La primavera dio vida a la tierra; el ejército se entrenaba todos los días en la gran explanada de la Academia, bajo la vigilancia de Demóstenes, hombre sólido como la roca, pero no tan frío como ella: rojo el rostro, pero más por el tiempo que por el vino, a pesar de las bromas de que le hacían objeto en el teatro; estentóreo y cordial, pero confiado y tranquilo, y no bullicioso y levantisco. Me dije que a mi padre le complacería su llegada.
Mientras tanto, la niña en casa crecía. Mi madre le impuso el nombre de Caris, por la madre de mi padre, puesto que él nada había decidido a este respecto. Andaba a gatas, y, cogiéndose de mis dedos, intentaba sostenerse sobre sus piececillos. Un día pensé: «Si quien da la vida es el padre, entonces el padre soy yo», encontrando cierta dulzura en este pensamiento, pero lo alejé de mi mente por parecerme impío. Después me dije: «Ella nunca lo sabrá. Nadie sufrirá por mi culpa lo que yo recuerdo», y fui al altar de nuestra casa, donde quemé azafrán, como ofrenda a Zeus el misericordioso. El remordimiento por mi impiedad me impedía a veces dormir; sin embargo, no falté a mi juramento ni siquiera con Lisias. Tal vez pudiera haberlo hecho alguna noche oscura, pero entonces ambos nos portábamos, el uno ante el otro, como el actor elegido para llevar la máscara del dios.
Una mañana, cuando incluso en la Ciudad se percibía el perfume de la primavera, me desperté feliz; tenía que ir a caballo a la granja y Lisias había prometido acompañarme. Los primeros rayos del sol verdecían las hojas nuevas de la higuera; las palomas se arrullaban, y Cidila cantaba, mientras trabajaba, una vieja canción campesina que hablaba de una desposada. Desde el patio alcanzaba a oír a la niña llamando con su vocecita aguda y parloteando como un pajarillo. Entoné la parte de la canción correspondiente al novio; al oírme, Cidila rió, esperó a que yo terminara, y luego prosiguió su canción. De pronto oí el golpeteo de cascos de un caballo junto a la entrada. Salté en pie, pensando en mi padre, pero vi a Lisias, con el casco y la armadura, pertrechado con sus jabalinas.
—¿Tienes tu armadura, Alexias? —me preguntó, sin desmontar, al yerme.
—¿Armadura?
Me faltaban todavía dos minas para poder satisfacer el precio que pedía Pistias, y no me había tomado las medidas aún, pues no estaba muy seguro de que hubiera ya dejado de crecer.
—¿Cuándo la necesitaré, Lisias?
—Ahora.
Las palomas continuaban arrullándose; la niña seguía con sus parloteos.
—Los espartanos han roto el armisticio —dijo— y han invadido el Ática. Dekeleia cayó anoche en sus manos, y ahora se encuentran cerca de Acamas. Desde la Ciudad Alta alcanzan a verse los fuegos. ¿Qué armadura tienes? A mi escuadrón le faltan tres hombres.
Levanté los ojos hasta su alta cresta de esmalte azul, su peto y sus grebas tachonados de clavos de oro.
—Espérame, Lisias. Estaré preparado dentro de un momento.
Corría hacia el interior de la casa, cuando su llamada me hizo detenerme súbitamente, como lo hubiera hecho uno de sus soldados.
«Soy uno de ellos», me dije, mientras regresaba a su lado.
—¿Si, Lisias?
—¿Tienes armadura o no?
—Mis cueros de caza son tan fuertes como una armadura —le contesté.
—Es la guerra y no una partida de caza.
Al ver la expresión de desconsuelo en mi rostro, se agachó para tocarme amistosamente el hombro.
—No lo tomes tan a pecho; a todos nos ha pillado desprevenidos. ¿Por qué habías de tener armadura, cuando aún te falta un año? Ahora debo irme; quise acudir a ti antes que a nadie.
«Algún dios me ayudará», pensé. Y, efectivamente, la ayuda llegó.
—Espera, Lisias —dije, cogiéndole del pie—. Sé dónde encontrar una. No te vayas. Espérame.
Grité al criado que prepara a Fénix, y corrí hacia adentro. Mi madre estaba levantada; algunas veces daba de comer ella misma a la niña, y estaba dándole el pecho. Cerró el corpiño y se puso en pie, con la niña en brazos, mirándome fijamente.
—Se acercan los espartanos, madre. Ya han llegado a Acamas. No te asustes. Pronto los rechazaremos. Debo marchar en seguida, pero no tengo sino espada. Dame la armadura de tu padre, Arcágoras.
Dejó a la niña en la cuna, llevándose después una mano al pecho.
—¿Tú, Alexias? ¡No! Sólo eres un niño.
—Si no soy hombre hoy, mañana será demasiado tarde. Lisias ha venido a buscarme, para que me una a su escuadrón.
Mi madre seguía mirándome, sin hablar.
—Me prometiste, madre, que sería tu verdadero hijo.
Seguía mirándome.
—Lo eres, Alexias.
Al pronunciar estas palabras, en el Anakeion sonó la trompeta llamando a la caballería.
—Te la daré pero eres muy joven aún.
Sacó las llaves del arca. Había conservado la armadura perfectamente pulida y aceitada, excepto por las correas, que se habían podrido. Pero mi padre había dejado algunas de las suyas.
—Volveré cuando me la haya puesto —dije—. Necesitaré comida. Díselo a Cidila.
Lisias había desmontado y esperaba en la habitación de los huéspedes. Extendí la armadura en una cama. No la había visto desde hacía varios años, y su aspecto me desconcertó. En los tiempos del viejo Arcágoras a los hombres les gustaba hacer resaltar su posición. Me satisfacían los clavos de oro, pero encontré excesiva la cabeza de una Gorgona, cuya cabellera de serpientes le llegaba hasta los senos.
—Es demasiado hermosa, y se burlarán de mí.
—¿Hoy? Uno de mis muchachos se ha puesto una túnica meda, con escamas, que ha colgado de una pared durante sesenta años.
Me ayudó a ponerme la armadura. No me sentaba tan bien como la que Pistias me hubiera hecho, pero si mejor que la de prácticas, por lo que me sentí más que satisfecho. Lisias se apartó un paso de mí para contemplarme.
—Una vez puesta, no es extravagante, y nadie se reirá. Besa a tu madre y recoge tu comida. Debemos irnos.
La espada de Arcágoras era mejor que la mía. Me la puse al cinto y fui a la sala. El viejo zurrón de mi padre estaba encima de la mesa.
—Estoy preparado, madre. Deja que me pruebe el casco.
Lo sostenía en la mano, tras haberlo pulido. Tenía una triple cresta de hipocampos, cuyas colas formaban una sola al caer. Me lo puso; parecía hecho a mi medida. Había un espejo de plata, en la pared a espaldas de mi madre. Al moverme, vi un hombre reflejado en él. Me volví, desconcertado, para ver qué hombre había entrado en las habitaciones de las mujeres. Y vi que el hombre era yo.
—Debes llevar una capa —dijo mi madre—, pues las noches son frías aún —tenía mi capa gruesa en las manos—. Todos los días sacrificaré en honor de Atenea y de la Madre, hijo querido.
No se acercó a mí. Hacía mucho tiempo que no la había besado; cuando la atraje hacia mí, observé que había crecido lo bastante para poder tocarle la cabeza con la barbilla. Pensé en su bondad para conmigo en mi niñez, cuando era pequeño y débil. Producíame una extraña sensación sentirla tan poca cosa en mis brazos, y temblaba como un pajarillo cuando se le pone la mano encima. Contento porque podía defenderla ya como hombre, empecé a levantarle la cara para besarla, pero debí hacerle daño con la armadura, y ella se apartó de mí. Cogió la capa y me la colgó del brazo, diciendo otra vez:
—Rogaré por ti.
Puse mi mano sobre la suya.
—Cuando ores por mí, madre, hazlo también por Lisias.
—Sí —asintió, mirándome—; rogaré también por él.
Aquel día, después de todo, Lisias y yo salimos al campo.
Cuando la puerta de la Ciudad se abrió para nosotros, vi la parte posterior de su casco, al frente del escuadrón. Cuando daba una orden, su voz llegaba hasta mí, imponiéndose al ruido de los caballos. Formamos en columna de a tres, cabalgando yo en el centro.
En la retaguardia estaba el segundo de Lisias, veterano del escuadrón, pues contaba ya diecinueve años y medio. Lisias era el único de nosotros que había guerreado. Trotábamos por el camino de Acamas, intentando hablar como los soldados. A nuestras espaldas se oían los ruidos de la Ciudad, llamando a los hombres a las armas; se reunían los hoplitas. Delante de nosotros, y también a nuestras espaldas, se levantaban las nubes de polvo producidas por la caballería.
Mientras cabalgábamos, el muchacho a mi izquierda observó que había oído decir que el escuadrón de patrulla se había enfrentado con los espartanos, siendo derrotado. Contesté que Lisias me lo había contado.
—¿Lisias? —dijo—. ¿Te refieres al ifiarca? ¿Le conoces?
Contesté afirmativamente, pero no quise decir que le conocía bien. Entonces, el muchacho, que había ingresado recientemente en el escuadrón, empezó a hacer preguntas, inquiriendo qué clase de oficial era.
—¿Manda como los espartanos o es condescendiente? ¿Se preocupa por su escuadrón o lo deja todo a su segundo?
—No seas estúpido —repuso el muchacho a mi derecha—. Estás hablando con su amigo Alexias. ¿Qué más quieres saber acerca del ifiarca? Pregúntaselo; no seas tímido.
El primer muchacho pareció algo confuso.
—Son los modales de la frontera —dijo el segundo—; ya te acostumbrarás.
Añadió que había estado un año en la Guardia, o casi un año, y que Lisias era el mejor oficial a cuyas órdenes había jamás servido.
Esas palabras bastaron para convertirme en amigo suyo. Se llamaba Gorgias.
Cabalgábamos y caminábamos, alternativamente, para no fatigar demasiado a los caballos. Todo estaba tranquilo; los espartanos se encontraban aún en las montañas. Al mediodía Lisias nos ordenó salir del camino, para abrevar a los caballos y comer.
—Antes de que sigamos adelante, os diré lo que estamos haciendo —anunció cuando nos hubimos sentado —Demóstenes se encargará de Dekeleia; no buscamos al rey Agis hoy. Nuestra misión es atacar y escapar, y proteger las granjas. Cuando se desbanden para saquear, entonces encontraremos grupos con los que podremos enfrentamos. Esta es la señal para guardar silencio. Dádmela, todos vosotros, para demostrarme que la conocéis. Bien. Quienes hayan participado en los ejercicios, cuidarán de los nuevos. Todos conocéis el grito de guerra. Cuando ataquemos, gritadlo lo más fuerte que podáis, en honor de la Ciudad. No asustará a los espartanos; son precisas sus mujeres en su país para hacerlo. Sin embargo, si prefieren morir antes que tener que escuchar a un grupo de muchachas desnudas entonando canciones sucias contra ellos en el próximo festival, debemos procurar complacerlos. Espero que nosotros, atenienses, luchemos como hombres por nuestro honor, sin que primero debamos conocer la derrota y el hambre para ser bravos. Luchamos por nuestra Ciudad, donde el ciudadano puede expresar libremente su opinión, y vivir como le plazca, sin temor a nada ni a nadie. Seamos dignos de nuestros padres, y motivo de orgullo para nuestros amigos y amantes.
Después de estas palabras hizo la ofrenda, encomendándonos a los dioses.
Cuando se sentó entre nosotros para comer, casi me sentí tan tímido en su presencia como cuando el primer día salimos juntos de la Academia. Me miró de reojo, y supe que quería que le dijera que había hablado bien, pero los demás estaban demasiado cerca de nosotros. Nos sonreímos mutuamente, comprendiéndonos.
El viento había cambiado. Empezamos a oler humo en el aire, el pesado humo de la guerra, con rachas de hedor, de cosas que ardían y que no debieran haber quemado. Mientras subíamos las colinas, supe que la primera granja que encontraríamos sería la de mi padre, y el humo llegaba de esa dirección.
Olía igual que en mi niñez. «Los olivos han desaparecido», pensé. Entonces, cuando rodeamos la colina, vi que no sólo habían sido quemados, sino cortados también. Los tocones se erguían entre las encendidas ramas. No habían tenido tiempo de cortarlos totalmente, por lo que los incendiaron. Imagino que habían querido dejar intacto el bosquecillo sagrado, pero el viento, al cambiar de dirección, hizo que también ardiera. Cabalgamos hacia la casa. La paja ardía bajo las tejas; el humo salía a bocanadas. Cuando llegamos allí, las vigas cedieron y el techo se derrumbó.
El ajuar de la casa había sido amontonado en el patio e incendiado. En lo alto del montón ardía alegremente mi cama, en la que alcancé a distinguir las iniciales que en ella grabé en mi niñez. Al otro lado del fuego, un perro comía algo. El granjero estaba allí, con la cabeza destrozada y los sesos desparramados sobre las piedras. Tuve la certeza de que jamás volveríamos a ver a los esclavos.
Era un buen pedazo de tierra, el mejor del valle. Habíamos estado allí tanto tiempo como los saltamontes, padre e hijo, sacando las piedras de los campos, construyendo bancales con ellas.
Yo mismo construí uno en la ladera, plantando vides en él. Los espartanos lo habían pisoteado con sus caballos, destruyendo todas las matas. Del ganado y las aves de corral no quedaba ni un pelo ni una pluma.
Oí un murmullo que se propagó a todo el escuadrón, a medida que se contaban el uno al otro a quién pertenecía aquella granja. Me miraron con solemne respeto, como se mira al hombre sobre quien cae una calamidad. Lisias cabalgó hasta situarse a mi lado y apoyó su mano en la mía.
—Son ladrones de nacimiento —dijo—, pero esto lo pagarán, por Heracles.
Le contesté tan alegremente como un actor en el teatro:
—No te preocupes, Lisias; no es la única.
Todos opinaron que demostraba gran fortaleza, pero la verdad es que semejante sentimiento no había nacido en mí aún. Cuando se derriba la mesa de la cena, se produce un gran revoltijo; luego se seca el vino, se pone un nuevo mantel, y también copas y platos limpios, y todo queda como antes. Así me parecía que habría de ser, cuando yo regresara a aquel lugar.
Nada ganábamos con permanecer allí. Finalmente, desde tierras altas vimos un techo entero, del cual se elevaba una columna de humo.
—Bien —dijo Lisias.
Y dio la orden de seguir adelante.
Encontramos otras dos granjas incendiadas. Era muy raro ver un pollito que hubiera escapado al saqueo. Como había dicho Lisias, los espartanos eran los mejores ladrones del mundo. No dan nunca bastante de comer a sus hijos, con lo que éstos jamás llenan el vientre, a menos que roben; y lo hacen así para enseñarles a vivir de la tierra donde se encuentren. Los azotan si alguien los sorprende robando. Existe una muy conocida historia acerca de esto, una de cuyas partes más notables, en mi opinión, es que el muchacho estaba lo bastante hambriento para intentar comerse un zorro.