Read Al sur de la frontera, al oeste del sol Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Drama, Fantástico, Romántico
—¿Hasta ahora, siempre has intentado escapar de esa fuerza?
—Sí, creo que sí.
Yukiko seguía con la palma de la mano apoyada en mi pecho.
—¡Pobre! —dijo con la misma voz que si leyera unas grandes letras escritas en la pared. Se me ocurrió que, tal vez, estuvieran en realidad escritas en la pared.
—No lo sé, la verdad —dije—. No quiero separarme de ti. Eso lo tengo muy claro. Lo que no sé es si ésta es la respuesta correcta. Ni siquiera sé si es algo que yo pueda escoger. ¿Sabes, Yukiko?, tú estás aquí. Y sufres. Puedo verlo. Puedo sentir tu mano. Pero existen cosas que no puedo ver ni sentir. Como, por ejemplo, los pensamientos, las posibilidades. Cosas que surgen de alguna parte y se entrelazan unas con otras. Y viven dentro de mí. No son cosas que yo, con mis propias fuerzas, sea capaz de elegir, a las que sea capaz de dar una respuesta.
Yukiko permaneció largo rato en silencio. De vez en cuando, un camión pasaba por debajo de la ventana. Miré hacia fuera, pero no vi nada. Allí sólo se extendían el espacio y el tiempo sin nombre que enlazan la medianoche con el alba.
—Durante estos meses —dijo Yukiko—, he deseado muchas veces morir. No lo digo para amenazarte. Es la verdad. He pensado repetidamente en morir. ¡Me sentía tan sola, tan triste! Morir, en sí mismo, no es tan difícil. Igual que una habitación se va quedando poco a poco sin aire, van desapareciendo gradualmente las ganas de vivir. En esos casos, morir no es tan importante, tan difícil. Ni siquiera pensaba en las niñas. Ni siquiera pensaba en qué sería de ellas cuando muriera. Tan sola y tan triste me sentía. Tú no debías de saberlo, ¿verdad que no? Tú no has debido de pararte a pensarlo nunca. No te has preguntado qué sentía yo, qué pensaba yo, qué iba a hacer yo.
Enmudecí. Ella apartó la mano de mi pecho y la posó sobre su rodilla.
—Pero si no he muerto, si he podido seguir viviendo, ha sido porque pensaba que si algún día volvías a mi lado, yo, con todo, sería capaz de aceptarte de nuevo. Por eso no he muerto. Y eso no tiene nada que ver con tener o no tener derecho, nada que ver con lo correcto o lo incorrecto. Quizá seas un estúpido. Quizá no valgas gran cosa. Quizá vuelvas a herirme. Pero ésta no es la cuestión. Tú no entiendes nada de nada.
—Tal vez no.
—Y no me preguntas nada.
Abrí la boca dispuesto a decir algo, pero no me salieron las palabras. Era cierto que no le había hecho ninguna pregunta. «¿Por qué?», pensé. «¿Por qué no le he preguntado nada?»
—Los derechos son los que tú vayas construyendo a partir de ahora —dijo Yukiko—. O los que nosotros construyamos. Quizá no bastaba. Quizá parecía que habíamos construido juntos muchas cosas cuando, en realidad, no habíamos hecho nada. Posiblemente, todo nos haya ido demasiado bien. Tal vez hayamos sido demasiado felices. ¿No crees?
Asentí.
Yukiko cruzó los brazos sobre el pecho y se me quedó mirando unos instantes:
—Hace tiempo, también yo tenía mis sueños, mis ilusiones. Pero un día se desvanecieron. Fue antes de conocerte. Los maté. Los maté por propia voluntad, los abandoné. Como un órgano del cuerpo que ya no se necesita. No sé si hice lo correcto o no. Pero en aquel momento no podía hacer otra cosa. A veces tengo un sueño. Sueño que alguien viene y me entrega algo. Sueño lo mismo una y otra vez. Alguien se me acerca con algo en las manos y me dice: «Señora, ha olvidado esto». Eso es lo que sueño. A tu lado he sido muy feliz. No he tenido ninguna queja, jamás me ha faltado nada. Pero ¿sabes?, siempre me ha perseguido algo. A medianoche me despierto sobresaltada, anegada en sudor. Son ellas. Las cosas que abandoné y que me persiguen. Tú no eres el único acosado. No eres el único que ha abandonado algo, que ha perdido algo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Creo que sí.
—Quizá vuelvas a herirme. Y lo que será de mí entonces, no lo sé. O quizá sea yo la que te hiera a ti. No puedo prometerte nada. Eso es seguro. Ni yo puedo prometerte nada a ti, ni tú puedes prometerme nada a mí. Pero te amo. Simplemente eso.
La abracé y le acaricié el pelo.
—Oye, Yukiko —dije—, empecemos mañana de nuevo. Creo que podremos rehacerlo todo desde el principio. Pero hoy es demasiado tarde. Quiero empezar bien, desde el principio, en un día intacto.
Yukiko se me quedó mirando con fijeza.
—¿Sabes —dijo— que aún no me has preguntado nada?
—¿Sabes que deseo empezar una nueva vida a partir de mañana? ¿Qué te parece?
—Me parece bien —respondió Yukiko con una tenue sonrisa.
Cuando Yukiko volvió al dormitorio, me tendí boca arriba y permanecí largo tiempo contemplando el techo. Era el techo de una casa normal y corriente, sin nada de particular, ni nada interesante. Pero me quedé mirándolo con atención. Por cuestiones de ángulo, de vez en cuando se reflejaba en él la luz de los faros de algún coche. Ya no me asaltaban las visiones. Ya no podía recordar con claridad el tacto de los senos de Shimamoto, el timbre de su voz, el olor de su piel. A veces, me acordaba del rostro inexpresivo de Izumi. Recordaba el tacto del cristal de la ventanilla del taxi que se interponía entre su rostro y yo. Entonces, cerraba los ojos con fuerza y pensaba en Yukiko. Me repetía una vez tras otra las palabras que Yukiko había pronunciado poco antes. Cerré los ojos y agucé el oído para captar los movimientos que se producían en mi interior. Tal vez estuviera cambiando. Y, además, tenía que cambiar.
Aún no sabía si, a partir de entonces, me sentiría con fuerzas para cuidar de Yukiko y de las niñas. Las ilusiones no me ayudarían más. Ya no entretejerían más sueños para mí. Por más lejos que fuera, el vacío seguiría siendo el vacío. Había estado sumergido en él durante mucho tiempo. Había obligado a mi cuerpo a familiarizarse con él. «Aquí es, en definitiva, a donde he llegado», me dije. Y tendría que acostumbrarme. Y, posiblemente, en el futuro, sería yo quien debería entretejer sueños para alguien. Era lo que se me pedía. Qué fuerza acabarían teniendo esos sueños, no lo sabía. Pero, si quería encontrar algún sentido a mi vida presente, debería, en la medida de mis posibilidades, llevar esta obra adelante… Tal vez.
Al acercarse el alba, no quise conciliar el sueño. Me eché una chaqueta sobre los hombros del pijama, fui a la cocina, me preparé un café y me lo tomé. Me senté a la mesa y me quedé contemplando cómo el cielo iba clareando poco a poco. Hacía mucho tiempo que no veía amanecer. En un extremo del cielo apareció una línea azul que fue extendiéndose despacio por el horizonte, como la tinta azul cuando se derrama sobre un papel. Parecía que hubieran escogido, de entre todos los azules que existen en el mundo, sólo aquellos que cualquiera reconocería de inmediato como azul y los hubiesen fundido en aquel color del amanecer. Hinqué los codos en la mesa y me quedé absorto contemplando la escena. Cuando apareció el sol sobre la faz de la Tierra, el azul se diluyó pronto en la luz ordinaria del día. Sobre el cementerio flotaba una sola nube. Una nube inmaculada, de contornos precisos. Una nube tan nítida que parecía que se podría escribir sobre ella. Empezaba un nuevo día. Pero yo no podía ni imaginar qué me depararía.
Tal vez llevar a mis hijas a la guardería e ir después a la piscina. Como siempre. Me acordé de la piscina a la que iba cuando estaba en secundaria. Me acordé de su olor, de la reverberación de las voces en el techo. En aquella época, estaba convirtiéndome en una persona nueva. Frente al espejo, podía observar los cambios que iban produciéndose en mi cuerpo. En el silencio de la noche, podía incluso oír cómo mi carne iba alcanzando la madurez. Estaba revistiéndome de un nuevo yo, encaminaba mis pasos hacia nuevos lugares.
Sentado ante la mesa de la cocina, contemplaba aún la nube que flotaba sobre el cementerio. No se había movido ni un milímetro. Permanecía inmóvil, como si estuviera clavada en el cielo. «Ya es hora de que despierte a las niñas», pensé. «Ya hace mucho que ha amanecido, tienen que levantarse. Ellas necesitan este nuevo día de una manera más intensa, más perentoria que yo. Debo acercarme a su cama, apartar las mantas, posar la mano sobre sus cuerpos cálidos, suaves, anunciarles que ha llegado un nuevo día. Eso es lo que debo hacer ahora.» Pero me fue imposible levantarme de la silla ante la mesa de la cocina. Las fuerzas habían abandonado mi cuerpo por completo. Como si alguien se me hubiese acercado sigilosamente por la espalda y me hubiese desenchufado. Hinqué los codos en la mesa y me cubrí la cara con las palmas de las manos.
Dentro de esa oscuridad, pensé en la lluvia que caía sobre el mar. La lluvia que caía furtivamente, sin que nadie lo supiera, en un vasto mar. Las gotas de lluvia golpeaban mudas la superficie del agua, sin que ni siquiera los peces lo percibieran.
Hasta que alguien se acercó y posó suavemente su mano sobre mi espalda, seguí pensando en el mar.
HARUKI MURAKAMI
(村上 春樹)
, (Kioto, 1949) estudió literatura en la Universidad de Waseda, y regentó durante varios años un club de jazz. Es uno de los pocos autores japoneses que ha dado el salto de escritor de culto a autor de prestigio y con grandes ventas tanto en su país como en el exterior. Su peculiar universo narrativo, cargado de una sensualidad de turbadora belleza y fruto de una imaginación portentosa, lo ha convertido en un autor de referencia en todo el mundo. Ha recibido numerosos premios, entre ellos el Noma, el Tanizaki, el Yomiuri, el Frank O’Connor, el Franz Kafka o el Jerusalem Prize, así como el Arcebispo Juan de San Clemente, concedido por estudiantes gallegos. Ha sido distinguido con la Orden de las Artes y las Letras por el Gobierno español, y ha recibido recientemente el XXIII Premi Internacional de Catalunya 2011, que otorga la Generalitat de Catalunya. Tusquets Editores ha publicado ocho novelas de este autor:
Crónica del pájaro que da cuerda al mundo
;
Sputnik, mi amor
;
Al sur de la frontera, al oeste del Sol
;
Tokio blues
.
Norwegian Wood
;
Kafka en la orilla
;
After Dark
;
El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas
, y
1Q84 (Libros 1 y 2)
—al que le seguirá
1Q84 (Libro 3)
—, así como el volumen de relatos
Sauce ciego, mujer dormida
y el libro
De qué hablo cuando hablo de correr
, uno de sus textos más personales.
[1]
Izumi significa «manantial» en japonés.
(N de la T.)
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[2]
Sopa de soja fermentada.
(N de la T.)
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[3]
Los nombres y apellidos japoneses suelen escribirse en
kanji
(caracteres chinos). Sin embargo, algunos nombres femeninos pueden escribirse opcionalmente en
katakana
(un silabario que junto con otro silabario llamado
hiragana
y los caracteres chinos componen la escritura japonesa).
(N de la T.)
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[4]
Película producida por la factoría Walt Disney en 1953.
(N de la T.)
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