Alexias de Atenas (17 page)

Read Alexias de Atenas Online

Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alexias de Atenas
7.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Es posible que ambos seamos amigos de Sócrates, y no el uno del otro? —dije—. Se asegura que el destino es el señor de todos los hombres.

Sus negros ojos se posaron en los míos. A pesar de su juventud, no me complacía su gratitud, pero me sentía honrado por su aprobación.

—Siento, Alexias —observó—, que no podamos luchar juntos. Hubiera sido interesante. También decían de mí que no era mal corredor.

Me sonrió. La belleza del alma destaca en la amargura, como la veta de mármol en la tierra.

—Ten la seguridad —repuse— que los dioses no tolerarán esto siempre.

Me miró como mira el anciano al niño.

—Voy a Sócrates no con la esperanza de comprender a los dioses, sino para que él me transmita su creencia de que son buenos.

—Dime, si te place, para qué amo trabajas.

Su rostro se ensombreció. Me apenó haberlo ofendido. Le pedí que me perdonara y que no contestara a mi pregunta. Fedón levantó los ojos.

—No conocí a Sócrates donde trabajo.

—No importa. ¿Nos veremos mañana, o tal vez muy pronto?

—Voy a Sócrates cuando puedo.

Me pregunté cómo escapaba de la casa de su amo, y si se le azotaría por ello. Pensé en él casi toda la noche. Al día siguiente salía para contárselo todo a Lisias, cuando encontré a mi tío Estrimón en el patio. Manifestó, en forma muy ampulosa, que tenía algo que decirme, añadiendo, cuando le hube conducido al interior de la casa, que no era adecuado para los oídos de mi madre. Algo intrigado, lo acompañé a la habitación de los invitados. Después de toser, acariciarse la barba y asegurarme que se sentía responsable ante mi padre, empezó a hablar.

—No puedo fiscalizar lo que haces a puerta cerrada, Alexias. Sin embargo, lamento ver perversión en alguien tan joven, que carece incluso de la excusa de fealdad o deformidad, que hubieran podido impedirte gozar de los placeres del amor en forma honorable.

—¿Perversión? —repetí, mirándole como si estuviera loco.

Mi última fiesta se había celebrado quince días antes; Lisias estuvo en ella, y deseando evitar cuanto pudiera disgustarle, regresé a mi casa casi sobrio.

—Te aseguro, señor, que te han informado mal.

—No, a menos que mis ojos se hayan equivocado, y debo observar que siempre han sido notables por su agudeza. ¡Exhibirte por la calle con un muchacho de la casa de baños de Gurgos! Ni siquiera el propio Alcibíades obraba en forma tan desvergonzada. Te aseguro que a tu edad casi ignoraba la existencia de semejantes personas.

—¿De qué muchacho hablas? —pregunté.

Pero mi tío observó el cambio de la expresión de mi rostro.

—Veo que me comprendes —observó.

—El esclavo no elige a su amo —repuse— y la guerra es la guerra.

Me sentí irritado con el mundo entero, con la Necesidad y con el Destino. Mi tío se acariciaba nuevamente la barba, preparando algo.

—¿Y qué decir del hombre dedicado a la enseñanza de la juventud que no sólo frecuenta a semejantes criaturas, sino que las admite entre sus pupilos?

La ira casi me impedía hablar, pero finalmente logré dominarla, para enfrentarme mejor con él.

—Como sólo he hablado de filosofía con el joven, olvidé preguntarle qué hacía, por lo que me reconozco culpable. Pero dime, señor, ¿cómo has averiguado tú su profesión?

Supongo que en la calle; pero me causó bien ver la expresión que se reflejaba en su rostro. Por lo menos pude comprender que mi maestro me había agudizado el ingenio. Sin embargo, Lisias se tornó serio cuando se lo conté, y dijo que si mi tío pensaba mal de Sócrates, una contestación insolente no le haría cambiar de opinión. Era la primera vez que me censuraba. Cuando vio la forma en que lo tomaba, fue más suave en sus palabras.

Después se esforzó en saludar amablemente a Fedón, pero el muchacho se tornaba silencioso cuando estaba rodeado de varias personas, como Sócrates había averiguado. Hablaba cuando estábamos solos, pero siempre como a través de un invisible escudo. Observé que esperaba que yo averiguara lo que era, y le volviera la espalda. Tal vez os preguntéis por qué no sentía disgusto a pesar de mí mismo. Pero al igual que la luz de la aurora, el primer amor derrama belleza por doquier se posan los ojos del enamorado. Además, aunque yo sabía cómo era su vida, la conocía sin comprender, como se conoce un país en el que no se ha estado. Sólo le daba una calidad de extrañeza para mí.

Cierto día le encontré, saliendo de la Academia. Mientras andábamos por la calle de las Tumbas, empezamos a hablar de la muerte. Fedón dijo que no creía que el alma sobreviviera al cuerpo, ya en el infierno o en otro ser o en el aire. Repliqué que desde que amaba a Lisias me parecía imposible que el alma se extinguiera.

—El alma es el sueño del hombre ahíto de comida y bebida, cuya concupiscencia ha sido satisfecha —dijo— ¿Qué es para el alma el hombre sediento, hambriento o cuyo cuerpo le exige el placer de la carne, sino la nariz del perro que le lleva a la comida? El perro muere y se pudre, y su nariz no olfatea ya nada.

Hablaba como si me odiara y no quisiera dejar en mí nada que pudiera producirme gozo. Sin embargo, recordé que había fallado a Sócrates una vez y que Lisias me había reprendido; por ello me detuve a pensar.

—Si se hace que un hombre gordo y viejo tome parte en una carrera, caerá muerto — observé—. Pero ¿prueba esto que la carrera no puede ser celebrada? Por esto, Fedón, creo que el alma sobrevive al cuerpo. He visto comprar y vender cuerpos, a los que se obliga a hacer aquello que odian y a lo que jamás consentirían por su libre y espontánea voluntad. Sin embargo, el alma es libre, conserva su valor y desafía a su destino. Por tanto, creo en el alma.

Fedón guardó silencio durante algún tiempo, caminando tan deprisa que reapareció en él la cojera producida por su herida.

—Me parecía increíble que lo supieras —dijo finalmente.

Contesté que jamás hubiera hablado de ello, de no haber sido que el silencio interponía una barrera entre nosotros.

—No puedo ocultar muchas cosas a Lisias —añadí—, pero puedes confiar en su silencio, así como en el mio.

—No te molestes —repuso, riendo—. Critias lo sabe.

Algo después, al averiguar que no había salido nunca de la Ciudad, le llevé, paseando, a los pinares al pie del Licabeto. Allí me contó cómo había sido esclavizado. Después de varios meses de asedio de su ciudad, su padre, que era estratega, reclutó una tropa de voluntarios para atacar el muro de sitio ateniense, empresa desesperada que casi logró su propósito. Fedón, que combatía junto a su padre, sufrió una herida que no sanó bien, porque entonces estaban casi muertos de hambre. Los atenienses mandaron más tropas y la brecha fue cerrada. No entraban ya alimentos en la ciudad, cuyos habitantes sólo podían entregarse a la merced del enemigo. Fedón, que no podía caminar solo, yacía en cama, escuchando el clamor cuando las puertas de la ciudad se abrieron para dar paso a los atenienses. Poco después oyó los gritos de las mujeres, y los ayes de los hombres pasados a cuchillo. Entraron soldados que le sacaron a rastras de la cama, llevándole al Ágora, donde fue arrojado entre una multitud de jóvenes y niños. Al otro lado de la plaza había una pila de cadáveres, a los que constantemente se añadían otros. Sobresaliendo en el centro del montón estaba la cabeza de su padre. En el Ágora estaba la tribuna de los subastadores, desde la cual Filócrates, el general ateniense, dirigía la matanza de los hombres. Fedón fue conducido a aquel lugar a tiempo de ver degollar a su amante, llevado hasta allí con las manos atadas. Cuando llegó el momento de conducir a las mujeres a los barcos, Filócrates bajó de la tribuna para elegir dos para él. Las demás estaban destinadas a ser vendidas. Así vio Fedón por última vez a su madre, mujer de unos treinta años, hermosa aún.

Fue conducido al mercado de esclavos de El Pireo, estando bastante enfermo aun a causa de su herida, pero Gurgos decidió correr el riesgo de comprarlo, a causa de su belleza, y le cuidó debidamente. Al principio, el joven no comprendió qué era aquel lugar, y creyó que debería trabajar como bañero. Cuando supo a qué se le destinaba, rechazó la comida y la bebida, pensando en morir así.

—Entonces —prosiguió—, por la noche vino el viejo Gurgos y dejó una copa de vino a mi lado. La jarra acababa de ser sacada del pozo y la copa trasudaba frescura. Me sentía débil y sediento, y me pregunté a mí mismo: «¿Por quién hago esto, yo, que no tengo ni padre ni amigo que puedan quedar deshonrados, yo, que no creo ni en los hombres ni en los dioses? Los pájaros y los animales viven de hora en hora, y viven muy bien». Había aprendido las artes de su profesión, y su precio era alto. Pero cierto día, sintiendo enferma el alma y con la mente en un torbellino, cerró la puerta como si alguien estuviera con él, y, saliendo por la ventana, deambuló por la Ciudad. Pasó por un lugar en el que estaba Sócrates hablando, y se detuvo allí para escuchar.

—¿Es cierto, Alexias, que hay un ateniense que vive en una cueva y odia a los hombres?

—Sí: Timón.

—Cuando oí por vez primera a Sócrates, yo era algo parecido a ese hombre; quiero decir, en mi alma. Había aprendido a alejar mi mente de los hombres, de la misma forma que el pastor se sienta aparte, en una roca. Y yo no quería compartir mi roca con nadie; si una de mis bestias aspiraba a la virilidad, yo había aprendido la forma de conservarla en su lugar.

Deseaba que conociera a Lisias, pero al principio Fedón encontraba siempre alguna excusa. Sin embargo, finalmente logré que se conocieran, y observé claramente que cada uno pensaba bien del otro. Poco después Lisias daría una cena para Sócrates y sus amigos.

—Es lástima que Fedón no pueda venir —dije—. A Sócrates le gustaría verle.

—¿Por qué no? —repuso Lisias de inmediato—. Has tenido una buena idea. Iré anticipadamente para comprar una noche de su tiempo.

Quise acompañarle.

—¿Hablas en serio? Tu reputación quedaría mancillada para siempre. Los muchachos de tu edad no van a casa de Gurgos a comprar, sino a vender.

La fiesta transcurrió agradablemente, y Fedón parecía sentirse contento allí. De todos modos le agradaba molestarme y atacaba mis más caras creencias, hasta que yo, como último recurso, le decía:

—Pero Fedón, nosotros sabemos que es verdad.

—¡Oh, no! Podemos tener una opinión sincera, acaso ¿Llamas tú a esto conocimiento? Sabemos lo que hemos probado.

Una vez perdí los estribos con él, y, en un intento de ocultarlo, anduve en silencio.

—Pareces muy cansado hoy, Alexias —dijo él después—. ¿Te ha vencido alguien?

—No —repuse—. Lisias me derribó en los ejercicios, y me contusioné algo; eso es todo.

—¿Te trata así, siendo tu amigo?

Me dispuse a contestarle irritadamente, pero entonces le comprendí y le pedí perdón.

—No te preocupes —repuse—. Creo que yo mismo sé tan bien como Lisias lo importante que es una buena guardia.

Jamás le oí compadecerse de sí mismo, ni quejarse de aquello a lo que regresaba. Pero entretanto, un amigo suyo mejor que yo se ocupaba de su suerte. Sócrates le había contado su historia a Critón, el hombre que, en su juventud, le animó a abandonar su taller y ocupar su lugar entre los filósofos. Critón era rico, y ofreció inmediatamente comprar la libertad de Fedón.

El regateo llevó algún tiempo. La fama de Fedón se había propalado, y su precio era muy alto. Al principio Gurgos trató a Critón como si éste hubiese perdido la cabeza por el muchacho y estuviera dispuesto a pagar cualquier precio, pero pronto averiguó que trataba con un negociante. Critón le preguntó si sus muchachos habían bebido en la fuente de la juventud, y ofreció volver un par de años más tarde, y preguntarle el precio entonces. Gurgos se asustó y cerró el trato.

Tan satisfecho estaba Fedón por el cambio de amo, que al principio costó hacerle comprender que era libre. Al averiguar que sabía escribir bien, Critón le empleó en su biblioteca, y le recomendó a otros hombres de letras, para que pudiera estudiar al mismo tiempo que trabajaba. Pronto ninguno de nosotros podía recordar cómo había sido nuestro círculo sin él. Había algo en su porte que incluso los más atrevidos tenían que respetar; sus antiguos clientes no se mostraban condescendientes con él en la calle. Por su parte, Fedón no descubría su identidad, diciendo que toda profesión tiene su ética.

Pero algunas veces, cuando algún ciudadano que se creía importante hablaba en el Ágora, condenando el lujo extranjero o preguntándose a dónde iba la juventud, vi a Fedón mirarle irónicamente con sus ojos negros.

XII

Other books

A Pride of Lions by Isobel Chace
Give a Corpse a Bad Name by Elizabeth Ferrars
Starting Over by Cheryl Douglas
Killing Ruby Rose by Jessie Humphries
The Dowry Bride by Shobhan Bantwal
The Yellow World by Albert Espinosa