Read Alexias de Atenas Online

Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (42 page)

BOOK: Alexias de Atenas
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Momentos antes de zarpar, convocó a un consejo de trierarcas, no para explicarles su conducta, sino para decirles que sólo debían librar combates defensivos mientras él permaneciera ausente, y aun sólo en aquellos casos en que fuera inevitable. Sólo disponíamos de media flota, y todos los barcos de Lisandro se encontraban en el puerto.

Por entonces yo me hallaba muy atareado. Los samios se disponían a celebrar los Juegos de Heres y, al saber que yo era un ganador coronado, me llamaron para que les ayudara a entrenar a los muchachos. Comprobé que me gustaba el trabajo. Allí había algunos muchachos a quienes era un placer aconsejar, de forma tal que apenas presté atención cuando la gente se quejó de Antioco y de la áspera forma en que había dicho a los trierarcas que estaban tolerando que el dominio de los mares se les escapara de las manos.

Tras la marcha de Alcibíades, nos obligaba a hacer maniobras con mucha frecuencia. Lisias y algunos otros jóvenes capitanes que deseaban aprender lo aceptaron gustosamente, pero aquellos que eran propietarios de sus barcos se sentían tan furiosos de ser mandados por un piloto, que hubieran sido capaces de comérselo crudo. Antes de que pasara mucho tiempo decidió que necesitábamos un puesto de observación en Cabo Lluvia, al otro lado del estrecho, para el caso de que Lisandro intentara deslizarse por el norte y sorprender por detrás a Alcibíades. De manera que tomó algunos barcos, y emprendió la travesía hacia Jonia.

Me pareció una locura. Samos tenía altas montañas en el interior de la isla, y desde sus cumbres podía dominarse un gran espacio de mar y las islas, semejantes a delfines, envueltas por las nubes. Allí manteníamos vigías que hubieran podido muy bien decirnos lo que ocurría en Éfeso. Precisamente fue uno de esos hombres quien algunos días después descendió a lomos de una muía para decirnos que se estaba librando un combate naval justo en las afueras del puerto de Éfeso.

Le había costado algunas horas bajar de la montaña. Los barcos fueron dispuestos para la acción. Entonces llegó otro hombre de las colinas que se alzaban a oriente, y nos informó que por Cabo Lluvia se elevaba un gran penacho de humo, como si alguien formara un trofeo.

No permanecimos mucho tiempo en la inseguridad. Poco después de haber recibido estas noticias, a través del estrecho aparecieron los maltrechos barcos, aquellos que habían quedado, con el maderamen destrozado, los remeros diezmados, los hombres muertos de fatiga de tanto achicar el agua, con las cubiertas llenas de heridos y hombres medio ahogados, supervivientes de las tripulaciones de las naves hundidas. Ayudamos a desembarcar a los heridos, y enviamos por leña para quemar a los muertos.

Después de tres años de victoria ininterrumpida, habíamos olvidado el sentimiento de la derrota. Nosotros éramos el ejército de Alcibíades, y cuando entrábamos en alguna taberna todas las otras tropas nos hacían sitio o se iban, si últimamente habían huido en alguna batalla, pues nosotros escogíamos a aquellos hombres con los que bebíamos, y no hacíamos ningún secreto de ello.

Barco tras barco fueron entrando en el puerto, confirmando la realidad que al principio no habíamos querido creer. Los marinos nos contaron que aquella mañana Antíoco salió de patrulla con dos barcos, se dirigió al puerto de Éfeso, penetró en él y pasó delante de las proas de los barcos de guerra de Lisandro varados en la playa.

No cesó de gritar insultos, hasta que el más ligero se lanzó en su persecución. Los atenienses de Cabo Lluvia, al ver el combate, enviaron algunos barcos para ayudarlos, los espartanos reforzaron los suyos, y así fueron sucediéndose las cosas hasta que ambas flotas acabaron por librar una verdadera batalla llena de azares, con un resultado que, considerando tan sólo la diferencia en número, hubiera podido preverse muy bien.

Una hosca muchedumbre se hallaba ya congregada en el puerto de Samos, esperando a que Antioco entrara. Si trataban de lapidarlo, no creo que los trierarcas hicieran nada para impedirlo.

En lo que a Lisias y a mi se refiere, aun cuando en la batalla habíamos perdido a muy buenos amigos, pensábamos en algo más importante. Nos dimos cuenta de que aquel hombre, que había sido leal a Alcibíades en cada uno de los cambios de fortuna por los que había pasado a lo largo de veinticinco años, sería su ruina. Después de tantos meses de ociosidad, su crédito en Atenas jamás lograría sobreponerse a esto. Sus enemigos habían conseguido al fin lo que más necesitaban. Así que los dos esperábamos, un poco avergonzados quizá de nuestra curiosidad, para ver el aspecto del hombre que había hecho tal cosa a un amigo.

—¿Se ha vuelto loco? —dije—. Así debe ser, dada la forma en que ha procedido. Un ataque planeado hubiera podido ofrecerle una oportunidad, a pesar de que todas las posibilidades se hallaban contra él.

—¿Cuántos trierarcas crees que le habrían seguido, aun a riesgo de desobedecer las órdenes, si él se lo hubiera pedido primero?

—Se asegura —repliqué —que Alcibíades le ha dado el mando por los muchos años que lleva a su lado. Supongo que, en consideración a su amigo, ha procedido como si se tratara de un accidente, para que no se viera que desobedecía abiertamente sus órdenes.

—Todo el mundo es responsable —dijo él—. Alcibíades, por haberle dado el mando, haya sido por pereza o por consideración a un hombre al que veía despreciado. Los trierarcas, por haberle aguijoneado hasta el punto de obligarle a demostrarles, como si fuera un muchacho bisoño en el arte de guerrear, que era tan bueno como ellos. Pero a él es a quien hay que reprochárselo más que nadie, por haber comprado su placer con un dinero que no le estaba permitido gastar. Los trierarcas le odian, y, sin embargo, han permanecido a su lado en esta locura. En todo caso, los peores entre ellos han demostrado ser mucho mejores que él. Durante estos tres años ha sido para todos nosotros un honor permanecer unidos, obedecer sin discutir una orden, no negar jamás la ayuda a un barco colocado en una difícil situación. Todo esto, en lo cual él podía confiar, lo ha consumido en su propia querella, y esto, por mucha lástima que me dé, es lo que no puedo perdonarle. Pues de ahora en adelante, como tú mismo podrás verlo, ya no prevalecerá ese espíritu.

Justamente entonces vimos cómo doblaba el cabo su barco, pesado por el agua embarcada, impulsado por remos hechos astillas.

Al llegar fue arrastrado a la playa, y la multitud gruñó mientras esperaba. Los heridos fueron ayudados a desembarcar, y Antioco aún no había aparecido. Entonces bajaron a la playa un cadáver sobre unas tablas. La brisa levantó al manto y dejó al descubierto la cara.

Yo diría que, cuando vio cuál sería el fin, no fue muy cuidadoso de su vida. Nunca había temido a la muerte, ni a ningún hombre vivo, excepto a Alcibíades.

La flota fue avistada unos pocos días después, regresando del Helesponto. Cuando Alcibíades bajó a tierra había una gran multitud en torno a él y yo estaba entre ella, pero él era tan alto que su cara podía ser vista sobre las cabezas de los otros hombres. Le vi mirar con fijeza, preguntándose qué significaba aquel silencio; y después, cuando supo las noticias, le vi decir: «Que venga Antioco», y la respuesta que recibió.

Permaneció completamente inmóvil, con sus ojos azules fijos y vacíos. No tenía necesidad de ocultar la cara cuando ocultaba el corazón. Entonces recordé el relato concerniente a su primer encuentro, que había oído contar una vez a Critias. En la platea del Teatro había sido instalada una mesa y algunos banqueros se hallaban sentados detrás de ella. Los ricos y rígidos ciudadanos se presentaban de uno en uno con sus dádivas para el tesoro público. Los contables comprobaban, los heraldos anunciaban la suma, la multitud lanzaba gritos de alegría, el donante inclinaba la cabeza y regresaba a su puesto a recibir las alabanzas de amigos y aduladores. Entonces, por la polvorienta hierba llegó Alcibíades, y al oír el ruido experimentó el deseo de ver a quién aclamaban. Se acercó entre los pinos, llegó a la parte alta de los bancos y preguntó qué sucedía. Así fue cómo su amor por la emulación se avivó. Entonces, a grandes zancadas, comenzó a descender los peldaños aquel joven alto, fuerte y brillante, haciendo que todo el mundo aplaudiera al contemplar su hermosura. En aquellos días se decía que si Aquiles era tan perfecto de rostro y de formas como Homero cantaba, sin duda debió de parecerse a Alcibíades. Fue a la platea, donde los banqueros permanecían sentados detrás de sus cajas, y depositó el oro que había tomado para comprar un par de caballos pardos para un carro. La gente gritó y, asustada por el ruido, de entre su manto salió volando una codorniz con las alas recortadas, que revoloteó sobre toda la asamblea. Los banqueros chasquearon la lengua, los ricos fruncieron el ceño y el pueblo abandonó sus asientos para tratar de coger el ave y ganarse una mirada de su dueño. Asustada, la codorniz revoloteó por la ladera de la colina y fue a posarse en las ramas de un abeto. Y mientras todo el mundo no hacía otra cosa sino señalarla, un joven marino de negra barba y con pendientes de oro echó a correr, trepó como un mono al árbol, cogió al ave, y, acercándose a Alcibíades, se la entregó mientras le miraba con unos ojos tan azules como los suyos. Así fue como el hermoso Aquiles le tendió riendo la mano a Patroclos, y ambos se alejaron juntos a través del ruido y de los anhelantes rostros. Aquél fue el comienzo, y éste era el fin.

Durante un momento permaneció silencioso en el puerto, mirando hacia adelante. Después se volvió para dar una orden. Una trompeta lanzó sus sones sobre Samos para llamar a las armas. La muchedumbre se desbandó, los marinos corrieron a sus barcos y los soldados se dirigieron al campamento para vestir la armadura. Alcibíades se trasladó a la nave almiranta. Cuando regresé con los hoplitas, lo vi en la cubierta de popa paseando arriba y abajo, o dando voces a aquellos barcos que se demoraban y diciéndoles, entre un torrente de maldiciones, que se dieran prisa. Después mandó hacerse a la vela, y la flota se alejó de tierra e hizo rumbo hacia Éfeso.

De nuevo sentí que la sangre corría cálida por mis venas, porque el veneno de la derrota se había disuelto en ella. Le seguimos como perros perdidos que han encontrado a su amo y corren a su alrededor ladrando, dispuestos a abalanzarse sobre lo primero que se ponga a su alcance.

Cuando avistamos el puerto, los espartanos estaban ejercitándose en él, pero al llegar allí ni uno se encontraba fuera de la barra.

Lisandro se mostraba muy dispuesto a librar batalla cuando veía la victoria segura; pero entonces supo que la iniciativa estaría de nuestra parte. Los barcos habían recibido órdenes suyas, y en Esparta las órdenes son obedecidas.

Durante todo el día estuvimos navegando entre Éfeso y Cabo Lluvia, mientras Alcibíades esperaba a que los espartanos salieran para darle batalla. Cuando el sol comenzaba a ocultarse, regresamos otra vez a Samos. Las lámparas fueron encendidas cuando nosotros llegamos allí, y nos saludaron amablemente desde las tabernas del puerto. Arrastramos a la playa la nave, y yo le dije a Lisias:

—Esta noche me voy a embriagar. ¿Quieres acompañarme?

—Eso mismo iba a proponerte —repuso.

Bebimos en abundancia, pero al final nos sacudimos la compañía de los hombres que se habían unido a nosotros y nos fuimos los dos, sintiendo, creo yo, que sólo él y yo podíamos compartir lo que había en nuestro corazón. Un sentimiento de pérdida se deslizaba a través de nosotros como una canción sin palabras. Y no era tanto a causa de la pérdida de Alcibíades, pues desde hacía algún tiempo no había dejado de alejarse de nosotros. Si podéis creer que una lira puede apenarse por su propia música, cuando el poeta la ha colgado y los muchachos la tocan, entonces comprenderéis cuál era nuestro dolor.

A su debido tiempo, la Ciudad le censuró y relevó de su mando.

Recordaron lo suficientemente la justicia para conformarse con esto; pero ninguno de nosotros quedó sorprendido cuando, en lugar de regresar a Atenas, puso rumbo hacia Tracia. Allí se había hecho construir un castillo durante sus idas y venidas, y sus enemigos decían que si hubiera sido leal en su corazón, no habría tenido ya dispuesta su fortaleza. Por otra parte, él conocía a los atenienses como el alfarero conoce la arcilla.

Amaba ser amado, pero era lo bastante astuto para adivinar que si algo salía mal, él sería quien pagaría en la medida de sus expectaciones. En la patria apenas se sentían inclinados a creer que fuera mortal, o que hubiera algo que no pudiese hacer. Cualquiera hubiera supuesto que creían que, como el rey Midas, podía convertir en oro las piedras, pues cuando se enteraron de que en su última correría había impuesto tributo a uno de nuestros vasallos aliados, se sintieron ultrajados. Sin embargo, durante meses no le habían remitido nada, y nuestra situación era desesperada. Nunca le había yo reprochado que se construyera aquel castillo, y los acontecimientos demostraron que su previsión se hallaba justificada. Se fue sin despedirse de nosotros. En las semanas siguientes a la batalla era imposible tratarle, y para todos constituyó una especie de alivio su partida. Sin embargo, cuando su vela desapareció en el horizonte, nos pareció que el sol lucía con menos brillantez y que el vino había perdido su sabor.

Todo un grupo de generales fue enviado para remplazarlo. Nosotros procuramos abstraernos en nuestros deberes, y nos dijimos el uno al otro que había una guerra que librar y que eso era lo que importaba. Así ocurrió en los primeros días.

En otoño la flota espartana consiguió sorprender a una flotilla nuestra en el puerto de Mitilene, de modo que pareció como si fuéramos a perder no sólo los barcos y los hombres, sino Lesbos también. Para impedir el desastre, reforzaron nuestra flota con una de Atenas, y todos nos hicimos a la vela hacia el norte. Una cruda mañana encontramos a los espartanos en las proximidades de las Islas Blancas y los derrotamos. Durante la noche había llovido y tronado, y la mar estaba muy picada. Lanzamos gritos de alegría cuando comenzaron a retroceder hacia Quíos, cosa que no hicieron demasiado pronto, pues el viento era cada vez más impetuoso. Sin embargo, algunos de sus barcos se hallaban aún dispuestos a luchar, como comprobamos cuando vimos a uno acercarse al Sirena, con intención de arremeternos.

Era un enorme barco negro con una cabeza de dragón, que abría su roja boca. El viento y el mar estaban a su favor, y aunque nuestros remeros se esforzaban para apartarse de su trayectoria, supe que no lo conseguiríamos. Por nuestra parte, habíamos embestido ya dos veces en el curso de la batalla. Aún estaba por ver que un barco realizase eso tres veces y llegara a salvo a puerto. En verdad, hacíamos agua como un cesto. Nos arrastrábamos a través del mar, mientras la nave enemiga se dirigía resuelta hacia nosotros. Oí a Lisias y al piloto gritar a los hombres de cubierta que cogieran los remos disponibles para tratar de desviarnos. Entonces corrí a donde se encontraban las armas, tomé un brazado de jabalinas, fui entregándolas a los hombres, y después subí a lo alto del alcázar, porque vi que la nave enemiga nos iba a embestir por la banda. Mientras se acercaba, revisé las jabalinas para asegurarme de que estaban bien afiladas, escogí la mejor, arrollé la correa en torno al dardo y la blandí, dispuesto a hacer buen blanco. El Sirena era un excelente barco, y todos estábamos dispuestos a venderlo tan caro como nos fuera posible.

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