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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (41 page)

BOOK: Alexias de Atenas
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Los muchachos más pequeños danzaban delante y los mayores permanecieron quietos detrás, pero en la cara de aquél vi el mismo aspecto tranquilo, y sin embargo brillante, como cuando bailaba.

Creo que hasta entonces no habían ensayado con la música, y la danza era para él como un cuadro visto a la luz del día, después de la luz de las lámparas. Cuando alguno de los otros le hablaba, al principio no lo oía, y luego, le contestaba sonriendo, sin mover los ojos, observando la danza.

Permanecí allí contemplándole con fijeza, recostado en una columna. No sé cuánto rato estuve, pues el tiempo se había detenido para mí, como un estanque más hondo que ancho. Después, durante una pausa dedicada al descanso, uno de los músicos se movió como si se dispusiera a marchar, y desperté al flujo de las cosas, sabiendo que el ensayo acabaría pronto y el muchacho se iría. Por vez primera miré a mi alrededor en la columnata, en busca de alguien a quien conociera. Un poco más allá vi a Platón, el cual estaba solo. Le saludé y hablamos un momento sobre la danza. Luego, con tanta tranquilidad como me fue posible, le pregunté el nombre de algunos muchachos, comenzando por los que habían bailado los solos.

Me informó al respecto en la medida de sus conocimientos. Por último le pregunté:

—Y el muchacho del cabello gris, el que conduce la fila, ¿conoces su nombre?

—Se llama Aster —contestó.

Su voz fue muy baja, y, sin embargo, el muchacho, que hasta entonces ni una sola vez había echado una ojeada hacia mi, levantó la cabeza al oír su nombre, y volvió hacia nosotros sus ojos azules como el mar. A partir de ese momento mis recuerdos se hallan velados, y no sé quién sonrió a quién. De la misma manera que cuando el rayo brilla entre el cielo y la tierra, la forma de la nube o de la ola es indistinguible, así sucedió con su alegría.

Cuando después caminaba a través de la Ciudad, comprendí que había obrado tontamente al no quedarme para contemplar la danza hasta el final, con objeto de conservar su recuerdo. Pues uno puede soportar más de lo que supone. Hallándome en Tracia, cuando en cierta ocasión se rompió una flecha al herirme, y cortaron para sacar la lengüeta, fijé los ojos en un pájaro posado en un árbol, y aún puedo ver cada una de sus plumas. Pero me había alejado demasiado para pensar en regresar. Cuando los pinos que rodean el Licabeto me tocaron con su sombra, me pregunté qué me había llevado allí. Después, tras ascender la montaña hasta un lugar donde entre las rocas no hay otra cosa que unas pocas florecillas, una voz dijo en mi interior: «Conócete». Y percibí la verdad: no se pena por la pérdida de lo que nunca se ha tenido, por excelente que sea; yo me dolía por lo que antaño había sido mío. De manera que no me senté sobre las rocas como había sido mi propósito, sino que seguí subiendo hasta llegar a la cumbre de la montaña, donde el templete se elevaba contra el cielo. Allí, recordando lo que se debe a los dioses y al alma a través de cuya verdad los conocemos, alcé mi mano hacia Zeus el Padre, y le hice un voto y una ofrenda, por haberle dado sus hijos a Sócrates a su debido tiempo.

Al cabo de un rato pensé que debía volver a la Ciudad y buscarle, pues él siempre parecía saber cuándo se hallaba uno en disposición de escuchar y no hablar. Entonces, desde la montaña vi el camino que conducía a la granja de Lisias. No me había pedido que le ayudara; sin embargo, carecía de trabajadores y quizás había pensado que yo había preferido quedarme en la Ciudad viendo a mis viejos amigos. También existía la posibilidad de que una descarriada partida de espartanos lograse pasar a través de la Guardia. Me avergoncé de haberle dejado ir solo. De manera que descendí a la Ciudad, le pedí a Jenofonte un caballo prestado, y cabalgué hacia él, para averiguar qué necesitaba.

XXII

En el Pnyx vimos cómo Alcibíades era proclamado jefe supremo de los atenienses, cargo que sólo Pericles había ostentado antes que él.

Todos le vitoreamos cuando subió a la gran tribuna de piedra, su brillante cabello coronado con una guirnalda de dorado olivo. Miró sobre la ciudad como un auriga sobre su tiro. Fuimos testigos de cómo la maldición pronunciada contra él por impiedad era arrojada al mar en su tabla de plomo, y desfilamos con él a lo largo del Camino Sagrado, escoltando la Procesión de los Misterios hasta Eleusis, ante las mismas barbas del rey Agis. Desde que Dekeleia había caído, era la primera vez que la Ciudad se atrevía a mandarla por tierra. También le vimos recibido en el gran templo, como hijo favorito de la Diosa.

Incluso sus enemigos se unieron al himno de alabanza, ensalzando sus victorias para que el pueblo, que nunca se cansaba de contemplar el espectáculo, lo mandara a lograr más. En aquellos días se aseguraba que no sólo con que él silbara, Atenas habría tenido otra vez rey. ¿No había venido en nuestra ayuda cuando estábamos derrotados y oprimidos por los tiranos? ¿No nos había hecho los dueños del mar? Pero antes de tres meses emprendió otra vez la marcha a Samos, y cuando el pueblo se maravilló ante semejante prueba de modestia, nosotros, los que habíamos llegado con él, nos reímos.

Por nuestra parte, creíamos que podíamos adivinar su pensamiento. Nada le contentaría ya sino ganar la guerra. No era moderado en ninguno de sus deseos, pero sobre todo le gustaba sobresalir. Para él sería un dulce día aquel en que el rey Agis viniera para pedirle las condiciones de rendición. La guerra duraba ya veintitrés años, y él la libraba, en un bando u otro, desde que era un joven efebo, a quien un fornido hoplita, Sócrates, había sacado herido de debajo de las lanzas en Potidea, devolviéndole la vida para que la usara como mejor le pareciese.

Nos despedimos de amigos y parientes, y nos dispusimos a hacernos a la vela. Antes de iniciar el viaje, volví una vez más a la escuela de Micco para contemplar a los muchachos en el ejercicio.

Pero aquella vez mi viejo preparador se encontraba allí, y me retuvo con su charla, de modo que sólo pude ver por un momento a Aster, el cual estaba de pie con la jabalina posada en el hombro, apuntando al blanco.

Llegamos a Samos, comimos con amigos que se mostraron ansiosos de las noticias que de la Ciudad les traíamos y otra vez nos dispusimos a hacer la guerra.

Pero últimamente en la base espartana de Mileto se había producido un cambio. En el pasado habíamos sabido aprovecharnos de su vieja y estúpida costumbre de cambiar de almirante cada año.

Algunas veces, el hombre que enviaban no había navegado jamás.

Al llegar nosotros, el relevo había sido hecho otra vez. El nuevo hombre se llamaba Lisandro.

Pronto descubrimos que de nada servía pensar con mente dórica. Apenas se hizo cargo de su puesto, logré conocer al joven príncipe Ciro, hijo de Darío, un corazón de fuego en el que se inflamaba lo de Maratón y Salamina, como si fuera cosa de ayer. A los espartanos los había perdonado, porque no quedaba ninguno que pudiera jactarse de lo sucedido en las Termopilas. Era a los atenienses a quienes consideraba sus enemigos, de manera que entregó a Lisandro dinero suficiente para aumentar la paga de sus remeros.

Ninguno de los dos bandos poseía suficientes esclavos para mover a remo una flota. Por tanto empleaban principalmente a extranjeros libres, que trabajaban para ganarse la vida. Así pues, los nuestros comenzaron en seguida a pasarse al bando de Lisandro. Había trasladado su flota de Mileto, donde hasta entonces había estado bajo nuestra observación, al norte, a Éfeso. Allí, donde un desertor nuestro podía alcanzarle en el plazo de un día, permanecía tranquilamente, ejercitando a sus hombres, escogiendo los mejores remeros y gastando en madera y brea la plata de Ciro.

Habíamos pensado atacar Quíos, cuya toma hubiera sido decisiva. Ninguno dudábamos de que caería ante Alcibíades, pues después de todo la había tomado antes, cuando era nuestra. Pero entonces, dado que la flota de Lisandro se encontraba de por medio y que no teníamos plata suficiente para competir con él para contratar remeros, nos veíamos obligados a esperar dinero de Atenas o a hacernos a la vela para conseguirlo por medio de tributos. No podía esperarse que un generalísimo se hiciese a la mar para llevar a cabo misiones tan insignificantes, cuando su propósito era obtener una victoria total. Por vez primera Alcibíades se aburría en Samos.

De la misma manera que los hombres hacen cálculos sobre los primeros signos de una enfermedad, así nosotros los hacíamos sobre el cambio que comenzábamos a advertir. Nos sentíamos furiosos contra los atenienses de la patria por sus continuos despachos sobre la demora. Esa injusticia nos hizo ponernos de su parte.

—Dejadlo que se divierta de vez en cuando —decíamos—. Por Heracles, se lo ha ganado.

Si cuando deseábamos recibir órdenes comprobábamos que estaba entretenido con las mujeres de la calle, nos reíamos, porque sabíamos que cuando se hubiera divertido lo suficiente volvería a encontrarse en su puesto. Si se embriagaba, no lo hacía de un modo estúpido, y quienes intentaban mostrarse graves obtenían de él mucha insolencia, porque incluso en ese estado era arrogante. Pero raramente le veíamos en los barcos. Nuestros remeros eran muy difíciles de manejar, porque eran aquellos que habíamos logrado contratar después de que Lisandro hubo escogido los mejores. Cuando había un retraso en sus pagas, gruñían y maldecían aunque él se hallara presente, porque sabían que jamás se atrevería a expulsarlos.

Procuraba tomarlo a broma, o fingía no oírlos; pero creo que el insulto, aun procediendo de una gentuza como aquélla, le afectaba mucho. Le gustaba ser amado, de la misma manera que algunas personas están enamoradas del amor.

Así que yo creo que, más por esta causa que por indolencia, cada vez venía menos a bordo, enviando en su lugar a su amigo Antioco.

No puedo pretender que ese hombre me disgustara tanto como desagradaba a otros. En el Sirena, Lisias siempre le ofrecía de beber, diciéndome que era un placer oír hablar a quien conocía tan bien su trabajo. Si se sentía vanidoso de capacidad marinera, no hay duda de que era un excelente marino, puesto que para ello había sido educado desde su infancia. Sabía gobernar un barco y combatir con él, y los más villanos remeros se encogían ante su severa mirada.

Ciertamente, es preciso reconocer que se hallaba mucho más dotado que Alcibíades para ocuparse de los barcos anclados en el puerto, y aparte de ello era hombre de buen temple, pues de otra manera no hubiesen sido amigos durante tanto tiempo. Pero si subía a un barco donde el trierarca se empeñaba en sostener su dignidad y rehusaba recibir sus órdenes a través de un piloto, perdía la paciencia muy deprisa, y entonces contenía muy poco la lengua.

Procedía del pueblo, y si esperaba que no se lo echaran en cara en una ciudad como Samos, no se lo reprocho. De todos modos, solía mostrarse muy resentido, tanto más cuanto que Alcibíades, cuyos azares había compartido a través de todos aquellos años de exilio, no podía consentir oír una palabra contra él.

Al fin el dinero comenzó a escasear tanto, que Alcibíades decidió hacerse a la vela él mismo para ir a recoger los tributos atrasados.

Su propósito era llevarse la mitad de la flota al norte del Helesponto, y dejar allí el resto para hacer frente a los espartanos. Vino al puerto para inspeccionar personalmente los barcos de su escuadrón y después regresó de nuevo junto a sus muchachas. En seguida corrió el rumor de que dejaría en Samos a Antioco al mando supremo de la flota.

La mitad de la noche nuestra choza estuvo llena de hombres que juraban, bebían nuestro vino y decían lo que iban a hacer, con el calor de quienes saben que no pueden hacer nada. Por último algunos resolvieron mandar una delegación a Alcibíades e invitaron a Lisias para que se pusiera al frente de ella.

—Os deseo buena suerte —dijo él—, pero no contéis conmigo. Yo vine a Samos como teniente, y mis hombres me elevaron de grado por votación. No soy quien equipa mi barco, ni tampoco quien paga el sueldo de mi piloto. Los perros no devoran a los perros.

—No te compares con ese individuo —repuso alguien—. Un caballero es algo muy distinto.

—Díselo al Padre Poseidón la próxima vez que desencadene una borrasca. El viejo Barbazul es el primer demócrata. Y si vuestra intención es visitar a Alcibíades, no olvidéis que a esta hora de la noche tendrá cuanta compañía necesite.

Algunos se enfriaron al oír esto, pero los más furiosos se animaron los unos a los otros, y fueron. Creo que le encontraron con su muchacha favorita, una nueva llamada Timandra, y muy poco dispuesto a permitir que le molestaran. Secamente les dijo que había sido nombrado para dirigir un ejército demócrata y que como ignoraba que se hubiera producido algún cambio, había dado el mando de la flota al mejor marino que había en ella. Esto, junto con la franca y fija mirada que hacía de su insolencia algo tan frío como el viento que sopla de las montañas, los obligó a regresar con el rabo entre las piernas. Al día siguiente se hizo a la vela.

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