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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (45 page)

BOOK: Alexias de Atenas
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—Ha debido de perder a su padre en la batalla —dije.

Él la miró, por encima de la cabeza de la multitud y contestó:

—Sí, y también al último de sus hermanos. Eran tres.

—¿Los conocías?

—Oh, sí. Conozco incluso a la chiquilla. Ha estado a punto de hablarme, y lo hubiera hecho de no haber recordado a tiempo que ahora es mayor. Es la hija de Timasión, el que fue trierarca del Democracia.

Mientras tanto, la chiquilla se alejaba de allí a través del mercado. Por el aspecto que presentaba su espalda, podía comprenderse que la mujer seguía regañándola aún.

—Me pregunto qué va a ser de ella —dijo Lisias—. Esa perra de cara agria es la viuda del hijo mayor. La vida es ya de por sí muy dura para que además les haya caído encima esa desgracia. A la chiquilla la están educando muy de prisa. Su madre, que ha muerto ya, estaba casi siempre enferma, y la pequeña Talía estaba casi siempre con su padre o sus hermanos. Incluso el año pasado no tenían la menor idea de casarla. Ya sabes tú lo que ocurre a veces con los chiquillos que han sido los últimos en nacer. Un hermano suyo murió en Bizancio, y otro aquí, en el Ática, en el transcurso de una incursión. Timasión y el último hijo han perecido con la flotilla ateniense. Eso ha acabado con la familia, exceptuando a esa pobre chiquilla.

Siguió caminando, absorto en sus pensamientos. Cuando por último le hablé, no me oyó.

—Era muy bonita antes de que esto sucediera —dijo—. Por lo menos tenía una cara muy agraciada. Supongo que esa mujer se desembarazará de ella apenas le hagan la primera proposición, sin que le importe quien… Timasión y sus hijos eran de buena casta. Los conocí a todos.

—¡Lisias! —exclamé, mirándole con fijeza—. ¿En qué estás pensando? La muchacha no parece tener más de doce años.

—Nació hace tres Olimpíadas —repuso, mientras contaba con los dedos—, el año en que Alcibíades ganó la carrera de carros, de manera que debe estar a punto de cumplir trece años. 

Rió y añadió: 

—¿Por qué no? Uno puede tener paciencia cuando se trata de una buena causa. Mientras tanto, no dejaré de disponer de cuantas mujeres desee. Un caballo siempre es mucho mejor si lo adquieres cuando sólo es potro.

—Bien, ¿por qué no entonces, Lisias, si piensas así? —dije, un instante después.

Recordé todas mis previsiones, tan distintas a aquello; y, sin embargo, cuando me detenía a pensar en ello, tenía que admitir que era muy propio de él.

—Supongo que tendrá una dote muy pequeña —prosiguió—, de manera que ninguno de los dos estaremos muy en deuda el uno con el otro. Mi hermana Nico le enseñará las cosas que probablemente no ha aprendido en su casa. Tomaré una casa pequeña, pues no sería conveniente que viviéramos en la grande. Si las cosas mejoran después, mucho mejor, pues eso hace que una mujer respete más al esposo.

Continuó hablando de esta manera, y cualquiera hubiera creído que había estado pensando en ello semanas enteras.

—¿En qué mes estamos? —preguntó—. Imagino que podremos casamos en Gamelion, como todo el mundo.

—No querrás decir el próximo Gamelion, ¿verdad? —repuse, mirándole con fijeza.

—¿Por qué no? Supongo que en tres meses podrá disponerlo todo.

—Yo creía que sólo te proponías prometerte a ella ahora. Es una niña.

—Oh, quiero casarme en seguida, y procuraré que así sea. Será el único modo de conseguir algo de ella. Tal como es, cualesquiera sean los defectos de su crianza, tiene sus virtudes. Le han enseñado buenos modales, y también a ser valerosa y decir siempre la verdad, aun cuando no se hayan preocupado de enseñarle a bordar. ¿Por qué dejarla todo un año al cuidado de esa regañona, que la convertirá en una criatura tímida y gazmoña, pacata y estúpida como las viejas comadres? Me pregunto si el Gamelion será lo bastante pronto.

Recordando la escena en el Ágora, comprendí a qué se refería.

Él dijo:

—He podido darme cuenta de lo que ha sentido al verme —añadió—. Ha sido como cuando se ve un mueble o un perro, que hacen recordar los buenos tiempos. Le conté la historia de Perseo cuando tenía seis años.

—¿A qué esperas, entonces? —repuse—. Toma tus botas aladas, y desencadénala antes de que llegue el dragón.

El rió, me cogió por el brazo y dijo:

—Bendito seas, Alexias. Creo que haré como dices. Supongo que el día de hoy me ha hecho pensar. Desde que empezó esta guerra, hemos consumido algo más que plata, algo más que sangre incluso: hemos consumido una parte de nuestras almas. La última vez que subí a la Ciudad Alta, pensé que hasta la Doncella parecía cansada. Ha llegado el momento de pensar en tener un hijo, de crear un relevo para el próximo trecho de la carrera… Le diré a Nico que vaya a visitarlas.

Dos días después me comunicó el informe de su hermana. Había analizado a la pequeña Talía, y no pensaba que estuviera realmente atrasada para su edad. Era el choque producido en ella por la pérdida de su familia lo que la había hecho regresar un tanto a la infancia. Según Nico, la cuñada no era tan gazmoña como Lisias la consideraba. Con cierta justicia, señaló que ninguna persona decente encargada de la crianza de una jovencita la hubiera dejado sonreír a un hombre en el mercado. Pero era una mujer estúpida, aferrada a sus ideas, sin mucho sentimiento, y al pretender imponerle en un mes las enseñanzas que requerían tres años, había hecho de la muchacha una criatura tan nerviosa que no podía coger una rueca sin romper el hilo.

—Te tiene en muy alta estima, Lisias, y no ha cesado de repetirme todas las cosas que a su padre le oyó decir de ti. Lo ha hecho para complacerme, pues posee una dulzura natural a la que una es sensible en seguida. Pero ha sido llamada al orden, y en seguida se ha encogido en sí misma. Me he sentido apenada por la pobre chiquilla. Hasta entonces no le había cruzado por la mente la idea de que mi visita la concerniera, y te aseguro que no he podido arrancarle ya una palabra más —había dicho Nico a Lisias.

El cabeza de familia era un anciano abuelo, sordo y tan cegato que tomó a Lisias por un joven, debido a que no llevaba barba. Pero, por último, las cosas quedaron arregladas, concertada la cuestión de la dote, y luego fue su hermana a ver a la muchacha.

—Al principio —dijo— no he conseguido que me mirara. Pobre criatura, jamás he visto que nadie haya cambiado tanto. En otros tiempos solía oírla desde el patio, cantando en el interior de la casa. Pero Nico, siendo tan astuta, ha entretenido a su cuñada hablándole de las iniquidades de los ilotas, y eso me ha dado un poco de tiempo. Le he dicho lo bien que su padre se portó en la batalla, pues esa clase de cosas despiertan siempre su atención. Después le he recordado nuestra vieja amistad, y le he dicho que mi casa le parecería un poco más su propio hogar. Entonces ha empezado a parecer algo menos desdichada; pero he podido ver que la perra de su cuñada la ha llenado de pánico, y por eso le he dicho: «Ahora debes escucharme a mí, pues me conoces desde hace más tiempo que a ellos. El secuestro y la huida en el festín es un juego que llevaremos a cabo para divertir a los invitados, que siempre piensan que es la mejor parte de una boda. Pero lo demás podrá esperar hasta que hayamos tenido tiempo de hacernos amigos. Éste es nuestro primer secreto, y ahora veremos cómo lo guardas». Cuando nos hemos ido parecía mucho mejor, casi como en aquellos otros tiempos en que yo la recuerdo.

Sin embargo, Nico le persuadió para que esperara hasta el año próximo y se casase en el Gamelion, como se había propuesto al principio. De un modo muy razonable dijo que para entonces Talía tendría catorce años, la cual era realmente la edad más temprana en que podría llevarse a su casa a una muchacha tan joven sin que la gente murmurara.

Me dijo que no tenía intención de buscar otro barco, y que en todo caso pasaría bastante tiempo antes de que la flota volviera a ser la de antes. Haría ejercicios con su regimiento, que era el mio también, se asentaría, y trabajaría sus tierras cuando los espartanos se lo permitiesen.

También yo consideraba que mi puesto estaba en la Ciudad. Mi padre no se encontraba bien, pues unas fiebres tercianas que había traído de Sicilia le afligían a menudo, y cuando el acceso se le pasaba no podía atender a los negocios de la granja. No me retenía sólo el deber, sino también la inclinación, porque había estado mucho tiempo ausente de la Ciudad y mi entendimiento se había oxidado en el mar y ahumado alrededor de las hogueras, mientras que los escolares de ayer eran ya jóvenes que dejaban oír sus voces en la columnata.

De forma que volví a la filosofía, sólo que de una manera diferente: sintiendo en mí mismo, y en aquellos con quienes hablaba, una fiebre de la sangre. Cuando era muchacho me hacia preguntas sobre el mundo visible, quería conocer la causa de las cosas y sentir los tendones de mi mente, de la misma forma que uno siente los músculos en la palestra. Pero entonces buscábamos la naturaleza del universo y nuestras propias almas, obrando más como físicos en tiempos de enfermedad.

No es que estuviéramos enamorados del pasado. Éramos de una edad muy adecuada para considerar como nuestro el presente y suponer que nunca nos dejaría rezagados. En pintura, escultura y poesía, los nombres de aquellos por quienes nos sentíamos apasionados nos parecían tan grandes como aquellos de la época de Pericles, y, sin embargo, aún me sorprende un tanto comprobar que son desconocidos para mis hijos. Pero nosotros raramente nos deteníamos a contemplar un buen trabajo, de la manera que uno se detiene ante un hermoso panorama o una bella flor, esto es, con la simple alegría que ello produce. A la par que aclamábamos a cada nuevo artista, nos enfurecíamos contra los anteriores, como si hubieran sido falsos guías que nos hubiesen engañado. Avanzábamos de un modo apresurado, pero sin saber a dónde nos dirigíamos. A la libertad, decíamos. Los escultores no proporcionaban ya sus formas por medio del Número Dorado de Pitágoras, como Fidias y Policleto habían hecho en otro tiempo. Nosotros afirmábamos que el arte realizaría grandes cosas al haberse liberado de sus cadenas.

Eurípides había muerto, y ya no sufriría con nuestras dudas, ni se apenaría con nuestras pérdidas. Y Agatón había ido a Macedonia como huésped del rico rey, que soñaba con civilizar a sus salvajes montañeros. Durante meses nos preguntamos, riendo, cómo lo estaría pasando en el norte nuestro dulce cantante, y nos lo imaginábamos buscando entre los rudos jóvenes a uno cuya conversación no se limitara por completo a las mujeres, los caballos y la guerra.

Luego, un día un viajero nos trajo la noticia de que había muerto. Es malo caer enfermo entre los bárbaros. Después que hubo muerto, incluso Aristófanes tuvo una palabra amable para él.

Sólo Sócrates seguía sin cambiar, a menos que pareciera un poco más joven. Su Jantipa, domada por la amabilidad o suavizada por el tiempo, al acercarse el momento en que dejaría de ser fructífera, le había dado dos hijos más. Esto, aun siendo más de lo que él había pedido, le hizo sentirse alegre. Se hallaba tan dispuesto como los más jóvenes a poner en duda las opiniones fijas, y los jóvenes se reunían en tomo suyo como nosotros hacíamos en nuestro tiempo. Todos ellos jugueteaban con la lógica como cachorros, destruyendo muchas cosas en busca de la verdad.

El norte nos había arrebatado a Agatón, el gentil cantante, pero nos había devuelto a otro. Critias había regresado de Tesalia a la Ciudad.

Había huido allí algún tiempo después de que los Cuatrocientos fueran derribados, cuando algunos de sus actos fueron conocidos.

En Tesalia los terratenientes eran como pequeños reyes, siempre combatiendo entre sí. Consiguió buena pesca en aquellas aguas revueltas. Después descubrió que había algún descontento entre los siervos, pues en Tesalia la ley se ocupa muy poco de los hombres pobres. De modo que intrigó con su jefe, les proporcionó armas y proyectó un alzamiento que hubiera convenido a sus planes. Fracasó, y creo que con un gran derramamiento de sangre; pero Critias logró escapar ileso. Estoy seguro de que al principio fue una inspiración para ellos y les hizo creer que eran los escogidos de Zeus. Sócrates solía enseñarnos que las imágenes humanas de los dioses contenían las sombras de la verdad, pero que el amante de la filosofía debía mirar a través de ellas, más allá. Creo que de esto Critias había inferido que la religión y la fe eran buenas para los estúpidos, pero que el hombre superior estaba por encima de ellas. Sin embargo, no pretendo que en el caso de Critias sea yo capaz de ser justo.

Por aquel tiempo pasó junto a mí en la calle y, medio recordándome tal vez en relación con algo desagradable para él, me miró con fijeza, intentando identificarme. No sé si lo consiguió; pero incluso aquellos espartanos con quienes me había enfrentado en la guerra, aun viendo tan sólo mis ojos a través de las hendeduras del yelmo, me habían mirado más como un hombre mira a otro hombre.

Pero, después de manifestar todas estas opiniones, debo confesar que son tan valiosas como si un hombre con fiebre tuviera que dar su parecer sobre un vino. En mi última visita a la Ciudad había contraído una enfermedad de la cual me creía curado. Entonces, como la causa se hallaba de nuevo próxima, pude darme cuenta de que había estado durmiendo y creciendo en su sueño.

En esto el dios fue bueno conmigo, pues desde el principio jamás me atormentó con la esperanza. Ni tampoco emponzoñó sus flechas, pues lo que a primera vista me pareció hermoso y bueno, así sigue pareciéndomelo en este día. Habiendo cumplido ya diecisiete años, había él dejado la escuela de Micco, y a menudo estaba con Sócrates. Le rehuía allí por muchas razones; pero donde había música, él jamás se encontraba muy lejos. De modo que mis recuerdos se hallan unidos a los sones de la citara, o a un concierto de flautas, o a unas claras voces cantando. Incluso ahora, algunas veces una cuerda o un discante pueden hacerme oler aceite perfumado u hojas de laurel, o hierba y brea quemada, y resplandores de antorcha se reflejan en sus ojos.

Sólo una vez me encontré en peligro. Una noche de principios de invierno salí a pasear por Licabeto, en los momentos en que la cumbre se destacaba oscura contra el cielo abundantemente sembrado de estrellas. Al hacer una pausa para recuperar el aliento, ya casi a punto de alcanzar la cima, sobre la terraza del templo vi su figura con la cabeza levantada, escudriñando el cielo. Pues tenía esa inclinación hacia las matemáticas y la astronomía que tan a menudo puede ser encontrada en los músicos. La faja de Orión se encontraba sobre él, y en su hombro la espada.

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