Sorprendimos a los espartanos en un vallecito entre Thria y Phyle. No habían quemado la granja aún, y habían acampado allí para pasar la noche. Nuestro explorador informó que habían encendido una fogata en el patio, y que estaban cenando. No les acompañaba infantería alguna, sino tan sólo algunos ilotas desarmados.
Uno de los nuestros era hijo de aquella parte del país, y mostró a Lisias un estrecho paso entre los olivares, por donde podríamos pasar sin ser vistos por el centinela que habían apostado junto al arroyo.
Llegamos a la granja cabalgando entre las cuadras, lanzando nuestro grito de guerra. Los espartanos corrieron en busca de sus armas y caballos. Caímos sobre algunos entre la fogata y sus estacadas, pero los demás pudieron montar y nos hicieron frente.
Me había preguntado si cuando llegara el momento, creería que era verdaderamente la guerra, y no un ejercicio en casa de Demeas.
No debí haber albergado duda alguna. Como tal vez sepáis, la caballería espartana no está constituida por aquellos que pueden comprar caballo y armadura, sino que es un privilegio que se concede como recompensa al mérito. Jenofonte, que tenía asegurado su ingreso en ese cuerpo por ambos motivos, me había elogiado repetidamente esa costumbre. También yo creo que es excelente, excepto que cualquier hombre del pueblo que quiera ingresar en la caballería debe vigilar a sus miembros y dar parte de las faltas que observe; si puede probarlas, ocupará el lugar del hombre denunciado. Cabe suponer que varios años viviendo bajo esa constante tensión deben dejar una impronta en el individuo. No diré que tuvieran aspecto de no haber reído nunca, pero sí que ciertamente tenían buen cuidado de saber de qué reían. Llevaban los sencillos cascos redondos y la túnica escarlata que no delata la sangre; su largo cabello, que se habían aceitado, peinado y trenzado, porque estaban en guerra, les llegaba hasta los hombros. Vi que uno de ellos venía contra mí, y no necesité que nadie me incitara a pensar: «Este hombre me matará, si vive para hacerlo».
Pero, como frecuentemente sucede en la guerra, algo desvió a su caballo, y me vi enfrentado a un hombre distinto, que parecía haber brotado de la tierra, pero que me miraba con odio, como si yo le hubiese ofendido. Lanzando en la forma que Lisias me había enseñado, le clavé la jabalina profundamente en el cuello. Cayó con ella clavada. Mientras cogía otra, vi a Lisias combatiendo a corta distancia, y observé que miraba a su alrededor durante un momento. «No sabe dónde estoy», pensé, y lancé el grito de guerra, arrojándome al combate, para que pudiera ver lo que yo hacía.
No recuerdo muy bien cómo terminó la lucha. Fue igual que en las muchas escaramuzas en que tomé parte aquel año y los siguientes. Pero sí recuerdo que matamos cuatro o cinco enemigos, y que sólo perdimos dos de los nuestros, porque los aventajábamos en número y los pillamos por sorpresa. También dimos muerte a uno de sus ilotas, que tomó armas para combatir por ellos.
Cuando los demás huyeron (pues no eran sino fuerzas de incursión que no tenían órdenes de morir sosteniendo sus posiciones), Lisias nos ordenó que recogiéramos sus armas y armaduras para nuestro trofeo. Entonces fui hacia el hombre a quien había clavado mi jabalina, observando que el arma estaba hincada en él. La cogí con la mano, observando que vivía aun.
Le reconocí por su barba, suave y joven aún. Supongo que no tenía mucho más de veinte años. Clavaba las manos en la tierra; apretaba fuertemente los dientes, dejándolos al descubierto; su espalda estaba arqueada. Intentaba respirar, o quizá se esforzaba por no hacerlo debido al dolor. De su garganta salía un ronquido. Al mirarle, levantó una de sus manos, sucia de tierra y se la llevó al cuello, en el lugar en que estaba clavada la jabalina. La había lanzado para alcanzar al enemigo profundamente entre la clavícula, como me había enseñado Demeas; pero nadie me había explicado lo que sucedía después.
Mientras yo miraba en la penumbra, sus ojos se movieron, fijándose en mi cara. Pensé muchas cosas en aquel breve instante: en las penalidades que había sufrido en Esparta, primero para ser hombre y luego para ingresar en la caballería, encontrando tan pronto su fin. Su mano cayó al suelo y arañó la tierra, y me miró sonriendo, no sé si desafiándome o para demostrar que no le acobardaba morir, o tal vez debido a un espasmo de dolor. Alguien se acercó a mí; me volví y vi a Lisias.
—Tira de la jabalina —dijo—; entonces morirá.
Alargué la mano y vi los ojos del hombre fijos aún en los míos.
Entonces me pregunté si habría oído las palabras de Lisias. Toqué el arma, retirando la mano seguidamente.
—Sácala —dijo Lisias.
Su voz había cambiado; era la del ifiarca dando una orden. Creí que me ayudaría, pero se quedó a mi lado, esperando.
Por tanto, apoyé el pie en el peto del espartano y tiré. Sentí que la punta del arma desgarraba los músculos y rozaba los huesos, y oí el silbido de la respiración del hombre, tal vez natural o quizás en un intento de no gritar. Tosió fuertemente, arrojándome una bocanada de sangre a los brazos y las rodillas; luego murió, como me había dicho Lisias. Despojé al cadáver de sus armas, que arrojé a la pila; después me oculté detrás de un muro para vomitar. Estaba oscureciendo, y no creo que nadie llegara a observar, cuando regresé, mi palidez.
—¿Cuántos matamos? —me preguntó alguien.
Miré los cadáveres, y el hombre a quien yo había dado muerte era uno entre ellos.
—Cinco —contesté.
Poco después llegaron los heraldos espartanos, para llevarse sus muertos durante una tregua; y nosotros levantamos nuestro trofeo de armas, por haber quedado dueños del terreno. Después hicimos una pira para quemar nuestros muertos, pues era imposible predecir cuándo hubiéramos podido llevarlos a la Ciudad. Esto es algo muy poco agradable de contemplar por vez primera. En verdad, incluso ahora, cuando el fuego consume el cuerpo de un hombre con quien he comido al mediodía, preferiría mirar a otra parte, si no fuera porque debemos llevar a nuestros valientes en el corazón.
Pero cuando todo estuvo terminado, dejamos las armas en pabellón, apostamos los centinelas, y nos sentamos en torno a la fogata para comer los alimentos que les habíamos quitado a los espartanos. Entonces sentimos el placer de la victoria y el gozo de la vida cuando el enemigo ha sido destruido. Se relevaron los centinelas para que pudieran comer; luego regresamos, nos despojamos de armaduras y vestidos, aceitándonos y frotándonos el cuerpo al calor de la fogata, y hablamos de la lucha. Por primera vez me llamó Lisias para que me sentara junto a él; reunimos nuestra comida y la compartimos, como solíamos hacer. Cuando estuve a los pies de Atenea para ser coronado con el olivo sagrado, después de la carrera, me sentí orgulloso, pero aquel recuerdo me parecía insignificante comparado con el momento que estaba viviendo.
Miré al fuego y vi su rojez reflejada en los rostros y cuerpos de mis camaradas, y en Lisias, junto a mí, y pensé: «Si ahora llegaran extraños, a pesar de estar él desnudo no preguntarían: "¿Quién es vuestro jefe?"». Entonces un tronco cayó sobre las brasas y recordé nuestra granja en ruinas, las cosechas destruidas, la desaparición de nuestro ganado y la huida de los esclavos, y me dije: «Ahora somos pobres; lo seremos durante algunos años, tal vez para siempre».
Sin embargo, al ser joven y sentirme lleno con el presente, pensé en aquello como en una fábula; y no pude pensar que jamás lo sintiera más que en aquel momento.
Recogimos heno y paja para nuestras yacijas, y mientras Lisias recorría los puestos de los centinelas, le preparé la suya. Luego nos envolvimos en las capas y nos echamos el uno junto al otro. Hablamos durante un rato; Lisias me dijo que la granja de su padre no había sido saqueada, y que nos prestaría esclavos, y también ganado, para criar, cuando los espartanos hubieran marchado, con lo que nuestra granja no tardaría en producir nuevamente.
—Nunca se quedan más de dos meses —dijo—, y a veces ni siquiera ese tiempo.
Tras estas palabras quedó dormido como una lámpara que se apaga. Yo tenía el cuerpo dolorido por lo mucho que había cabalgado, y tampoco estaba acostumbrado a dormir en el suelo. Estaba pensando que no lograría conciliar el sueño, pero un momento después, o así me lo pareció, era ya de día.
Aquel día lo revivimos muchas veces durante las siguientes semanas. Algunas veces salvábamos todo el ganado de una granja, conteniendo a los espartanos mientras se lo ponía a salvo; otras se nos anticipaban y se apoderaban de él. Una parte del ganado fue mandado a Eubea, para ser conservado allí, según la costumbre de los atenienses durante la guerra. Lo que nuestro escuadrón hacía era de poca importancia, pues Demóstenes estaba ya en campaña, y los espartanos empezaron a ser contenidos en el fuerte de Dekeleia.
El propio rey Agis los mandaba; al tener dos reyes, eran siempre más libres con ellos que otros pueblos. Era el mismo rey Agis que, tomando un terremoto como augurio, rehuyó el lecho de su nueva esposa durante un año, como he dicho ya. Proseguía acerbamente la guerra, como si tuviera algún motivo para odiar a los atenienses, pero Demóstenes contenía sus fuerzas. No podía expulsársele de Dekeleia, por ser bastión demasiado fuerte, y sólo había logrado ocuparlo debido a que estaba muy poco guarnecido durante la tregua.
Sin embargo, había hecho cuanto una fuerza incursora puede esperar hacer en una estación. Creíamos que no tardaría en regresar a Esparta, dejando en libertad a Demóstenes para zarpar rumbo a Sicilia. Entretanto, los deberes de la guardia fronteriza eran más fáciles, y pasaban días sin que entráramos en acción.
En cuanto a Lisias y a mí, cualquiera que haya ido a la guerra con un amante comprenderá el significado de mis palabras al decir que jamás habíamos estado juntos tanto tiempo, y tan poco a la vez.
Estábamos casi constantemente el uno a la vista del otro, pues tras el primer día yo cabalgaba a su lado, sin que nadie osara dudar de mi derecho a hacerlo. Al estar siempre rodeados por nuestros camaradas, nos acostumbramos a hablamos en forma distinta a la corriente entre nosotros, y cuando, como raramente sucedía, estábamos a solas durante un rato, nuestras bocas enmudecían y no sabíamos cómo empezar. Las mejores ocasiones eran cuando me tocaba el turno de guardia de la medianoche; entonces Lisias dejaba mi puesto para lo último, y se quedaba un rato a mi lado, hablando quedamente antes de acostarse a dormir. Mientras cabalgábamos con el escuadrón, solíamos examinar algún asunto y tratábamos de llegar a la verdad por la lógica, pues ¿de qué nos serviría expulsar a los espartanos del Ática si nuestras mentes se tornaban dóricas? Entonces recordábamos a Sócrates, y pensábamos en otras cosas de las que no hablábamos.
Al ver que yo no rehuía las tareas difíciles ni los puestos de guardia por la noche, mis camaradas aceptaron bondadosamente nuestra amistad. Hicieron las bromas acostumbradas, pero sin malicia alguna. Cuando había tranquilidad, algunas noches dábamos un paseo, juntos, cuando la fogata estaba ya encendida. En cierta ocasión, al regresar caminando silenciosamente sobre la hierba, oímos al joven Gorgias justificando, picarescamente, la razón de nuestra ausencia. Un momento después nos vieron a la luz de las llamas, y nosotros nos unimos a sus risas. Pero la vez siguiente que dimos el paseo nos sentimos algo constreñidos, al saber lo que ellos pensaban, aunque no hablamos de ello por prudencia o cualquier otro motivo, pues yo no era ya tan joven en la guerra para no haber sentido la forma en que la muerte toca el hombro del amor, diciéndole: «Apresúrate».
Nuestra patrulla terminó, finalmente, y fuimos relevados por otro escuadrón. Todo se encontraba en calma entonces, y acampamos por última vez cerca del cabo Sunion. Después la guarnición del fuerte nos dijo que se nos había oído a media milla a la redonda, pero siempre he dudado de la veracidad de esas palabras. Estábamos ciertamente alegres. Recuerdo que todos los hombres del escuadrón fuimos uno tras otro cogidos por la cabeza y por los pies, y echados sobre nuestros camaradas. No escapó Lisias a ese juego, pues la mitad del escuadrón cayó sobre él, y siguió la misma suerte que los demás. La siguiente noche habíamos de ser acuartelados en Sunion, y aquel día lo tuvimos libre.
Lisias y yo cabalgamos junto al mar azul y a la rocosa costa rojiza quebrada en pequeñas calas, en una de las cuales nos detuvimos, después de largo galope. Al mirar la límpida agua, nos desnudamos, echándonos de cabeza en ella. Estaba fría al principio, y caliente después, y nadamos mar adentro, hasta que vimos recortarse contra el cielo el templo de Poseidón en Sunion. Lisias nadaba más rápidamente que yo, pues sus hombros y brazos se habían endurecido al practicar la lucha, pero me esperó, mientras yo me esforzaba en alcanzarle. Descansamos en el agua y luego nadamos hacia la costa, intentando después coger peces con las manos en partes poco profundas. Al salir del agua, sentí un agudo dolor a un lado de un pie, y observé que sangraba. Debí de haber pisado una concha rota o un pedazo de tiesto, pues la herida era profunda. Lisias se arrodilló para mirarla, mientras yo me apoyaba en su hombro.
—Puede causarte muchas molestias si se te llenara de suciedad al cruzar la playa. Podría costarte una corona. Lávala bien en el mar, y yo te llevaré hasta el caballo.
La playa era pedregosa.
Me senté en una piedra plana, y metí el pie en el agua, en la cual se expandía la sangre como el humo en un cielo impoluto. Quedé mirándola hasta que Lisias me tocó en el hombro.
—Vamos —dijo.
Me llevó en brazos hasta el lugar en que estaban los caballos, y rasgó su túnica para vendarme el pie, que curó bien, permitiéndome correr nuevamente un par de semanas después.
Algo más tarde, cuando estábamos nuevamente en la Ciudad, le vi por primera vez con Drosis, la corintia, despidiéndose de ella al salir de su casa. Antes de empezar los combates, en varias ocasiones él me había invitado a cenar con ella, para que la oyera cantar, pero yo me había negado, riendo, diciéndole que mientras no nos conociéramos jamás podríamos dudar de la forma en que nos amaríamos entre nosotros. No se necesita mucho conocimiento del mundo para enterarse de que, por lo general, a la amante de un hombre el amigo de éste le gusta muy poco o demasiado. Jamás me había turbado el pensamiento de aquella muchacha. Sin embargo, al ver que era tal como la había imaginado, menuda y dulce, sentí pena e irritación, y me oculté en el portal de una casa, para que Lisias no me viera.