A tres metros sobre el cielo (38 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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Cuarenta y seis

La Giacci baja a la sala de visitas. Saluda a algunas madres que conoce y luego va hasta el fondo. Un chico con una cazadora oscura y un par de gafas negras está sentado de cualquier manera en un sillón. Tiene una pierna colgando sobre uno de los brazos y, por si fuera poco, fuma con aire insolente. Echando la cabeza hacia atrás, tira el humo de vez en cuando hacia lo alto.

La Giacci se para ante él.

—Perdone… —El chico parece no haberla oído. La Giacci levanta la voz—. ¿Perdone?

Step, finalmente, alza la cabeza.

—¿Sí?

—¿Acaso no sabe leer? —le pregunta indicando el letrero colgado en la pared, en un lugar bien visible, que prohíbe fumar.

—¿Dónde?

La Giacci decide no insistir.

—Aquí no se puede fumar.

—Ah, no me había dado cuenta.

Step tira el cigarrillo al suelo y lo apaga con un golpe decidido del talón. La Giacci se está poniendo nerviosa.

—¿Qué hace usted aquí?

—Estoy esperando a la profesora Giacci.

—Soy yo. ¿A qué debo su visita?

—Ah, es usted, profesora. Perdone por el cigarrillo.

Step se sienta mejor en el sillón. Por un momento parece lamentarlo sinceramente.

—Déjelo estar y dígame qué es lo que quiere.

—Mire, quería hablarle de Babi Gervasi. Usted no debe tratarla de ese modo. ¿Sabe, profesora? Esa chica es muy sensible. Y, además, sus padres son una auténtica lata, ¿lo entiende? De manera que si usted la toma con ella, ellos la castigarán y yo saldré perdiendo porque no podré salir con ella y eso no me gusta nada, profesora, ¿me entiende?

La Giacci está fuera de sí. ¿Cómo se permite ese chulo hablarle en ese tono?

—No lo entiendo en absoluto y, sobre todo, no entiendo lo que hace usted aquí. ¿Es acaso pariente suyo? ¿Su hermano?

—No, digamos que soy un amigo.

Repentinamente, la profesora recuerda haberlo visto ya. Sí, desde la ventana. Es el chico con el que Babi se escapó del colegio. Habló de él con su madre, largo y tendido. Pobre señora. Es un individuo peligroso.

—Usted no está autorizado a estar aquí. Márchese o llamo a la policía.

Step se levanta y pasa risueño por delante de ella.

—Yo sólo he venido para hablar con usted. Quería encontrar con usted una solución, pero veo que es imposible. —La Giacci lo mira con aire de superioridad. Ese tipo no le da miedo. A pesar de todos esos músculos, no deja de ser un simple muchacho, una mente pequeña, insignificante. Step se le acerca como si quisiera hacerle una confidencia—. Veamos si entiende esta palabra, profesora. Atenta, ¿eh?:
Pepito
. —La Giacci palidece. No quiere dar crédito a lo que acaba de oír—. Veo que ha entendido el concepto. Así que procure portarse bien, profesora, y verá que se acaban los problemas. En la vida se trata de encontrar las palabras adecuadas, ¿no? Recuerde:
Pepito
.

La deja en medio de la sala, blanca como el papel, aún más vieja de lo que ya es, con una única esperanza: que nada de todo aquello sea verdad. La Giacci va a ver a la directora, le pide permiso, corre a casa y cuando llega siente una especie de pánico al entrar. Abre la puerta. Ningún ruido. Nada. Entra en todas las habitaciones gritando, llamándolo por su nombre, a continuación se derrumba sobre una silla. Aún más cansada y sola, si cabe, de lo que se siente todos los días. El portero se asoma a la puerta.

—Profesora, ¿cómo va? Está usted muy pálida. Oiga, hoy vinieron dos chicos de su parte para sacar a pasear a
Pepito
. Yo mismo les abrí. Hice bien, ¿no?

La Giacci lo mira. Como si no lo viera. Luego, sin odio, resignada, llena de tristeza y melancolía, asiente. El portero se marcha, la Giacci se levanta como puede de la silla y va a cerrar la puerta. La esperan días de soledad, en aquella casa tan grande, sin los alegres ladridos de
Pepito
. Uno se puede equivocar sobre la gente. Babi le parecía una muchacha orgullosa e inteligente, puede que un poco sabihonda, pero incapaz de una crueldad semejante. Se encamina hacia la cocina para prepararse algo de comer. Abre la nevera. Al lado de su ensalada está la comida de
Pepito
ya preparada. Estalla en sollozos. Ahora sí que está realmente sola. Ahora ha perdido definitivamente.

Cuarenta y siete

Aquella tarde, Paolo acaba de trabajar temprano. Entra en casa muy contento. De repente, oye un ladrido. En el salón, un perro lulú de pelo blanco mueve la cola sobre su alfombra turca. Pollo está delante de él con una cuchara de madera en la mano.

—¿Listo? ¡Venga!

Pollo tira la cuchara sobre el sofá que tiene delante. El lulú ni siquiera se gira, no parece importarle lo más mínimo adónde pueda haber ido a parar el trozo de madera. Al contrario, empieza a ladrar.

—Coño, pero ¿por qué no va? ¡Este perro no funciona! ¡Nos hemos llevado un perro idiota! Sólo sabe ladrar.

En una butaca, Step deja el cómic que está leyendo y levanta la vista.

—Mira que no es un perdiguero. No está predispuesto, ¿no lo ves? ¿Qué pretendes?

Step ve a su hermano. Paolo está de pie en el umbral de la puerta con el sombrero todavía en la mano.

—Vaya, Pa', ¿cómo estás? No te he oído entrar. ¿Cómo es que llegas hoy tan temprano?

—He acabado antes. ¿Qué hace este perro en mi casa?

—Es nuevo. Pollo y yo lo hemos cogido a medias. ¿Te gusta?

—En absoluto. No lo quiero ver por aquí. Mira. —Va hasta el sofá—. Está todo lleno de pelos blancos, aquí.

—Venga, Pa', no seas tan dominante. Estará en mi parte de la casa.

—¿Qué?

El perro mueve la cola y empieza a ladrar.

—¿Lo ves? ¡Él está de acuerdo!

—Si ya me despiertas tú cuando vuelves a casa imagínate con este perro ladrando sin parar. Ni hablar.

Paolo se marcha furioso.

—Coño, se ha enfadado.

A Pollo se le ocurre algo, grita para que lo pueda oír desde la otra habitación.

—¡Paolo, por los doscientos euros que te debo… me lo llevo yo!

Step se echa a reír y empieza a leer
Dago
. Paolo aparece en la puerta.

—Hecho. En cualquier caso, había ya dado por perdido ese dinero, al menos así me quito de encima al perro. Por cierto, Step, ¿se puede saber adónde han ido a parar mis galletas de mantequilla? Las compré el otro día para desayunar y ya han desaparecido.

—Bah, se las habrá comido Maria. Yo no las he cogido, ya sabes que a mí no me gustan.

—No sé por qué, pero todo lo que sucede acaba siendo siempre culpa de Maria. Despidámosla, ¿no? Sólo nos causa problemas…

—¿Estás loco? Maria es un mito. Hace unas tartas de manzana… La del otro día, por ejemplo… —interviene Pollo.

—¡Así que os la comisteis vosotros, estaba seguro!

Step mira el reloj.

—Coño, es tardísimo. Tengo que salir.

Pollo también se levanta.

—Yo también.

Paolo se queda solo en el salón.

—¿Y el perro?

A Pollo le da tiempo a contestarle antes de salir:

—Paso después por aquí.

—¡Mira que si no te lo llevas tendrás que devolverme los doscientos euros!

Paolo mira al lulú. Está en medio del salón, moviendo la cola. Qué extraño que todavía no se haya hecho pipí sobre su alfombra. Abre su maletín de piel y saca una nueva caja de galletas inglesas de mantequilla. ¿Dónde puede esconderla? Elige el armarito que hay allí abajo, el de los sobres y las cartas. En esa casa no escribe nadie. Será difícil que las encuentren allí. Las esconde bajo un paquete aún cerrado de sobres.

Al incorporarse, advierte que el lulú lo está mirando. Ambos se observan por un instante. «Puede que me lo hayan dejado adrede. Hay perros capaces de encontrar las trufas. Puede que éste sea un perro galletero.» Por un momento, estúpidamente, Paolo deja de estar tan seguro sobre su escondite.

Cuarenta y ocho

Babi va subida a la moto detrás de Step. Con la mejilla apoyada sobre su cazadora mientras el viento le arrebata las puntas de sus cabellos.

—¿Cómo ha ido hoy el colegio?

—Estupendo. Hemos tenido dos horas libres. La Giacci no ha venido. Problemas familiares. Si con una como ésa tenemos problemas nosotras imagínate su familia…

—Ya verás cómo de ahora en adelante las cosas irán mejor. Tengo como una especie de presentimiento.

Babi no acaba de entender el significado de aquellas palabras y cambia de tema.

—¿Estás seguro de que no me hará daño?

—¡Segurísimo! Todos se lo han hecho. Ya has visto lo grande que es el mío. Me habría muerto, ¿no? Tú te vas a hacer uno pequeñísimo. Ni siquiera te darás cuenta.

—No he dicho que me lo hago. Sólo he dicho que voy a ver.

—Está bien, como quieras, si no te gusta, no te lo hagas, ¿de acuerdo?

—Bueno, hemos llegado.

Caminan por un sendero. En el suelo hay arena; el viento la ha llevado hasta allí tras habérsela robado a la playa vecina. Están en Fregene, en el pueblo de los pescadores. Babi se pregunta por un momento si no se habrá vuelto loca. «Dios mío, estoy a punto de hacerme un tatuaje, piensa, tengo que hacérmelo en un sitio donde no se vea demasiado.» Imagina lo que podría suceder si su madre la descubriera. Se echaría a gritar. Su madre grita siempre.

—¿Estás pensando dónde hacértelo?

—Todavía no sé si me lo voy a hacer o no.

—Venga, el mío te gustó mucho cuando lo viste. Y, además, Pallina también se ha hecho uno, ¿no?

—Sí, lo sé, pero ¿qué tiene que ver eso? Ella se lo hizo sola en casa con las agujas y la tinta.

—Bueno, esto es mucho mejor. Con la maquinita sale también a colores… Es cojonudo.

—Pero ¿estás seguro de que la esterilizan?

—¡Claro, qué cosas se te ocurren!

—Yo no me drogo, no he hecho nunca el amor. Sería el colmo coger el sida haciéndome un tatuaje.

—Es aquí.

Se paran delante de una especie de cabaña. El viento agita las cañas que cubren el tejado como una plancha. La ventana está cubierta por unos cristales de colores. La puerta es de madera marrón oscuro. Casi parece de chocolate.

—¿Se puede, John?

—Vaya, Step, entra.

Babi lo sigue. Le impresiona el fuerte olor a alcohol que hay en su interior. Al menos de eso hay; ahora hay que asegurarse de que lo usen. John está sentado en una especie de taburete ocupado con el hombro de una chica rubia sentada delante de él en un banco. Se oye el ruido de un motor. A Babi le recuerda el del torno del dentista. Confía en que no haga tanto daño. La muchacha mira hacia delante. Si siente dolor, no lo demuestra. Un muchacho, apoyado contra la pared, deja de leer
Il Corriere dello Sport
.

—¿Te hace daño?

—No.

—Venga, que sí que te hace.

—Te he dicho que no.

El muchacho se concentra de nuevo en el periódico. Casi parece molestarle que su amiga no sienta nada.

—Bueno, esto ya está. —John aparta el aparato y se inclina sobre el hombro para ver mejor su trabajo—. ¡Perfecta!

La chica exhala un suspiro de alivio. Alarga el cuello para ver si el entusiasmo que demuestra John está justificado. Babi y Step se acercan curiosos. El chico deja de leer y se inclina hacia delante. Todos miran en silencio. La muchacha busca a su alrededor un poco de aprobación.

—Es bonita, ¿eh?

Una mariposa multicolor resplandece lívida sobre su hombro. La piel está un poco hinchada. El color todavía fresco, mezclado con el rojo de la sangre, resulta particularmente brillante.

—Preciosa —le responde sonriendo el que, por lo visto, debe de ser su novio.

—Mucho. —También Babi se decide a darle un poco de satisfacción.

—Ten, ponte esto. —John le pone una venda adherente sobre el hombro—. Tienes que lavarlo cada mañana durante algunos días. ¡Verás que así no se infecta!

La chica inspira por la boca con los dientes apretados.

Algo es seguro. Una vez acabado, al menos, John usa el alcohol. El tipo saca cincuenta euros y le paga. Luego sonríe y abraza a su chica recién tatuada.

—¡Ay! Me haces daño.

—Oh, perdona, cariño.

La coge delicadamente algo más abajo y sale con ella de aquella pseudocabaña.

—Bueno, Step, enséñame cómo va tu tatuaje…

Step se sube la manga derecha de su cazadora. Sobre su musculoso antebrazo aparece un águila con una lengua roja llameante. Step mueve la mano como un pianista. Sus tendones se deslizan bajo la piel dando vida a aquellas grandes alas.

—Es precioso. —John mira orgulloso su trabajo—. Habría que repasarla un poco…

—Un día de éstos, tal vez. Hoy hemos venido por ella.

—Ah, ¿por esta señorita tan guapa? Y dime, ¿qué te gustaría hacerte?

—Para empezar, espero que no me haga daño y además… usted esteriliza cada vez el aparato, ¿verdad?

John la tranquiliza. Desmonta las agujas y las limpia con alcohol delante de ella.

—¿Has decidido ya dónde te lo quieres hacer?

—Mmm, preferiría en un sitio donde no se vea. Si mis padres se dan cuenta las pasaré canutas.

Se arrepiente de la frase. Puede que las pase canutas de todos modos.

—Bueno —John le sonríe—, he hecho algunos sobre las nalgas y también en la cabeza. Una vez vino una americana que insistió en hacérselo, sí, vaya, ¿entiendes dónde…? ¡Antes tuve incluso que depilarla!

John suelta una carcajada delante de ella dejando al descubierto unos terribles dientes amarillentos. Babi lo mira preocupada. «Dios mío, es un maníaco.»

—John.

Oye el tono un tanto duro de Step a sus espaldas.

John cambia de inmediato de expresión.

—Sí, perdona, Step. Entonces, no sé, podríamos hacerlo sobre el cuello, bajo el pelo, sobre el tobillo o incluso en un costado.

—Vale, en un costado me parece perfecto.

—Ten, elige uno de éstos. —John saca de debajo de una mesa un voluminoso libro. Babi empieza a ojearlo. Hay calaveras, espadas, cruces, revólveres, dibujos espantosos. John se levanta y se enciende un Marlboro. Intuye que va para largo. Step se sienta a su lado—. ¿Éste?

Le indica una esvástica nazi con una bandera de fondo blanco.

—¡Pues sí que…!

—Bueno, no está mal…

—¿Éste?

Le señala una gruesa serpiente en tonos morados y con la boca abierta en ademán de atacar. Babi ni siquiera le responde. Sigue ojeando el grueso libro. Mira rápidamente las figuras que hay en su interior, insatisfecha, como si supiera ya que allí no va a encontrar nada que merezca la pena. Al final, tras pasar la última hoja, la de plástico duro, cierra el libro. Luego mira a John.

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