Alexis o El tratado del inútil combate (4 page)

BOOK: Alexis o El tratado del inútil combate
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Los libros hubieran podido aclararme muchas cosas. He oído recriminar su influencia muchas veces. Sería muy fácil para mí hacerme la víctima, quizás mi caso pareciera así más interesante, pero la verdad es que los libros no han tenido ninguna influencia sobre mí. Nunca me han gustado los libros. Cuando los abres, estás esperando alguna revelación trascendental, y cuando los cierras, te sientes desilusionado. Además, habría que leerlo todo y no bastaría con toda una vida. Los libros no contienen la vida, sólo contienen sus cenizas. Supongo que le llaman a eso la experiencia humana. En casa había una gran cantidad de volúmenes antiguos, en una habitación donde no entraba nadie. La mayoría eran libros piadosos, impresos en Alemania, llenos de aquel misticismo moravo que tanto gustaba a mis abuelas. A mí también me gustaban aquella clase de libros; los amores que nos pintan tienen los mismos transportes y arrebatos que cualquier otro amor, pero sin el remordimiento: puede uno abandonarse a ellos sin temor. También había algunas otras obras muy diferentes, la mayoría escritas en francés, en el siglo dieciocho y que no se suelen dejar en manos de los niños. Pero no me gustaban. Sospechaba ya entonces que la voluptuosidad es un tema muy serio: se debe hablar con seriedad de aquello que nos puede hacer sufrir. Recuerdo algunas de las páginas que hubieran podido despertar mis instintos, pero que yo saltaba con indiferencia porque las imágenes que me ofrecían eran demasiado precisas; es una mentira pintarlas desnudas, ya que las vemos siempre envueltas en una nube de deseo. No es verdad que los libros nos tienten, ni tampoco los acontecimientos, puesto que sólo lo hacen cuando nos llega la hora o el tiempo en que cualquier cosa hubiera sido para nosotros una tentación. Tampoco es verdad que algunas precisiones brutales nos informen sobre el amor; no es fácil reconocer, en la simple descripción de un gesto o de un movimiento, la emoción que más tarde producirá en nosotros.

El sufrimiento es uno. Se habla del sufrimiento como se habla del placer, pero se habla de ellos cuando ya nos dominan. Cada vez que entran en nosotros, nos sorprenden como una sensación nueva y tenemos que reconocer que los habíamos olvidado. Son diferentes porque nosotros también lo somos: les entregamos cada vez un alma y un cuerpo modificados por la vida. Y sin embargo, el sufrimiento no es más que uno. No conoceremos de él, como no conoceremos del placer, más que algunas formas, siempre las mismas, de las que estamos presos. Habría que explicar esto: nuestra alma, supongo, no tiene más que un teclado restringido y aunque la vida se empeñe en hacerlo sonar, sólo podrá obtener dos o tres pobres notas. Recuerdo la atroz insipidez de algunas tardes en que me apoyaba sobre las cosas como para abandonarme, mis excesos musicales, mi necesidad enfermiza de perfección moral; quizás no fueran más que la transposición del deseo. También recuerdo algunas lágrimas derramadas cuando no había por qué llorar; reconozco que todas mis experiencias sobre el dolor estaban ya contenidas en la primera. He podido sufrir más, pero no he sufrido de manera diferente, y por otra parte, cada vez que sufrimos, creemos que nuestro sufrimiento es mayor que la primera vez. Pero el dolor no nos enseña nada sobre sus causas. Si yo hubiera creído algo, hubiera creído estar enamorado de una mujer. Sólo que no imaginaba de quién.

Me enviaron a Presburgo. Mi salud no era muy buena; se habían manifestado molestias nerviosas y todo ello había retrasado mi partida. Pero la instrucción que yo había recibido en casa ya no era suficiente y pensaban que mi afición a la música hacía que se retrasaran mis estudios. La verdad es que no eran muy brillantes. No fueron mejores en el colegio: fui un alumno muy mediocre. Por otra parte, mi estancia en aquella academia fue extremadamente breve. Pasé en Presburgo poco menos de dos años. Pronto te diré por qué. Pero no vayas a imaginarte aventuras extrañas: no pasó nada, o por lo menos, no me ocurrió nada a mí.

Tenía dieciséis años. Siempre había vivido metido dentro de mí mismo. Los largos meses que pasé en Presburgo me enseñaron a ver la vida, es decir, la vida de los demás. Fue por lo tanto, una época penosa. Cuando vuelvo mi memoria hacia ella veo un muro grande y grisáceo, la tristeza de las camas puestas en fila, el despertar matinal lleno de frío de la madrugada, cuando la carne se siente miserable y la existencia es regular, insípida y desalentadora como un alimento ingerido a la fuerza. La mayoría de mis condiscípulos pertenecían a la misma clase social que yo, y ya conocía a algunos de entre ellos. Pero la vida en común desarrolla la brutalidad. Me sentía herido por sus juegos, sus costumbres y su lenguaje. No hay nada más cínico que la conversación de dos adolescentes, sobre todo cuando son castos. Muchos de mis compañeros vivían con una especie de obsesión de la mujer, quizás menos censurable de lo que yo imaginaba, pero que ellos expresaban de una manera baja y soez. Durante los paseos colectivos, habíamos apercibido algunas criaturas que podrían inducir a lástima, pero que preocupaban mucho a los mayores de mis compañeros; a mí me causaban una repugnancia extraordinaria. Me había acostumbrado a pensar en las mujeres rodeándolas de todos los prejuicios del respeto y las odiaba cuando ya no eran dignas de él. Mi educación severa lo explicaba en parte, pero me temo que hubiera algo más en esa repulsión: no era sólo una simple prueba de inocencia. Tenía ilusión de pureza. Sonrío pensando que nos ocurre así muy a menudo: nos creemos puros cuando en realidad deseamos lo que estamos despreciando.

No le echo ninguna culpa a los libros; tampoco acuso a los malos ejemplos, aún menos. Sólo creo en las tentaciones interiores. No niego que algunos ejemplos me trastornaron, pero no de la forma que te imaginas. Me sentí aterrorizado. No digo que me indignase, es un sentimiento demasiado sencillo. Creí estar indignado. Yo era escrupuloso y estaba lleno de eso que llaman buenos sentimientos. Le concedía una importancia casi enfermiza a la pureza física probablemente porque, sin yo saberlo, también se la concedía a la carne. La indignación me parecía, por lo tanto, natural y además necesitaba un nombre para designar lo que sentía. Ahora sé que era miedo. Siempre había tenido miedo, un miedo indeterminado, incesante, miedo de algo que debía ser monstruoso y paralizarme de antemano. Desde entonces, el objeto de ese miedo se precisó. Era como si acabara de descubrir una enfermedad contagiosa que se fuera extendiendo a mi alrededor y que, aunque yo me afirmase lo contrario, sentía que podía alcanzarme. Antes sabía confusamente que existían aquellas cosas, pero no me las figuraba así o bien (puesto que tengo que decirlo todo) el instinto, en la época de mis lecturas, estaba menos agudizado. Me imaginaba todo aquello a la manera de hechos un poco vagos, que habían ocurrido en otros tiempos o en sitios lejanos, pero que no tenían para mí ninguna realidad. Ahora los estaba viendo por todas partes. Por la noche, en mi cama, sofocaba pensándolo y creía sinceramente que sofocaba de asco. Ignoraba que el asco es una de las formas de la obsesión y que, si deseamos algo, es más fácil pensar en ello con horror que no pensar. Pensaba en ello continuamente. La mayoría de los chicos de quien yo sospechaba quizás no fueran culpables, pero yo terminaba por sospechar de todo el mundo. Tenía por costumbre hacer examen de conciencia: hubiera debido sospechar de mí mismo. Naturalmente, no lo hice. Me era imposible creer, sin prueba material alguna, que yo estaba al mismo nivel. Todavía pienso que difería de los demás.

Un moralista no vería ninguna diferencia. Sin embargo, me parece que yo no era como ellos, e incluso que valía un poco más. Primero, porque sentía escrúpulos y ellos no, con toda seguridad; luego, porque yo amaba la belleza, la amaba con exclusividad y eso hubiera limitado mi elección, lo que no era su caso. En fin, porque yo era más difícil de satisfacer o, si se quiere, más refinado. Fueron incluso estos razonamientos los que me engañaron. Tomé por virtud lo que no era más que delicadeza y las escenas que presencié por casualidad, me hubieran chocado menos si los protagonistas hubieran sido más hermosos.

A medida que la existencia en común se me hacía más penosa, más sufría por encontrarme sentimentalmente solo. Por lo menos, atribuía mi sufrimiento a una causa sentimental. Todo me irritaba; creía que sospechaban de mí como si ya fuera culpable; el pensamiento, que no me dejaba en paz me envenenó toda clase de contactos. Me puse enfermo. En fin, más vale decir que me puse peor, porque enfermo, lo estaba siempre un poco.

No fue una enfermedad muy grave. Fue mi enfermedad, la de siempre, la que continuaría padeciendo, porque cada uno de nosotros tiene su enfermedad particular al igual que su higiene o su salud y es difícil precisarla del todo. Fue una enfermedad bastante larga: duró varias semanas. Como pasa siempre, me devolvió un poco de calma. Las imágenes que me habían obsesionado durante la fiebre desaparecieron con ella. Sólo me quedó una vergüenza confusa, parecida al mal gusto que deja el ataque y el recuerdo se borró de mi memoria oscurecida. Entonces, como las ideas fijas sólo desaparecen cuando son reemplazadas por otras, vi crecer lentamente mi segunda obsesión: la tentación de la muerte. Siempre me ha parecido muy fácil morir. Mi forma de concebir la muerte apenas difería de lo que yo imaginaba sobre el amor: la veía como un desfallecimiento, una derrota que sería muy dulce. Desde aquel día toda mi existencia oscila entre esas dos obsesiones: una me cura de la otra, pero no hay ningún razonamiento capaz de curarme de las dos a la vez. Estaba acostado en una cama de la enfermería: miraba a través de los cristales, el muro gris del patio de enfrente y las voces roncas de los niños subían hasta mí. Yo me decía que la vida sería siempre como aquel muro gris, aquellas voces roncas y aquel malestar producido por mi turbación oculta. Me decía que nada valía la pena y que sería muy cómodo no vivir. Y lentamente, como una especie de respuesta que yo me daba a mí mismo, una música se elevaba dentro de mí. Al principio era una música fúnebre, pero pronto ya no se la podía llamar así porque la muerte no tiene sentido allí donde la vida no alcanza y aquella música planeaba muy por encima de ellas. Era una música apacible y sosegada porque era poderosa. Llenaba la enfermería; me envolvía como el balanceo de un lento oleaje voluptuoso, al que no podía resistirme y por unos instantes me sentía tranquilo. Dejaba de ser el joven enfermizo y asustado de sí mismo y me convertía en lo que yo era de verdad, porque todos nos transformaríamos si nos atreviéramos a ser lo que somos. A mí, demasiado tímido para buscar aplausos e incluso para soportarlos, me parecía fácil ser un gran músico, revelar a las gentes aquella música nueva que latía dentro de mí como un corazón. La tos de algún enfermo, en el rincón opuesto de la habitación, me interrumpía de repente y me daba cuenta de que mis arterias latían demasiado deprisa, simplemente.

Me curé. Conocí las emociones de la convalecencia y sus lágrimas a flor de párpado. Mi sensibilidad, agudizada por el sufrimiento, sentía cada vez más repugnancia por el ambiente del colegio. Sufría por falta de soledad y de música. Durante toda la vida, la música y la soledad han representado para mí el papel de calmantes. Los combates interiores que se habían librado dentro de mí, sin que me diera cuenta, seguidos de mi enfermedad, habían agotado mis fuerzas. Estaba tan débil que me volví muy piadoso, con esa espiritualidad fácil que nos da una gran debilidad: me permitía despreciar sinceramente aquello de lo que antes te hablaba y en lo que pensaba a veces, todavía. Ya no podía vivir en un ambiente que yo crecía manchado. Le escribía a mi madre unas cartas absurdas, exageradas pero que sin embargo eran sinceras, suplicándole que me sacara del colegio. Le decía que allí me sentía muy desgraciado, que quería llegar a ser un gran músico, que no tendrían que gastar más dinero y que pronto llegaría a bastarme a mí mismo. Y sin embargo, el colegio me era menos odioso que antes. Varios de mis condiscípulos, que al principio habían sido brutales conmigo, se mostraban ahora un poco mejores; yo era tan fácil de contentar que sentía un gran agradecimiento; pensaba que me había equivocado y que no eran tan malos. Siempre recordaré que un chico a quien nunca había hablado, dándose cuenta de que yo era muy pobre y de que mi familia no me enviaba nunca nada, quiso repartir conmigo no sé qué golosina. Yo me había vuelto de una sensibilidad ridícula que me humillaba; tenía tanta necesidad de afecto que me puse a llorar y recuerdo que me avergoncé de mis lágrimas como si fueran un pecado. Desde aquel día fuimos amigos. En otras circunstancias, aquel comienzo de amistad me hubiera hecho demorar mi partida: me confirmó en el deseo de marcharme lo antes posible. Escribí a mi madre cartas aún más apremiantes. Le rogaba que viniera a por mí sin demora.

Mi madre fue muy buena. Siempre ha sido muy buena conmigo. Vino a buscarme ella misma. Hay que decir también que mi pensión costaba cara y cada semestre constituía una preocupación para los míos. Si el resultado de mis estudios hubiera sido mejor, no creo que me hubieran retirado del colegio, pero yo no hacía nada y mis hermanos pensaban que aquello era tirar el dinero. Creo que tenían algo de razón. Mi hermano mayor acababa de casarse, lo que había representado un suplemento de gastos. Cuando regresé a Woroïno, vi que me habían relegado a un ala del edificio bastante alejada pero, naturalmente, no me quejé. Mi madre insistía para que tratase de comer, quiso servirme ella misma; me sonreía con aquella débil sonrisa que parecía excusarse por no poder hacer más. Su rostro y sus manos me parecieron gastados, como su vestido, y me di cuenta de que sus dedos, que yo tanto admiraba por su finura, empezaban a estropearse debido al trabajo, como los de las mujeres pobres. Sentí que la había decepcionado un poco, que había esperado para mí un porvenir mejor que el de músico, probablemente mediocre. No obstante, estaba contenta de volverme a ver. No le conté mis tristezas del colegio; ahora me parecían imaginarias comparándolas con las penas y esfuerzos que suponía la simple existencia de mi familia; además era muy difícil contárselo. Hasta por mis hermanos sentía yo una especie de respeto: administraban lo que todavía llamaban «la hacienda»; era más de lo que yo hacía, más de lo que podría hacer nunca y empezaba a comprender vagamente que aquello tenía su importancia.

Pensarás que mi regreso fue triste; al contrario, estaba feliz. Me sentía salvado. Probablemente adivinarás que era de mí mismo de quien me sentía salvado. Era un sentimiento ridículo, puesto que lo he experimentado varias veces después, lo que demuestra que nunca fue definitivo. Mis años de colegio no habían sido más que un interludio: ya no me acordaba de ellos. Aún no me había desengañado de mi pretendida perfección; me satisfacía vivir según el ideal de moralidad un poco triste que oía ponderar a mi alrededor. Creía que aquella existencia duraría siempre. Me puse a trabajar en serio: conseguí llenar de tal forma mis días de música, que los momentos de silencio me parecían simples pausas. La música no nos facilita pensar, sino soñar, y con los sueños más imprecisos. Yo parecía temer todo lo que pudiera distraerme de éstos o quizás precisarlos. No había reanudado ninguna de mis amistades de infancia y cuando los míos iban de visita, les rogaba que me dejaran en casa. Era una reacción contra la vida en común impuesta por el colegio; también era una precaución, pero yo la tomaba si confesármela a mí mismo. Por nuestra región pasaban muchos vagabundos zíngaros: algunos son buenos músicos y ya sabes que esa raza es a veces muy bella. Antes, cuando era más pequeño, hablaba con los niños a través de las rejas del jardín y, no sabiendo qué decirles, les daba flores. No sé si mis flores los contentaban mucho. Pero después de mi regreso, me había vuelto razonable y sólo salía durante el día, cuando el campo estaba claro.

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