Authors: Cayla Kluver
En el salón del Trono miré a mi alrededor, sorprendida al encontrarlo vacío, pero supuse que la guerra había alterado la rutina de todo el mundo. Decidí reflexionar en la paz y la intimidad de la biblioteca, así que me dirigía hacia la sala del Rey con idea de cruzarla y subir por la escalera de caracol hasta la segunda planta. Cuando me acerqué al estrado, oí que la puerta se abría: Steldor apareció por su estudio con Casimir pisándole los talones. Al verme, despidió a su guardaespaldas con un gesto de la mano. El hombre miró al Rey con cierto escepticismo, pero se dirigió hacia la oficina del capitán. Luego Steldor despidió a Destari, que atravesó la estancia para esperar en el pasillo. Me quedé a solas con mi esposo.
Steldor se apoyó en el borde del estrado y se ajustó las muñequeras con gesto distraído mientras yo esperaba, incomoda, a saber de qué quería hablarme. Ya estaba bastante preocupada, y no deseaba sentirme peor, así que no tenía ningunas ganas de hablar con él. Empecé a contar mentalmente los latidos de mi corazón y pensé que me marcharía si al llegar a diez él todavía no había dicho nada.
«Siete, ocho, nueve, ¡diez!» Le dirigí un rápido saludo con la cabeza y me apresuré en dirección a la puerta, esperando poner fin a nuestro encuentro.
—Puedes dejar de comportarte como un conejo asustado, ¿sabes? —dijo.
Me vi obligada a detenerme y a volverme hacia él.
—No te voy a hacer daño.
No supe qué deducir de esa afirmación, ni qué responder, así que continué moviéndome casi de forma imperceptible hacia la puerta.
—Lo digo en serio —insistió él, y supe que le preocupaba que en esos momentos me marchara.
—Gracias, mi señor —murmuré—. Estoy segura de que dormiré más tranquila.
El apartó la mirada de mí y la levantó hacia el techo; luego miró la puerta de Cannan y volvió a dirigir la atención a las muñequeras, que ya no necesitaban ningún ajuste más.
Por alguna razón, mi respuesta le había tocado un punto sensible, a pesar de que yo sólo había intentado tranquilizarle.
—Tengo que hablar contigo —dijo, clavándome esos ojos oscuros y autoritarios que había heredado de su padre—. Y necesito que seas sincera.
—¿No se supone que tienes que reunirte con el capitán? —pregunté, pues esas palabras no me gustaron y supuse que Casimir había ido hacia allí.
—Puede esperar.
Asentí con la cabeza y me rendí a lo inevitable. Me acerqué a él con paso inseguro. Él volvió a apartar la mirada de mí, luego sacó una daga de su bota y empezó a darle vueltas con una mano, como si acabara de descubrir un aspecto interesante en ella. Necesitaba concentrarse en algo para poder decirme lo que le preocupaba.
—Fuiste a verle —dijo, directo, refiriéndose a Narian, por supuesto.
—Sí.
Me sorprendió el volumen casi inaudible de mi voz. Pronunciar esa palabra en ese contexto había sido más difícil de lo que había imaginado. Él sonrió con tristeza, y supe que aquella conversación era igual de dolorosa para ambos, a pesar de que era muy necesario que la mantuviéramos. Teníamos que hacer las paces.
—¿Por qué?
Había múltiples respuestas a esa pregunta, y probablemente él las conocía todas. Mientras jugueteaba con los pliegues de la falda, elegí la que podía generar menos conflicto.
—Narian sabía cosas de Miranna que yo no podía averiguar de ninguna manera. Necesitaba saber que ella estaba bien.
—Si Miranna no hubiera estado en peligro, ¿habrías ido a verle igualmente?
No respondí de inmediato, lo que ya fue respuesta suficiente, pero, sorprendentemente, Steldor no montó en cólera. Me miró, consciente de mi batalla interna, y en sus ojos vi una emoción que me rompió el corazón.
—No me enojaré contigo —prometió—. Pero dímelo.
Respire profundamente para reunir el valor necesario y lo miré a los ojos.
—Sí, hubiera ido a verlo. No puedo decir que no lo hubiera hecho. Yo… lo amo. Lo siento.
—No puedes disculparte por amar a alguien —contestó con brusquedad mientras volvía a enfundar la daga. Pensé que iba a salir de la habitación, pero me dio unas cuantas vueltas y se detuvo a pocos metros de mí—. No puedes evitarlo, aunque eso ya no es bueno para ti. Deberías saberlo.
Ese comentario me caló hondo, aunque no había tenido intención de ofenderme, y me sentí incómoda. Deseé que la conversación terminara. Él suspiró y volvió a sentarse en el borde del estrado.
—No puedo continuar así, Alera. No puedo seguir engañándome y diciéndome que dejarás de sentir lo que sientes por él y que te dedicarás a mí; no puedo seguir esperando que vengas a mi cama por voluntad propia.
Se puso en pie otra vez. El asunto era demasiado delicado, y no podía permanecer quieto mientras hablaba. Nunca había intentado ver las cosas desde su punto de vista, pero ahora que me obligaba a hacerlo, me daba cuenta de que yo no era la única que tenía una vida matrimonial que no era la que había deseado ni soñado.
—A partir de ahora —continuó, con voz controlada—, pensaré que el nuestro es un matrimonio de conveniencia, que solamente ha servido para que yo pudiera ser rey. No te presionare para tener tu compañía ni esperaré que satisfagas mis necesidades. Dejaré que tu decidas si nuestra relación debe de avanzar y cuando debería hacerlo. Lo único que te pido es que desempeñes el papel de esposa y de reina en los actos públicos. —Me observó detenidamente y añadió—: Creo que los dos seremos más felices así.
Abrí mucho los ojos, asombrada por esa propuesta, por el sacrificio que estaba haciendo. Si mantenía su palabra, yo sería todo lo libre posible, dadas las circunstancias. Pero esa sensación de alivio pronto dio paso a un sentimiento de culpa. No podía soportar la expresión de su rostro: distante y controlado, también mostraba el dolor que sentía por dentro.
—Gracias —dije en voz baja, preguntándome si siempre me dolería el corazón, pues parecía que no había solución que no tuviera un precio.
—No —respondió, aunque sin enojo—. No me lo agradezcas.
Apartó la mirada de mí y atravesó la sala a paso rápido. Luego cruzó las puertas de la antecámara y salió sin decir ni una palabra a su padre, con quien se suponía que debía reunirse, y sin llevarse a su guardaespaldas. Estaba claro que no estaba de humor para ver a nadie.
Durante los días siguientes, mi relación con Steldor mejoró. La tensión entre nosotros había desaparecido, pues por fin habíamos resulto los términos de nuestra relación, a pesar de que no fuera de la forma que él había deseado. De todos modos, nos mostrábamos más educados y relajados el uno con el otro de lo que lo habíamos estado en mucho tiempo.
Si la tensión en mi vida privada había disminuido, la que nos generaba la guerra no había cesado. Los cokyrianos todavía no había intentado cruzar el Recorah, pero habían desplegado tantas tropas en esa zona que no podíamos descartar la posibilidad de que lo hicieran. A causa de la longitud del río que teníamos que vigilar, habíamos apostado en ese frente muchas más tropas que el enemigo, pues no podíamos arriesgarnos. Nuestras fuerzas, pues estaban divididas.
En el norte, todavía teníamos el control, aunque el enemigo había enviado soldados para que intentaran rebasar la línea de nuestros arqueros. Si los cokyrianos conseguían sacar a nuestros hombres de la garganta del río, sus tropas dejarían de estar inmovilizadas en el estrecho del valle. Pero los exploradores de Cannan habían hecho bien su trabajo de nuevo, y conocíamos los movimientos del enemigo antes de que sucedieran. Los soldados de a pie y los hombre de la caballería se habían enfrentado al enemigo en el bosque, y las trampas que habíamos puesto (profundas trincheras cubiertas de ramas y musgo en que el enemigo quedaba atrapado, cuerdas trampa que les rompían las piernas o el cuello, y lluvias de piedras y flechas que les caían desde arriba) también creaban el caos. Pero aquellas medidas sólo serian efectivas durante un tiempo, así que al final nuestro hombres tendrían que confiar en su habilidad en el combate cuerpo a cuerpo para defender a nuestros arqueros. Sabíamos que los soldados cokyrianos estaban muy bien entrenados, y también que llevaban armas extrañas y letales, así que yo era consciente de que se trataba sólo de cuestión de tiempo el que las tropas del enemigo avanzaran por la garganta.
Aunque atribuíamos parte de nuestro éxito a las inexperiencia de Narian en diseñar una estrategia de guerra, todos sabíamos esta ventaja duraría poco tiempo. Cannan ya se había visto obligado a admitir que la estrategia de los cokyrianos en el río era brillante, pues un pequeño grupo de sus tropas había conseguido controlar a un gran número de las nuestras. Empezábamos a creer que podíamos hacer poca cosa para modificar el resultado de la guerra; era como si nos peleáramos con el destino.
Sin embargo, había otra faceta de la guerra que yo no había previsto y que era dulce y hermosa: en Hytanica, las bodas se celebraban a un ritmo casi alarmante, pues las jóvenes temían perder a sus hombres en la batalla, y los jóvenes querían casarse y poder ser padres antes de ir al encuentro de la muerte. Entre las muchas parejas que subieron al altar se encontraba Galen y Tiersia, que tenían cierta urgencia por celebrar la boda prevista para el mes de noviembre. La ceremonia tendría lugar en una de las iglesias de Hytanica, y la celebración se haría en la sala de baile de palacio, lo cual era un honor reservado a muy pocos. Galen era el sargento de armas y el hijo adoptivo del capitán de la guardia, además del mejor amigo del Rey. Pero a causa del estado de sitio que sufríamos y del racionamiento que se había impuesto, no se celebraría una fiesta, sino que se ofrecería un simple refrigerio.
La tarde de la tan esperada boda era fría y el cielo amenazaba tormenta. Pero mi preocupación de que eso pudiera suponer un obstáculo era infundada: nunca había visto a una pareja tan feliz. Tiersia, con un vestido de color marfil, subió al altar acompañada de sus padres, al igual que los míos me habían acompañado a mí, pero ella no sentía ningún reparo en cogerle el brazo al novio. Galen, vestido con una chaqueta negra bordada de oro y un pantalón negro, la esperaba al lado de su madre y de Cannan, el hombre que le había hecho de padre desde que tenía tres años. A pesar de los esfuerzos por mostrarse digno y ceremonioso, tal como se esperaba de un militar, no dejaba de sonreír en todo momento. Steldor, el padrino estaba magnifico con el traje rojo y negro, aunque tenía aire melancólico, como si recordara nuestra boda y nuestro poco idílico matrimonio.
Cuando la pareja hubo contestado a todas las preguntas preliminares del sacerdote, ambos se colocaron ante el altar. Fiara, que parecía que fuera a dar a luz en cualquier momento, se puso al lado de Tiersia. Al cabo de poco, el esposo de Fiara, ignorando el protocolo, la hizo sentar en una silla, pues parecía que le costaba permanecer de pie. Warrick acababa de regresar de una misión militar en la que se embarcó sólo cuatro días después de haberse casado, y las miradas que marido y mujer se dedicaban no dejaban lugar a dudas de que también estaban enamorados.
Justo cuando el sacerdote empezaba con los votos, noté que el ambiente cambiaba, como si la solemnidad de la ocasión, y también su alegría, hubiera calado en todos los invitados. Desde mi posición en las primeras filas de la iglesia vi perfectamente cómo el sacerdote unía las manos de Tiersia y de Galen. Luego ambos se pusieron frente a frente y se miraron, completamente ajenos a todas las personas que los observaban.
—¿Aceptas a esta mujer como esposa? —le preguntó el sacerdote a Galen.
—Te tomo para que seas mi esposa, y yo, tu esposo —dijo Galen con una emoción mal disimulada—. Y te prometo fidelidad de mi cuerpo, y te amaré en la salud y la enfermedad, y lo haré siempre hasta…
De repente se interrumpió, como si acabara de darse cuenta de la posibilidad de que su vida se viera truncada se le hubiera hecho evidente. Durante un terrible momento creí que no sería capaz de terminar, pero Steldor se acercó a él y le pasó un brazo por encima de los hombros para animarlo a terminar el juramento.
—… y lo haré siempre hasta el final.
Fue esa indecisión inesperada de Galen la que me hizo ver con claridad —a mí y a muchos otros— la realidad de la guerra y sus verdaderas consecuencias.
Entonces el sacerdote se dirigió a Tiersia.
—¿Aceptas a este hombre como esposo?
—Te tomo —empezó ella, sonrojada y hermosa— para que seas mi esposo, y yo, tu esposa. Y te prometo la fidelidad de mi cuerpo, y te amaré en la salud y en la enfermedad, y…
Al igual que Galen, Tiersia también se interrumpió, pero por la expresión de su rostro quedó claro que simplemente se había olvidado de las palabras que seguían. El rubor de sus mejillas se hizo más marcado, así que Galen se inclino hacia ella y le dijo:
—Promete que me amarás.
—Y te amaré hasta el día en que me muera —termino Tiersia, y todo el mundo disculpó la ligera modificación que había hecho al voto tradicional.
Había llegado el momento de los anillos. Galen levanto la mano izquierda de Tiersia con la palma hacia abajo y le sonrió con ternura.
—Con este anillo te desposo —dijo mientras deslizaba el anillo por el pulgar—. Este oro te doy —le puso el anillo en el índice—. Con mi cuerpo te venero. —Le puso el anillo en el dedo corazón—. Y te ofrezco mis bienes terrenales —acabó, mientras le ponía el anillo en el dedo anular.
Cuando la pareja hubo terminado, la ceremonia concluyó y Galen tomó a su esposa entre los brazos y le dio un largo beso mientras los invitados los vitoreaban. Luego los recién casados recorrieron el pasillo seguidos por Fiera, Warrick, Steldor y por mí. Noté que la actitud cordial de mi esposo no podía esconder cierta tirantez, como si el hecho de encontrarse tan cerca de mí le doliera.
Al salir de la iglesia nos dirigimos hacia el palacio. Los miembros de la familia real hicimos el trayecto en los carruajes reales acompañados por los guardias de elite y los guardias de palacio. Mientras recorríamos la avenida principal me invadió una extraña sensación de paz. Por primera vez después de mucho tiempo, me sentía emocionada ante la perspectiva de una fiesta en palacio, pues esta vez me sentiría poco presionada. La tensión entre mi esposo y yo se había disipado; además, por otro lado, ese día no era más que una invitada de la fiesta.
Steldor y yo entramos en la sala de baile desde la sala de dignatarios, que se encontraba al lado y que permitía a los reyes esperar unos momentos antes de hacer su entrada formal.