Al sur de la frontera, al oeste del sol (13 page)

Read Al sur de la frontera, al oeste del sol Online

Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Al sur de la frontera, al oeste del sol
11.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

La miré a los ojos. Parecían aguas profundas que brotaran de un manantial en una umbría silenciosa entre montañas donde no soplara el viento. Nada se movía en ellos, todo permanecía inmóvil. Tuve la sensación de que, mirándolos fijamente, se distinguía una imagen reflejada en la superficie de las aguas.

—Perdón —dijo y se rió como si no le quedaran fuerzas en el cuerpo—. No he venido a pedirte eso. Sólo quería verte y hablar contigo. No pretendía sacar este tema.

Calculé rápidamente el tiempo.

—Creo que si saliésemos temprano por la mañana e hiciésemos el viaje de ida y vuelta en avión, podríamos regresar el mismo día a primera hora de la noche. Claro que depende del tiempo que tengamos que estar allí.

—No será mucho —dijo—. Hajime, ¿de verdad crees que podrás acompañarme hasta allí en avión y volver?

—Es posible —dije tras reflexionar unos instantes—. No te aseguro nada. Pero creo que sí. ¿Puedes llamarme mañana por la noche? Estaré en el bar. Para entonces, ya me habré organizado. Por cierto, ¿y tu agenda?

—A mí me va bien cualquier día. No tengo nada que hacer. Puedo ir en cualquier momento que a ti te vaya bien.

Asentí.

—Lo siento mucho —dijo—. Quizás habría sido mejor no haber venido a verte. Quizá no haga más que acabar arruinándolo todo.

Se fue antes de las once. Le abrí el paraguas y le paré un taxi. Seguía lloviendo.

—Adiós. Y gracias por todo —dijo.

—Adiós —me despedí.

Luego volví al bar y me senté en el mismo lugar en la barra. La copa de cóctel que ella estaba tomando seguía allí. En el cenicero había unas cuantas colillas de los cigarrillos Salem que había fumado. No le pedí al camarero que lo retirara. Me quedé contemplando ensimismado la pálida tonalidad de los restos de carmín en la copa y en las colillas.

Cuando volví a casa, mi mujer todavía estaba levantada, esperándome. Iba en pijama, se había echado una chaqueta por encima de los hombros, y estaba viendo
Lawrence de Arabia
en vídeo. En concreto, la secuencia donde Lawrence, tras sortear numerosos peligros, logra cruzar el desierto y llega, finalmente, al canal de Suez. Que yo supiera, ella ya la había visto tres veces. Pero decía que, por más que la viera, seguía encontrándola interesante. Me senté a su lado y vimos juntos la película tomando una copa de vino.

—El próximo domingo nos reunimos los del club de natación —le dije.

Un miembro del club tenía un yate bastante grande y, a veces, salíamos a mar abierto a divertirnos. Pescábamos, bebíamos. En febrero hacía demasiado frío para salir en yate, pero como mi mujer no sabía casi nada del mar, no puso ninguna objeción. Era muy raro que los domingos fuera yo solo a alguna parte y ella, al parecer, pensaba que me iba bien salir con gente de mundos distintos al mío, respirar otros aires.

—Saldré pronto por la mañana. Y tal vez pueda estar de vuelta antes de las ocho. Cenaré en casa —dije.

—Muy bien. Este domingo justamente viene mi hermana a visitarnos. Así que, si no hace frío, cogeremos la comida y nos iremos de excursión al Shinjuku Gyoen. Las cuatro mujeres juntas.

—Eso tampoco suena mal —dije.

La tarde siguiente fui a una agencia de viajes y reservé para el domingo dos billetes de avión y un coche de alquiler. El vuelo llegaba a Tokio a las seis y media de la tarde. Podría estar de vuelta para la cena. Luego fui al bar y esperé a que ella se pusiera en contacto conmigo. Llamó a las diez de la noche.

—Estoy ocupado, pero he conseguido encontrar unas horas. ¿Qué te parece el próximo domingo? —le pregunté.

Me dijo que le iba bien.

Le expliqué a qué hora salía el vuelo y dónde encontrarnos en el aeropuerto de Haneda.

—Lo siento mucho, de verdad —dijo Shimamoto.

Después de colgar, me senté en la barra y estuve leyendo un rato. Pero me molestaba el alboroto del bar y no lograba concentrarme. Fui al lavabo, me lavé la cara con agua fría y clavé la mirada en mi imagen reflejada en el espejo. «Estás mintiéndole a Yukiko», me dije. No era la primera vez que lo hacía. Cada vez que me había acostado con otras mujeres, le había mentido. Pero entonces jamás había sentido que la engañara. Aquello no habían sido más que pasatiempos inocentes. «Pero esta vez no está bien», pensé. No tenía intención alguna de acostarme con Shimamoto. Pero, con todo, no estaba bien. Por primera vez en mucho tiempo, me quedé mirándome fijamente a los ojos en el espejo. Pero esos ojos nada reflejaban de mí mismo. Apoyé ambas manos en el lavabo y suspiré profundamente.

10

La corriente fluía rápida entre las rocas, con tranquilos remansos y, a trechos, pequeñas cascadas. En la superficie de los remansos se reflejaba débilmente la luz opaca del sol. En la parte más alta del río había un viejo puente de hierro. Sin embargo, era tan estrecho que apenas podía atravesarlo un coche. Su negra e inexpresiva armazón se sumía en el silencio helado de febrero. Sólo lo utilizaban el personal de un hotel cercano, los clientes que se dirigían a los baños termales y los guardabosques. Cuando pasamos por aquel viejo puente, no nos cruzamos con nadie y, luego, aunque en varias ocasiones nos volvimos a mirar, tampoco vimos que nadie lo atravesara. Paramos en el hotel a tomar un almuerzo ligero, cruzamos el puente y nos encaminamos al río. Shimamoto se había subido las gruesas solapas del chaquetón y llevaba la bufanda enrollada hasta justo debajo de la nariz. Vestía ropa adecuada para andar por la montaña, muy distinta a la que solía ponerse. Se había recogido el pelo hacia atrás, calzaba botas duras de trabajo. De su hombro colgaba un bolso de nailon de color verde. Vestida así, parecía una estudiante de bachillerato. En el prado, aquí y allá, se veían manchas blancas de nieve endurecida. En lo alto del puente había dos cuervos, inmóviles, que miraban hacia abajo, hacia el río, lanzando de vez en cuando agudos graznidos de reprobación. Su voz resonaba helada en el bosque pelado, cruzaba el río y se clavaba en nuestros oídos. Un camino estrecho sin asfaltar seguía el curso del río. No sé hasta dónde continuaba ni adónde conducía, pero parecía sumido en un silencio terrible y daba la impresión de que no lo pisara nunca un alma. Por las cercanías no se veía ninguna casa, sólo campos helados. En los surcos arados de los campos, la nieve se acumulaba trazando líneas de color blanco. Había cuervos por todas partes. Al vernos pasar, lanzaban breves graznidos, como si emitieran alguna señal para otros congéneres. No huían cuando nos acercábamos. Podíamos apreciar de cerca su pico afilado como un arma mortífera y la viva tonalidad de sus patas.

—¿Todavía tenemos tiempo? —preguntó Shimamoto—. ¿Podemos andar un poco?

Miré el reloj.

—Sí, aún hay tiempo. Creo que podemos entretenernos alrededor de una hora más.

—¡Qué lugar tan tranquilo! —dijo mirando con atención a su alrededor. Al abrir la boca, su aliento blanco quedó suspendido en el aire.

—¿Te parece bien este río?

Ella me miró y sonrió.

—Veo que entendiste perfectamente lo que te pedía.

—Desde el color a la forma, pasando por el tamaño —dije—, siempre he tenido buen gusto para los ríos.

Se rió. Su mano enguantada asió la mía también enguantada.

—¡Pues menos mal! Si después de llegar hasta aquí, dices que el río no te gusta, ya me dirás qué habríamos hecho —comenté.

—Tranquilo. Ten más confianza en ti mismo. Jamás te equivocarías tanto —dijo—. Pero caminar así, uno junto al otro, ¿no te parece que es como en los viejos tiempos? ¿Como cuando volvíamos juntos de la escuela?

—Pero tú ya no cojeas como antes.

Shimamoto sonrió y me miró.

—Parece que te sabe mal.

—Tal vez sí —dije y le devolví la sonrisa.

—¿De verdad?

—Es broma. Me alegro mucho de que tu pierna esté mejor. Sentía nostalgia, eso es todo, de la época en que cojeabas.

—Oye, Hajime. Te estoy muy agradecida por esto. Quiero que lo sepas.

—No tiene importancia —dije—. Total, sólo hemos cogido un avión y venido hasta aquí.

Shimamoto caminó unos instantes en silencio mirando hacia delante.

—Pero tú has tenido que mentirle a tu mujer, ¿verdad?

—Sí —reconocí.

—Y eso para ti ha sido muy duro, ¿no? No habrías querido tener que mentirle, ¿me equivoco?

No sabía qué responder, permanecí en silencio. Los cuervos volvían a graznar en un bosquecillo cercano.

—Oye, dejemos eso, ¿de acuerdo? Ya que hemos venido hasta aquí, hablemos de cosas más alegres.

—¿De qué, por ejemplo?

—Con esa pinta, pareces una colegiala.

—Gracias —dijo—. Me alegro.

Caminamos despacio río arriba. Permanecimos un rato en silencio, concentrados sólo en andar. Al parecer, ella no podía caminar muy deprisa, pero su paso, aunque lento, era firme, seguro. Me asía la mano con fuerza. El camino estaba helado, las suelas de goma de nuestros zapatos apenas hacían ruido.

Pensé que Shimamoto tenía mucha razón al decir lo maravilloso que habría sido poder andar de este modo durante nuestra adolescencia, de los veinte a los treinta años. Lo feliz que me habría sentido si un domingo por la tarde, cogidos de la mano, hubiésemos andado por un sendero que discurriera a lo largo de un río. Pero ahora ya no estábamos en la escuela. Yo tenía mujer e hijas, un trabajo. Para venir aquí, había tenido que mentirle a mi mujer. Dentro de poco, subiría al coche, me dirigiría al aeropuerto, tomaría el vuelo que llegaba a Tokio a las seis y media de la tarde y volvería corriendo a casa donde me esperaba Yukiko.

Poco después, Shimamoto se detuvo y miró a su alrededor frotándose las manos enguantadas. Recorrió el río con la mirada. En la otra orilla se erguía una cadena montañosa, a la izquierda había una hilera de árboles pelados. No se veía un alma. El hotel de los baños termales, donde habíamos descansado, y el puente de hierro quedaban ocultos tras la sombra de las montañas. El sol aparecía de vez en cuando, como si se acordara de repente, entre las nubes. No se oía más que el graznido de los cuervos y el murmullo del agua. Contemplando ese paisaje, se me ocurrió que estaba escrito que yo debía ver esta escena algún día. No se trataba de un
déjà vu
. No era la sensación de haberlo visto antes, sino el presentimiento de que algún día encontraría un paisaje como aquél. Ese presentimiento extendió sus largos brazos y agarró con fuerza la base de mi conciencia. Pude sentir cómo me asía. Y en la punta de sus dedos estaba yo. Yo, en el futuro, con muchos años a cuestas. Claro que no pude ver cómo sería yo entonces.

—Éste es un buen lugar —dijo.

—¿Para hacer qué? —pregunté.

Shimamoto me miró esbozando su pálida sonrisa de siempre.

—Para hacer lo que voy a hacer.

Luego bajamos hasta la orilla. Había un pequeño remanso con una fina capa de hielo en la superficie. En el fondo del remanso reposaban en silencio unas cuantas hojas caídas como si fueran peces muertos. Recogí un canto rodado de la orilla y lo hice rodar sobre la palma de la mano. Shimamoto se quitó los guantes y los metió en el bolsillo de su chaquetón. Luego descorrió la cremallera de su bolso, extrajo una bolsa de tela gruesa de buena calidad. Dentro había un bote pequeño. Desató los lazos del bote, lo abrió. Permaneció unos instantes mirando fijamente su interior.

Yo la observaba en silencio. Dentro del bote había unas cenizas blancas. Shimamoto fue vertiendo despacio, con cuidado de que no se derramaran, las cenizas del bote en la palma de su mano. Había la cantidad justa para llenarle la palma. Me pregunté de qué o de quién serían. Era una tarde tranquila, sin viento, las cenizas blancas permanecieron inmóviles en la palma de su mano. Shimamoto introdujo el bote vacío dentro del bolso, posó la punta del dedo índice sobre las cenizas, se lo llevó a los labios y lo lamió. Me miró e intentó sonreír. Pero no pudo. Aún mantenía el dedo sobre los labios.

A su lado, de pie, contemplé cómo Shimamoto, de cuclillas en la orilla del río, echaba las cenizas al agua. En un instante, el montoncito de cenizas que había reposado en la palma de su mano fue arrastrado por la corriente. De pie en la orilla, Shimamoto y yo observamos inmóviles el fluir de las aguas. Ella mantuvo los ojos clavados en la palma de su mano, pero, poco después, se lavó con agua los restos de ceniza y se puso los guantes.

—¿De verdad crees que llegarán hasta el mar? —preguntó Shimamoto.

—Posiblemente —dije, aunque no confiaba mucho en ello. El mar estaba lejos. Y era posible que se sedimentaran en algún remanso. Claro que una parte tal vez sí alcanzara su destino.

Shimamoto empezó a cavar luego en una zona de tierra blanda con un trozo de madera que encontró. La ayudé. Cuando logramos abrir un pequeño hoyo, Shimamoto enterró el bote metido en la bolsa de tela. En alguna parte se oía graznar a los cuervos. Tal vez nos habían estado observando desde el principio. «No importa», pensé. «Si quieren mirar, que miren. No hacemos nada malo. Sólo estamos arrojando unas cenizas al río.»

—¿Crees que acabará lloviendo? —preguntó Shimamoto allanando la tierra con la puntera del zapato.

Levanté los ojos hacia el cielo.

—Me parece que aguantará todavía un poco —dije.

—No, no me refiero a eso. Lo que quiero decir es si las cenizas del bebé llegarán al mar, se evaporarán mezcladas con el agua, se convertirán en nube y caerán en forma de lluvia.

Volví a alzar la mirada hacia el cielo; luego la bajé a la corriente del río.

—Tal vez sí —dije.

Nos dirigimos al aeropuerto en el coche de alquiler. El tiempo empezó a cambiar rápidamente. Oscuras nubes cubrieron el cielo y los retazos de azul que hasta entonces habían asomado de vez en cuando desaparecieron por completo. Parecía que iba a ponerse a nevar de un momento a otro.

—Eran las cenizas de mi bebé. Del único bebé que he tenido —dijo Shimamoto como si hablara para sí.

La miré y, luego, volví a concentrarme en la carretera. Un camión nos salpicaba con el agua turbia del deshielo y me obligaba a poner en marcha el limpiaparabrisas de vez en cuando.

—Murió enseguida, el día después de nacer —dijo—. Sólo vivió un día. Sólo pude abrazarlo dos o tres veces. Era un bebé precioso. Tan suave… No sé muy bien por qué, pero no podía respirar. Cuando murió, había cambiado de color.

No pude decir nada. Alargué la mano izquierda y la posé sobre la suya.

—Era una niña. Aún no tenía nombre.

Other books

En la arena estelar by Isaac Asimov
The Labyrinth Campaign by J. Michael Sweeney
Attack Alarm by Hammond Innes
Chump Change by David Eddie
What's a Boy to Do by Diane Adams
Midnight's Choice by Kate Thompson
Heirs of the New Earth by David Lee Summers