Al sur de la frontera, al oeste del sol (16 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Al sur de la frontera, al oeste del sol
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Mi hija pequeña estaba profundamente dormida en su habitación. Acabamos de tomar el café y yo incité a Yukiko a meternos en la cama. Nos desnudamos y nos abrazamos en silencio bajo la clara luz del mediodía. La excité tomándome el tiempo necesario y la penetré. Pero aquel día, mientras estaba dentro de ella, no me quité de la cabeza a Shimamoto. Cerré los ojos y pensé que era a Shimamoto a quien abrazaba. Imaginé que era a Shimamoto a quien penetraba. Eyaculé violentamente.

Después de ducharme, volví a acostarme decidido a dormir un poco. Yukiko ya se había vestido, pero cuando me metí en la cama, se tendió a mi lado y pegó los labios a mi espalda. Permanecí en silencio con los ojos cerrados. Me sentía culpable por haber hecho el amor con Yukiko pensando en Shimamoto. Permanecí en silencio con los ojos cerrados.

—¿Sabes? —dijo Yukiko—. Te quiero de veras.

—Llevamos casados siete años y tenemos dos hijas —dije yo—. ¿No crees que ya va siendo hora de que empieces a estar cansada de mí?

—Quizá. Pero te quiero.

La abracé. Empecé a desnudarla. Le quité el jersey, la falda y la ropa interior.

—¡Oye! No me digas que otra vez… —dijo Yukiko sorprendida.

—¿Por qué no?

—¡Caramba! Eso tendré que apuntarlo en mi diario.

Esta vez me esforcé en no pensar en Shimamoto. Estreché con fuerza a Yukiko entre mis brazos, la miré a la cara y únicamente pensé en ella. Le besé los labios, la garganta, los pezones. Y eyaculé dentro de ella. Incluso después de eyacular, seguí abrazándola con fuerza.

—¿Qué te pasa? —me preguntó Yukiko mirándome—. ¿Ha ocurrido algo hoy con mi padre?

—No, nada —respondí—. Nada en absoluto. Pero quiero seguir así un ratito más.

—Como quieras —dijo ella. Y me abrazó con fuerza. Yo seguía dentro de ella. Cerré los ojos, pegué mi cuerpo al suyo como si temiera que me arrancaran de allí.

Mientras la abrazaba, recordé de pronto la historia de la tentativa de suicidio que me acababa de contar su padre. «Pensaba que no saldría de aquélla. Creí que se me moría», había dicho. «Sólo con que las cosas se hubieran torcido un poco, este cuerpo ya no estaría aquí», pensé. Le acaricié los hombros, el pelo, los pechos. Estaban húmedos, eran cálidos, suaves. Eran reales. Pude sentir la existencia de Yukiko a través de la palma de mi mano. Pero nadie podía decir hasta cuándo seguiría viviendo. Todo cuanto tiene forma puede desaparecer en un instante. Yukiko y la habitación donde estábamos. Las paredes, el techo, la ventana. Antes de que te dieras cuenta, todo podía haberse borrado para siempre. De repente me acordé de Izumi. Quizá la había herido tan hondamente como aquel hombre a Yukiko. Yukiko me había conocido después, pero tal vez Izumi no hubiera encontrado a nadie. Le besé el suave cuello.

—Voy a dormir un poco —dije—. Luego iré a recoger a la niña a la guardería.

—Que duermas bien —dijo ella.

Apenas dormí. Cuando me desperté, eran las tres de la tarde pasadas. Por la ventana del dormitorio se veía el cementerio de Aoyama. Me senté en una silla junto a la ventana y permanecí largo tiempo con los ojos clavados en las tumbas. Tenía la impresión de que muchas cosas eran distintas ahora que Shimamoto había vuelto. De la cocina llegaban los ruidos de Yukiko preparando la cena. Resonaban en mis oídos. Huecos, como si me llegaran a través de una larga tubería desde un mundo remoto.

Luego saqué el BMW del garaje subterráneo, me dirigí a la guardería a recoger a mi hija mayor. Aquel día había habido alguna celebración y la niña salió poco antes de las cuatro. Delante de la guardería había aparcados, como de costumbre, coches lujosos bruñidos con esmero. Saabs, Alfa Romeos, Jaguars. Jóvenes madres envueltas en costosos abrigos se apeaban, recogían a sus hijos, volvían a subir al coche y regresaban a sus casas. Mi hija era la única niña a quien había ido a buscarla su padre. Cuando la localicé, la llamé por su nombre y agité la mano. Ella, al verme, me saludó con la manita y vino hacia mí. Pero antes de llegar a mi altura, descubrió a una niña sentada en el asiento de al lado del conductor de un Mercedes 260E de color azul y corrió hacia ella gritándole algo. La otra niña, que llevaba un gorro de lana de color rojo, sacó la cabeza por la ventanilla del coche parado. Su madre vestía un abrigo también rojo de cachemir y unas grandes gafas de sol le cubrían los ojos. Me acerqué y, cuando cogí a mi hija de la mano, la mujer se volvió hacia mí y me sonrió. Le devolví la sonrisa. El abrigo rojo y las gafas de sol me recordaron a Shimamoto el día que la seguí desde Shibuya hasta Aoyama.

—Buenas tardes —la saludé.

—Buenas tardes —dijo ella.

Era hermosa. No aparentaba tener más de veinticinco años. Por el estéreo del coche sonaba
Burning Down the House
de Talking Heads. En el asiento posterior había unas bolsas de papel de Kinokuniya. Tenía una sonrisa maravillosa. Mi hija le cuchicheó algo a su amiga al oído y le dijo: «¡Adiós!». Su amiga le contestó: «¡Adiós!». Luego, apretó el botón y subió el cristal de la ventanilla. Conduje de la mano a mi hija hasta el lugar donde había dejado el BMW.

—¿Cómo ha ido el día? ¿Ha pasado algo divertido? —le pregunté.

Negó con un enérgico movimiento de cabeza.

—No ha pasado nada divertido. ¡Ha sido horrible! —dijo.

—¡Vaya! Veo que hoy no ha sido un buen día para ninguno de los dos. —Me incliné y la besé en la frente. Recibió el beso con la misma expresión con que un gerente cursi de un restaurante de cocina francesa toma una tarjeta de American Express—. Pero mañana irá mejor. Seguro.

Así quería creerlo yo. Quería creer que cuando, a la mañana siguiente, abriera los ojos, el mundo habría tomado una consistencia más liviana, todas las cosas serían, sin duda, más fáciles. Pero no era probable que sucediera. A la mañana siguiente, la situación no podía sino complicarse más aún. Porque yo estaba enamorado. Y ya tenía una esposa. Y dos hijas.

—Oye, papá —dijo—. Quiero montar a caballo. ¿Cuándo me comprarás uno?

—Ah, pues, algún día.

—¿Algún día cuándo es?

—Cuando ahorre dinero. Entonces te lo compraré.

—¿Tú también tienes una hucha?

—Sí, una hucha muy grande. Tan grande como este coche. Y cuando la llenemos de dinero, entonces podré comprarte el caballo.

—¿Y si se lo pido al abuelito? ¿Crees que me lo comprará? El abuelito es rico.

—Sí —dije—. El abuelito tiene una hucha tan grande como aquel edificio. Una hucha llena de dinero. Pero es tan grande que cuesta mucho sacar dinero de dentro.

Mi hija estuvo pensándoselo un rato.

—Pero ¿crees que se lo puedo pedir? ¿Le puedo pedir que me compre un caballo?

—Pídeselo. Quizá te lo compre.

Hablamos del caballo hasta que llegamos al garaje de casa. De qué color lo quería. Qué nombre le pondría. Adónde iría montada en él. Dónde lo dejaría a dormir. La acompañé hasta el ascensor y después me dirigí al bar. «¿Qué diablos pasará mañana?», pensé. Con ambas manos sobre el volante, cerré los ojos. No tenía la sensación de estar dentro de mi propio cuerpo. Sentía que mi cuerpo era un recipiente transitorio que me habían prestado de forma provisional. «¿Qué diablos pasará mañana conmigo?» Quería comprarle un caballo a mi hija lo antes posible, antes de que desaparecieran muchas cosas, antes de que se estropeara todo.

12

Durante los dos meses que transcurrieron desde aquel día hasta el inicio de la primavera, Shimamoto y yo nos vimos casi todas las semanas. Ella solía aparecer de improviso. Alguna vez, por el bar, aunque lo más frecuente era que viniera al Robin’s Nest. Llegaba siempre pasadas las nueve de la noche. Se sentaba en la barra, tomaba dos o tres cócteles y se iba alrededor de las once. Yo me sentaba a su lado y hablábamos. No sé qué debían de pensar de nosotros los empleados. Pero a mí no me importaba. De la misma forma que, en primaria, tampoco me había preocupado lo que pensaran nuestros compañeros de clase.

A veces telefoneaba al local y me preguntaba si podíamos vernos el día siguiente a mediodía. Solíamos quedar en una cafetería de Omotesandô. Tomábamos un almuerzo ligero y dábamos una vuelta. Cuando se acercaba la hora de irse, ella miraba el reloj y me decía sonriendo: «Bueno, tengo que irme». Siempre con aquella magnífica sonrisa. Sin embargo, en aquella sonrisa, yo no podía descifrar cuáles eran sus emociones. Ni siquiera si la apenaba mucho tener que marcharse o no. O si sentía alivio al separarse de mí. Ni siquiera podía asegurar que fuera verdad que tuviera que irse a aquella hora.

De todas formas, durante las dos horas que transcurrían antes de la despedida, no parábamos de hablar. Pero yo nunca le pasaba el brazo alrededor de los hombros, tampoco ella me cogía la mano. Jamás volvimos a tocarnos.

En las calles de Tokio, Shimamoto había recuperado su serena y encantadora sonrisa. La violenta explosión de sentimientos que había mostrado en Ishikawa aquel frío día de febrero no volvió a aparecer. Ni tampoco recuperamos la cálida y espontánea intimidad que había surgido entre ambos. Como por un acuerdo tácito, jamás mencionamos lo ocurrido durante aquel corto y extraño viaje.

Cuando andaba a su lado, solía pensar en qué sentimientos debía abrigar su corazón. Y adónde la conducirían. A veces escudriñaba sus pupilas. Pero en ellas sólo descubría un silencio plácido. Aquella pequeña línea que se dibujaba en sus párpados me recordaba siempre la lejana línea del horizonte. Entonces podía entender la soledad que había sentido Izumi ante mí en la época del instituto. En su interior, Shimamoto poseía un pequeño mundo propio. Un mundo que sólo ella conocía y al que sólo ella tenía acceso. Una única vez había estado a punto de abrírseme la puerta de este mundo. Pero ahora volvía a estar cerrada.

Al pensar en ello, acababa por no saber lo que era correcto y lo que no. Tenía la sensación de volver a ser aquel niño de doce años, impotente y confuso. Ante ella, era incapaz de juzgar qué debía hacer, qué debía decir. Intentaba serenarme. Intentaba pensar. Pero de nada servía. Tenía la sensación de decir siempre cosas equivocadas, de no hacer nunca lo correcto. Dijera lo que dijese, hiciera lo que hiciese, ella ahogaba todos sus sentimientos y me miraba esbozando aquella maravillosa sonrisa. «¡No importa! ¡Qué más da!», parecía decir. Yo desconocía todo de su vida. No sabía dónde vivía. Ni con quién. Tampoco sabía de dónde obtenía sus ingresos. No sabía si estaba casada o no. O si lo había estado. Lo único que sabía era que había tenido una hija y que ésta había muerto al día siguiente de nacer. En febrero del año anterior. Una vez había dicho, además, que no había trabajado nunca. Sin embargo, vestía ropas muy caras y llevaba joyas muy caras. Eso quería decir que sacaba dinero de alguna parte. No sabía más de ella. Quizás estuviera casada cuando dio a luz. Claro que eso no era ninguna prueba definitiva de nada. Se trataba de una simple hipótesis. Evidentemente, podía haber tenido un hijo sin estar casada.

No obstante, conforme nos fuimos viendo, Shimamoto empezó a hablar, poco a poco, de sus años de instituto. Esa época no guardaba una relación directa con el presente y parecía creer que no había impedimento alguno en hablar de ella. Así supe lo terriblemente sola que había estado durante aquel tiempo. Shimamoto siempre había intentado ser justa con los demás. No disculparse a sí misma bajo ningún concepto. «No me gusta buscar pretextos», dijo. «Una vez empiezas, ya no puedes parar. Y yo no quiero vivir así.» Pero esa manera de pensar, en aquella época, no le resultó. Entre la gente que la rodeaba provocó una serie de estúpidos malentendidos que la hirieron profundamente. Y ella se fue encerrando, más y más, en sí misma. Al levantarse vomitaba porque no quería ir a la escuela. Una vez me enseñó una fotografía de cuando ingresó en el instituto. En la imagen aparecía sentada en una tumbona en un jardín. A su alrededor, florecían los girasoles. Era verano. Ella llevaba unos tejanos cortos y una camiseta blanca. Estaba preciosa. Sonreía mirando fijamente al objetivo. Comparada con su sonrisa actual, la de entonces parecía un poco forzada, pero, con todo, era maravillosa; una de esas sonrisas que, al delatar la inseguridad de la persona que la esbozaba, conmovía al espectador. No parecía la sonrisa de una chica solitaria que llevara una vida infeliz.

—Mirando la fotografía, habría jurado que eras feliz —dije.

Shimamoto negó moviendo lentamente la cabeza. En el rabillo del ojo se le dibujaron unas encantadoras arrugas. Parecía estar recordando alguna escena lejana en el tiempo.

—¿Sabes, Hajime? —dijo—. A través de una fotografía no puedes comprender nada. No es más que una sombra. El verdadero yo está en otro sitio. Y eso no sale reflejado en la imagen.

Aquella fotografía hacía que me doliera el corazón. Al mirarla, me daba cuenta de cuánto tiempo había perdido. Un tiempo precioso que jamás volvería. Un tiempo que, por más que me esforzara, jamás podría recuperar. Un tiempo que únicamente existía en aquel instante y en aquel lugar. Mantuve los ojos fijos en la fotografía durante largo rato.

—¿Por qué la miras con tanta atención? —dijo Shimamoto.

—Para llenar ese espacio de tiempo —le respondí—. No te he visto durante más de veinte años. Quiero llenar este vacío.

Ella me miró sonriendo como si algo le hubiera parecido extraño. Como si yo tuviera algo raro en la cara.

—¡Qué curioso! —exclamó—. Tú quieres llenar el vacío de esos años y yo quiero dejar esos años en blanco.

En el instituto, Shimamoto no había salido con ningún chico. Era muy bonita, así que su aspecto no fue impedimento para que se le acercaran. Pero ella apenas les había prestado atención. Había intentado salir con compañeros de clase alguna vez, pero la cosa no había prosperado.

—Los chicos de esa edad no podían gustarme de ninguna de las maneras. Ya sabes. A esa edad, los chicos son unos groseros que sólo piensan en sí mismos. Y lo único que tienen en la cabeza es meter la mano bajo las faldas de las chicas. Me decepcionaron muy pronto. Lo que yo quería era algo como lo que había existido entre tú y yo.

—Oye, Shimamoto —dije—. A los dieciséis años, yo también era un chico que sólo pensaba en meter la mano bajo las faldas de las chicas. Vamos, seguro.

—Entonces, tal vez haya sido una suerte que no nos viéramos en aquella época —dijo Shimamoto sonriendo—. Quizá, separarnos a los doce años y reencontrarnos a los treinta y siete haya sido lo mejor para ambos.

—Tal vez sí.

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