros, cada uno de ellos convencido de tener razón.
—Es el cincuenta de la televisión, ha sido descubierto un nuevo texto de Manzoni, es sobre la Revolución francesa, seguro.
Algunos dicen que les llegó la noticia desde Australia, donde salió el día anterior, otros de un amigo que es profesor, de uno que está en la comisión, alguno incluso gracias a un médium. Cuando, el día después, el futuro se convierte en presente, se descubre que aquel profesor no es, a fin de cuentas, tan amigo, que aquel médium era un simple estafador y Australia una tierra demasiado remota como para tomarla con alguien. En cambio, cuando salieron las notas, la gran sorpresa.
Babi sacó un diez. Corrió a casa de Step completamente feliz, entusiasmada con el resultado. Él se echó a reír y le tomó el pelo.
—Ahora sí que eres toda una mujer… una mujer madura…
Y la desnudó sin dejar de reírse, bromeando, como si supiera, como si se esperara aquella nota. Hicieron el amor. Luego ella se vengó riéndose a su vez de él.
—¿Quién te lo iba a decir? Tú, un vulgar siete que tiene el honor de besar a una que ha sacado diez… ¿Te das cuenta de la suerte que tienes?
Él le sonrió.
—Sí, claro que me doy cuenta.
Y la abrazó en silencio.
Algún tiempo después, Babi fue a visitar a la Giacci. En el fondo, después de todas sus discusiones, la maestra había acabado por demostrarle una cierta simpatía. Había empezado a tratarla bien, con consideración, hasta con excesivo respeto. Aquel día, al llegar a su casa, supo por qué.
Aquel respeto no era sino miedo. Miedo a quedarse sola, a no volver a tener consigo a su único amigo y compañero. Miedo a no volver a ver a su perro. Babi se quedó sin palabras. Escuchó a la iracunda profesora, su rabia, sus palabras malévolas. La Giacci estaba frente a ella, de nuevo con su
Pepito
en brazos. Aquella mujer anciana parecía aún más cansada, más amarga, más desilusionada del mundo, de aquellos jóvenes. Babi escapó de allí disculpándose, sin saber qué decir, sin saber ya muy bien quién era y a quién tenía a su lado, cuál habría sido su nota, la verdadera, aquello que se habría merecido.
Babi va hasta la ventana y mira fuera. Algunos árboles de Navidad se encienden y se apagan en las terrazas de las casas, en los salones elegantes de los edificios de enfrente. Es Navidad. Hay que ser buenos. Tal vez debería llamarlo. «Cuántas veces, sin embargo, fue buena. Cuántas veces lo perdonó. Incluida la Giacci.» Recuerda las mil discusiones que tuvieron, su modo tan diferente de ver las cosas, las peleas, el dulce hacer las paces confiando en que todo pudiese mejorar. Pero no fue así. Una discusión tras otra, todos los días, con sus padres que le habían declarado la guerra, llamadas a escondidas, nocturnas. Su madre que responde, Step que cuelga. Y su móvil, desgraciadamente, en casa no tenía cobertura… Y ella castigada, siempre más a menudo. Aquella vez que Raffaella organizó una cena en su casa y la obligó a asistir. Había invitado a gente de lo mejorcito, el hijo de un amigo suyo, muy rico. Un buen partido, le había dicho. Step llegó más tarde. Daniela le abrió sin pensar, sin preguntar quién era. Step abrió de par en par la puerta dándole un golpe en la cabeza.
—Perdona, Dani, no tengo nada contra ti, ya lo sabes.
Cogiendo a Babi del brazo, la arrastró fuera de allí entre los gritos inútiles de Raffaella y el intento del buen partido de detenerlo. El tipo en cuestión acabó en el suelo con un labio roto y lleno de sangre. Ella se durmió entre los brazos de Step, llorando.
—Las cosas se han puesto muy difíciles para nosotros. Me encantaría estar muy lejos contigo, sin que hubiera más problemas, sin mis padres, sin todos estos líos, en un lugar tranquilo, fuera del tiempo.
Él le sonrió.
—No te preocupes. Yo sé adónde podemos ir, nadie nos molestará. Hemos estado ya muchas veces, basta quererlo.
Babi lo miró con ojos esperanzados.
—¿Adónde?
—Tres metros sobre el cielo, donde viven los enamorados.
Pero, al día siguiente, ella volvió a su casa y a partir de ese momento empezó o, tal vez, se acabó todo.
Babi se matriculó en la universidad, empezó a asistir a las clases de economía y comercio, pasaba las tardes estudiando. Se veían menos. Una tarde, con él. Habían ido al bar de Giovanni a tomarse un refresco. Mientras estaba hablando fuera del local llegaron de repente dos tipos tremendos. Pillaron por sorpresa a Step. Se abalanzaron sobre él sin mediar palabra. Abrazándose entre ellos se pusieron a darle cabezazos, golpeándole a turnos, en un espantoso balanceo sangriento. Babi empezó a chillar. Step, al final, consiguió liberarse. Los dos tipos huyeron a bordo de una Vespa trucada perdiéndose en el tráfico. Step quedó en el suelo, atontado. Luego, ayudado por ella, se puso de nuevo en pie. Con pañuelos de papel, trataron de detener la sangre que le salía a chorros de la nariz, manchándole la Fruit.
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Después la acompañó a casa, en silencio, sin saber muy bien qué decir. Le contó algo sobre una antigua pelea, cuando todavía no salían juntos. Ella le creyó, aunque también es posible que sólo deseara hacerlo. Raffaella se llevó un buen susto cuando la vio entrar en casa con la camiseta llena de sangre.
—¿Qué te has hecho? Babi, ¿estás herida? ¿Qué te ha pasado? Es culpa de ese delincuente, ¿verdad? ¿No entiendes que acabará mal?
Ella fue hasta su habitación, se cambió en silencio. Se quedó a solas en ella, tumbada en la cama. Consciente de que algo no iba bien. Era otra cosa la que tenía que cambiar. No iba a ser tan fácil, no como quitarse una camiseta y tirarla en el cesto de la ropa sucia. Volvió a ver a Step algunos días más tarde. Tenía un corte en la cara. Llevaba unos puntos en la ceja.
—Pero ¿qué te has hecho?
—¿Sabes?, para no despertar a Paolo entré en casa sin encender la luz del pasillo. Me di contra una esquina. No te puedes imaginar qué daño, una cosa espantosa.
Como lo que había hecho él. Se enteró de la verdad por casualidad, mientras hablaba con Pallina por teléfono. Habían ido a Talenti, al Zio d'America, con bastones y cadenas, capitaneados por Step. Una pelea impresionante, una auténtica venganza. Incluso salió en un suelto del periódico. Babi colgó el teléfono. Era inútil discutir con Step, hacía siempre lo que le venía en gana, a su modo. Era un cabezota. Se lo había repetido ya hasta cansarse, que ella odiaba la violencia, los golpes, los matones.
Ordena los estantes, saca algunos cuadernos y los arroja al suelo. Cuadernos de los años pasados, apuntes del bachillerato, libros viejos.
—¿Qué hacemos esta noche? ¿Vamos a las carreras de motos? Venga, todos van a ir.
—Imagino que lo dirás de broma, ¡ni lo sueñes! Yo no vuelvo a meter los pies en ese sitio. Igual me encuentro con esa chula medio loca y llegamos otra vez a las manos. Si quieres, yo he quedado con mis amigos después de cenar.
Step se puso una chaqueta azul. Permaneció todo el tiempo sentado en el sofá, mirando a su alrededor, tratando de encontrar algo divertido en aquellas conversaciones sin conseguirlo. Siempre había odiado a aquella gente. Se había colado en aquellas fiestas, había destrozado todo, se había divertido muchísimo robando con sus amigos en los dormitorios, tirando las cosas por las ventanas. Sus amigos. A saber dónde estarían en ese momento. En el invernadero, haciendo el caballito a ciento cuarenta, sobre la moto, mientras el público los animaba y Siga anotaba las apuestas, con las
camomillas
, Ciccio y el resto. Menudo coñazo de fiesta. Su mirada se cruza con la de Babi. Le sonríe. Ella está molesta, sabe de sobra lo que está pensando.
Babi consigue alcanzar el libro que está sobre los demás. Luego lo recuerda como si estuviera pasando en ese mismo momento.
El telefonillo suena enloquecido. La dueña de la casa atraviesa corriendo el salón, la puerta se abre y Pallina aparece en el umbral, pálida, tan descompuesta que acto seguido estalla en sollozos.
Fue una noche terrible. Trata de olvidarla. Recoge los libros que hay esparcidos por el suelo. Los apila y los coloca sobre la mesa. Al inclinarse de nuevo, la ve. Clara, seca, amarilla, tan descolorida como el pasado. Rota, sobre la moqueta oscura, sin vida ya desde hace mucho tiempo. La pequeña espiga que metió en su diario la primera vez que hizo novillos con Step. Aquella mañana en la que el viento anunciaba ya el verano, aquellos besos con sabor a piel perfumada por el sol. Su primer amor. Recuerda cuando estaba convencida de que jamás podría tener otro. La recoge. La espiga se deshace entre sus dedos, como los viejos pensamientos, como los sueños ligeros y las frágiles promesas.
Step mira la cafetera apoyada sobre el hornillo. Todavía no sale el café. Aumenta un poco el fuego. Junto a él todavía hay restos de ceniza, un último trozo de papel amarillento. Sus queridos dibujos, las ilustraciones de Andrea Pazienza. Eran originales. Los robó en la redacción de un nuevo periódico,
Zut
, cuando Andrea estaba todavía vivo y colaboraba con ellos. Una noche rompió el cristal de la ventana con el codo y entró por arriba. Fue fácil, sólo se llevó las ilustraciones del mítico Paz y luego salió a toda prisa por la puerta, desvaneciéndose en la noche, feliz, con los dibujos de su ídolo entre las manos. Andrea murió poco tiempo después.