Read Alexis o El tratado del inútil combate Online
Authors: Marguerite Yourcenar
Había ido demasiado lejos para guardar silencio; tuve que hablar. Describí la tristeza de mi existencia, mis probabilidades de porvenir indefinidamente retrasadas, la sujeción en que mis hermanos me mantenían dentro de la familia. Pensaba en una sujeción mucho peor, de la que esperaba librarme al partir. Puse en aquellas pobres quejas todo el desamparo que hubiera puesto en la otra confesión que no podía hacer y que era la única que me importaba. Mi madre callaba. Comprendí que la había convencido. Se levantó para ir hacia la puerta. Estaba débil y cansada. Sentí lo penoso que le resultaba decirme que no. Quizás fuera como si hubiera perdido a su segundo hijo. Yo sufría por no poder decirle la verdadera causa de mi insistencia; seguramente, me creía egoísta: hubiera querido poder decirle que no me iba a marchar.
Al día siguiente me mandó llamar; hablamos de mi partida como si siempre lo hubiéramos decidido así entre nosotros. Mi familia no era lo bastante rica para darme una pensión, tendría que trabajar para vivir. Con el fin de facilitarme los comienzos, mi madre me entregó, con gran secreto, una cantidad que tomó de su dinero personal. No era una suma importante, pero nos lo pareció a los dos. Se la devolví en parte, en cuanto me fue posible, pero mi madre murió demasiado pronto y no pude pagarle mi deuda del todo. Mi madre creía en mi porvenir. Si alguna vez he deseado la gloria es porque sabía que eso la iba a hacer feliz. Así es como, a medida que van desapareciendo los que hemos amado, disminuyen las razones de conquistar una felicidad que ya no podemos gozar juntos.
Yo iba a cumplir diecinueve años. Mi madre tenía interés en que no me fuera hasta después de mi aniversario; regresé por lo tanto a Woroïno. Durante las semanas que allí pasé, no tuve que reprocharme ningún acto ni casi ningún deseo. Estaba ingenuamente ocupado preparando mi partida; deseaba marcharme antes de que llegara la Pascua, que trae al país demasiados extranjeros. La última noche le dije adiós a mi madre. Nos separamos sencillamente. Hay algo reprobable en mostrarse demasiado cariñoso cuando uno se va, como para que lo echen de menos. Y además, los besos voluptuosos nos hacen olvidar los otros; ya no sabemos o no nos atrevemos a besar. Quería marcharme al día siguiente, muy temprano, sin molestar a nadie. Pasé la noche en mi habitación, delante de la ventana abierta, imaginando el porvenir. Era una noche inmensa y clara. El parque estaba separado del gran camino sólo por una reja; gentes que se habían retrasado pasaban por la carretera en silencio; yo oía sus pasos pesados en la lejanía; de repente, se oyó un canto triste. Puede que aquellas pobres gentes sufrieran de una manera oscura, como las cosas. Pero su canto contenía toda su alma. Cantaban sólo para aligerar la marcha; no sabían lo que estaban expresando así. Recuerdo una voz de mujer, tan límpida que hubiera podido volar sin esfuerzo, indefinidamente, hasta llegar a Dios. Yo no creía imposible que la vida entera fuera una ascensión igual; me lo prometí solemnemente. No es difícil albergar pensamientos admirables cuando están presentes las estrellas. Es más difícil guardarlos intactos durante la pequeñez de los días; es más difícil ser ante los demás lo que somos ante Dios.
Llegué a Viena. Mi madre me había inculcado contra Austria todas las prevenciones de los moravos; pasé una primera semana tan cruel que prefiero no hablar de ella. Alquilé una habitación en una casa bastante pobre. Estaba lleno de buenas intenciones; recuerdo que creía poder ordenar metódicamente mis deseos y mis penas igual que se ordenan los objetos en el cajón de un mueble. Hay, en los renunciamientos de los veinte años, como una borrachera amarga. Había leído, ignoro en qué libro, que ciertos trastornos no son raros en una época determinada de la adolescencia; alejaba la fecha de mis recuerdos en el tiempo para probarme que se trataba de incidentes muy banales, limitados a un período de mi vida que ya había pasado. Ni siquiera pensaba en otras formas de felicidad; tenía pues, que escoger entre mis inclinaciones, que juzgaba criminales y una renuncia completa, que quizás no sea humana. Escogí. Me condené, a los veinte años, a una absoluta soledad de los sentidos y del corazón. Así empezaron varios años de luchas, obsesiones, de severidad. No me pertenece decir que mis esfuerzos fueron admirables; podría decirse que fueron insensatos. En todo caso, ya es algo haberlos hecho; me permiten, hoy en día, aceptarme más honorablemente a mí mismo. Justamente, porque hubiera podido encontrar, en aquella ciudad desconocida, ocasiones más fáciles, me creí obligado a rechazarlas todas; no quería faltar a la confianza que me habían demostrado al dejarme partir. Sin embargo, es extraño con qué rapidez nos habituamos a nosotros mismos: encontraba meritorio renunciar a aquello que unos meses antes me horrorizaba.
Ya te he contado que me alojaba en una casa bastante miserable. Dios mío, no pretendía más. Pero lo que hace la pobreza tan dura no son las privaciones, es la promiscuidad. Nuestra situación, en Presburgo, me había evitado los contactos sórdidos que soportamos en las ciudades. A pesar de las recomendaciones que me había entregado mi familia, me fue difícil, durante mucho tiempo, encontrar trabajo a mi edad. No me gustaba hacerme valer; no sabía cómo arreglármelas. Me pareció penoso servir de acompañante en un teatro en donde los que me rodeaba creyeron hacerme sentir más cómodo a fuerza de familiaridad. No fue allí donde mejoró mi opinión sobre las mujeres que se supone podemos amar. Yo era desgraciadamente muy sensible al aspecto exterior de las cosas; sufría por la casa en que habitaba; sufría por la gente que a veces encontraba allí. Ya te imaginarás que eran vulgares. Pero en mis relaciones con la gente, siempre me ha ayudado la idea de que no son felices. Las cosas tampoco son felices; esto es lo que nos hace sentir amistad por ellas. Mi habitación me había repugnado al principio; era triste, con una especie de falsa elegancia que encogía el corazón, porque se notaba que no habían podido hacer más. Tampoco estaba muy limpia: se veía que otras personas habían pasado por allí antes que yo y esto me repugnaba un poco. Después, terminé interesándome por lo que habían podido ser aquellas gentes e imaginando su vida. Eran como amigos con quienes no podía enfadarme porque no los conocía. Me decía que se habrían sentado a aquella mesa para hacer penosamente las cuentas del día, que habrían echado en aquella cama su sueño o su insomnio. Pensaba que habrían tenido sus aspiraciones, sus virtudes, sus vicios y sus miserias, igual que yo tenía las mías. No sé, amiga mía, de qué nos servirían nuestras tareas si no nos enseñaran la compasión.
Me acostumbré. Se acostumbra uno fácilmente. Hay como un goce en saber que somos pobres, que estamos solos y que nadie piensa en nosotros. Nos simplifica la vida, pero es también una gran tentación. Volvía tarde, de noche, por los barrios casi desiertos a esas horas, tan cansado que ya no sentía el cansancio. La gente que encontramos en las calles durante el día nos da la impresión de tener una meta precisa, que se supone razonable, pero por la noche parece caminar en sueños. Los transeúntes me parecían, como yo, tener el aspecto vago de las figuras que a veces vemos en sueños y no estaba seguro de que la vida no fuera una pesadilla inepta, agotadora e interminable. No hace falta que te diga lo aburridas que eran aquellas noches vienesas. A veces me encontraba con parejas de amantes instalados en el umbral de las puertas, prolongando a su gusto las conversaciones o los besos, quizás: la oscuridad, a su alrededor, hacía más excusable la ilusión recíproca del amor, y yo envidiaba aquel contento plácido que sin embargo no deseaba. Amiga mía, somos muy raros. Por primera vez sentía un placer perverso en ser diferente de los demás. Es difícil no creerse superior cuando uno sufre, y el ver gente feliz nos da náuseas.
Tenía miedo de volver a mi habitación, de tenderme en la cama en donde estaba seguro de no poder dormir. Sin embargo, había que terminar por hacerlo. Incluso cuando no regresaba hasta el alba, después de haber faltado a las promesas que me había hecho (te aseguro, Mónica, que ocurría muy pocas veces), tenía que subir a la habitación, quitarme de nuevo la ropa como hubiera deseado quitarme el cuerpo, y meterme dentro de las sábanas en donde entonces encontraba el sueño. El placer es demasiado efímero, la música nos eleva un momento para dejarnos más tristes que antes, pero el sueño es una compensación. Incluso cuando ya nos ha dejado, nos hacen falta algunos segundos para volver a sufrir y cada vez que nos dormimos, tenemos la sensación de entregarnos a un amigo. Sé muy bien que es un amigo infiel, como todos; cuando somos demasiado desgraciados, nos abandona también. Pero sabemos que volverá, tarde o temprano, quizás con otro nombre, y que terminaremos por reposar en él. Es perfecto cuando no soñamos nada, se podría decir que, cada noche, nos despierta de la vida.
Estaba absolutamente solo. Hasta ahora no he dicho nada de los rostros en los que se encarnó mi deseo; no he interpuesto, entre tú y yo, más que fantasmas anónimos. No creas que me obligue a ello el pudor o los celos que uno siente de sus recuerdos. No presumo de haber amado. He sentido demasiado lo poco durables que son las emociones más vivas para querer, al acercarme a seres perecederos, encaminados hacia la muerte, extraer un sentimiento que se pretende inmortal. Después de todo, lo que en el otro nos conmueve sólo es un préstamo que le ha hecho la vida. Creo que el alma envejece, como la carne y sólo expresa, en los mejores, el esplendor de una época, un milagro efímero con la misma juventud. ¿Para qué, amiga mía, apoyarnos en los que no perdura?
He huido de las ataduras de la costumbre, hechas de ternura ficticia, de engaño sensual y de hábito perezoso. Creo que sólo hubiera podido amar a un ser perfecto y soy demasiado mediocre para merecer que me aceptara, incluso si lo encuentro algún día. Y esto no es todo, amiga mía: nuestra alma, nuestro espíritu y nuestro cuerpo tienen exigencias generalmente contradictorias; creo difícil unir satisfacciones tan diversas sin envilecer a unas y sin desanimar a otras, así que he disociado el amor. No quiero justificar mis actos con palabras metafísicas, cuando ya mi timidez es una causa suficiente. Me he limitado casi siempre a complicidades banales, por un terror oscuro a enamorarme y sufrir. Basta con ser prisionero de un instinto, no quiero serlo también de una pasión, y creo sinceramente que no he amado nunca.
Ahora me vuelven algunos recuerdos. No te asustes: no voy a describirte nada; no te diré los nombres; incluso he olvidado los nombres o no los he sabido nunca. Recuerdo la curva especial de una nuca, de unos labios o de unos párpados, algunas caras a las que amé por su tristeza, por el pliegue de cansancio que cercaba su boca o por ese no sé qué de ingenuo que tiene la perversidad de un ser joven, ignorante y reidor. Todo lo que aflora del alma a la superficie del cuerpo. Estoy hablando de desconocidos a los que no volveré a ver, a los que no me interesa volver a ver y por eso mismo puedo hablar o callar con sinceridad. Yo no los quería; no deseaba encerrar en mis manos el poco de felicidad que me aportaban, no les pedía comprensión, ni siquiera ternura: sencillamente, escuchaba su vida. La vida es el misterio de todo ser humano: es tan admirable que siempre se la puede amar. La pasión necesita gritos, el amor mismo se complace con las palabras, pero la simpatía puede ser silenciosa. La he sentido no sólo en minutos de gratitud y de paz, sino hacia los seres a los que no asociaba con ninguna idea de placer. La he conocido en silencio, porque los que me la inspiraban no me hubieran entendido. No es necesario que nadie me comprenda. He amado así a las figuras de mis sueños, a pobres gentes mediocres y también a algunas mujeres. Pero las mujeres, aunque digan lo contrario, no ven en la ternura más que un camino hacia el amor.
Mi vecina de habitación era bastante joven; se llamaba María. No te imagines que María fuera hermosa. Tenía una fisonomía corriente, que pasaba desapercibida. María era algo más que una criada. Trabajaba, sin embargo y no creo que su trabajo le bastara para vivir. En todo caso, cuando yo iba a verla, la encontraba siempre sola. Se las arreglaba, supongo, para estar sola a esas horas.
María no era inteligente, ni quizás muy buena, pero era servicial como lo es la gente pobre que sabe lo necesaria que es una ayuda recíproca. Parecen gastar la solidaridad como la calderilla. Debemos estar agradecidos al más pequeño buen proceder: por eso hablo de María. No tenía autoridad sobre nadie y pienso que le gustaba tenerla sobre mí; me aconsejaba sobre la manera de vestirme para no pasar frío, o de encender el fuego y se ocupaba en mi lugar de un montón de cosas útiles. No me atrevo a decir que María me recordaba a mis hermanas pero, no obstante, yo encontraba en ella esos dulces gestos de mujer que tanto había amado de niño. Se veía que hacía un esfuerzo por tener buenos modales, lo que ya es meritorio. María creía que le gustaba la música: le gustaba de verdad, pero, por desgracia, tenía muy mal gusto. Era un mal gusto casi conmovedor a fuerza de ser ingenuo; los sentimientos más convencionales le parecían los más hermosos: se hubiera dicho que su alma, igual que su persona, se contentaba con adornos falsos. María podía mentir lo más sinceramente del mundo. Supongo que vivía como la mayoría de las mujeres, una existencia imaginaria en la que era mejor y más feliz que en la vida real. Por ejemplo, si la hubiera interrogado, me habría respondido que nunca había tenido amantes y hubiera llorado si no le hubiera creído. Conservaba dentro de ella el recuerdo de una infancia vivida en el campo, en un ambiente muy honorable y el recuerdo vago de un novio. Tenía también otros recuerdos de los que no hablaba nunca. La memoria de las mujeres se parece a esas mesas antiguas que utilizan para coser: están llenas de cajones secretos. Algunos están cerrados desde hace mucho tiempo y no se pueden abrir, otros contienen flores secas que han quedado reducidas a polvo de rosas; otros madejas enredadas, a veces alfileres. La memoria de María era muy complaciente, le servía para borrar su pasado.
Yo iba a verla por la noche, cuando empezaba a hacer frío y sentía miedo de estar solo. Nuestra conversación debía ser bastante sosa, pero hay no sé qué de tranquilizador en oír hablar a una mujer de cosas insignificantes. María era perezosa: no le extrañaba ver que yo trabajaba muy poco. No tengo nada de príncipe de leyenda. Ignoraba que las mujeres, sobre todo cuando son pobres, creen frecuentemente haber encontrado al personaje de sus sueños, incluso cuando el parecido es extremadamente lejano. Mi situación y quizás mi nombre tenían para María un prestigio novelesco que yo comprendía mal. Por supuesto, siempre le había mostrado una gran reserva; eso la hacía sentirse halagada al principio, como una delicadeza a la que no estaba acostumbrada. Yo no adivinaba sus pensamientos, cuando cosía en silencio. Creía simplemente que me tenía afecto y ciertas ideas ni se me ocurrían siquiera.