Alexis o El tratado del inútil combate (5 page)

BOOK: Alexis o El tratado del inútil combate
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Yo no tenía ninguna segunda intención. Pensaba lo menos posible. Recuerdo con un poco de ironía que me felicitaba por dedicarme por completo al estudio, Era como un enfermo con fiebre, que no encuentra desagradable su entumecimiento, pero que tiene miedo de moverse porque el menor gesto podría darle escalofríos. Aquello era lo que yo llamaba serenidad. Más adelante aprendí que hay que tenerle miedo a esa calma, en la que uno duerme cuando están cerca los acontecimientos. Nos suponemos tranquilos quizás porque ya hayamos decidido algo, sin nosotros darnos cuenta.

Y fue entonces cuando ocurrió, en una mañana igual a las demás en que nada, ni mi espíritu ni mi cuerpo, me avisaban de forma más clara que de costumbre. No digo que las circunstancias me sorprendieran: se me habían presentado en otras ocasiones sin que yo las acogiera, pero las circunstancias son así; son tímidas e infatigables; van y vienen delante de nuestra puerta, siempre iguales a ellas mismas y de nosotros depende el tenderlas la mano para detenerlas al paso. Era una mañana como todas las mañanas posibles, ni más ni menos luminosa. Yo paseaba por el campo, por un camino bordeado de árboles. Todo estaba silencioso como si todo se escuchara vivir; mis pensamientos, te lo aseguro, no eran menos inocentes que aquel día que comenzaba. Por lo menos, no puedo recordar ningún pensamiento que no fuera inocente porque, cuando dejaron de serlo, ya no podía controlarlos. En este momento en que parezco alejarme de la naturaleza, tengo que alabarla por estar en todo presente en forma de necesidad. La fruta sólo cae a su hora, aunque su peso la arrastrara desde hacía tiempo hacia el suelo: la fatalidad sólo es esa maduración íntima. Me atrevo a contarte esto de una manera vaga: yo paseaba sin ningún propósito; no fue culpa mía si aquella mañana me encontré con la belleza…

Volví a casa. No quiero dramatizar las cosas: te darías cuenta de que me alejo de la verdad. Lo que yo sentía no era vergüenza, menos aún remordimiento: era más bien estupor. No había imaginado tanta sencillez en lo que me horrorizaba de antemano: la facilidad de la culpa desconcertaba al arrepentimiento. Esta sencillez que el placer me enseñaba la he vuelto a encontrar más tarde en la pobreza, el dolor, la enfermedad y la muerte, quiero decir en la muerte de los demás y espero algún día encontrarla en mi propia muerte. Es nuestra imaginación la que se esfuerza en vestir las cosas, pero las cosas son divinamente desnudas. Regresé a casa. La cabeza me daba vueltas. Nunca he podido recordar cómo pasé aquel día; el temblor de mis nervios fue lento en morir dentro de mí. Sólo puedo recordar que entré en mi habitación, por la noche, y las lágrimas absurdas, pero no amargas, que fueron para mí como un desahogo. Durante toda mi vida había confundido el deseo y el temor; ya no sentía ni lo uno ni lo otro. No digo que fuera feliz: no estaba acostumbrado a la felicidad; sólo estaba estupefacto de sentirme tan poco perturbado.

Toda la felicidad es inocencia. Aunque te escandalice, tengo que repetir esa palabra que parece siempre miserable porque nada prueba mejor nuestra miseria que la importancia de la felicidad. Durante algunas semanas, viví con los ojos cerrados. No había abandonado la música; al contrario, sentía una gran facilidad para moverme en ella como con esa ligereza que se siente en el fondo de los sueños. Parecía como si los minutos matinales me liberaran de mi cuerpo para todo el día. Mis impresiones de entonces, por muy diversas que fueran, sólo son una en mi memoria: se hubiera dicho que mi sensibilidad al no estar limitado a mí solo, se había dilatado en las cosas. La emoción de la mañana se prolongaba en las frases musicales de la tarde; ciertos matices, ciertos olores, alguna antigua melodía de la que me prendé entonces siguen siendo para mí eternas tentaciones porque me traen el recuerdo de otro. Y luego, una mañana, ya no vino. Mi fiebre acabó: fue como un despertar. Sólo puedo comparar esto al asombro producido por el silencio cuando cesa la música.

Tuve que reflexionar. Naturalmente, sólo podía juzgarme según las ideas admitidas a mi alrededor: me hubiera parecido más abominable aún no horrorizarme de mi culpa que haberla cometido, por lo tanto, me condené severamente. Lo que me asustaba, sobre todo, era el haber podido vivir así y ser feliz durante varias semanas antes de darme cuenta de mi pecado. Trataba de recordar las circunstancias de aquel acto: no lo conseguía. El recuerdo de mi culpa me trastornaba mucho más que la misma culpa en el momento en que la vivía, porque en aquellos momentos yo no me miraba vivir. Me imaginaba haber cedido a una locura pasajera; no me daba cuenta de que mis exámenes de conciencia me hubieran conducido rápidamente a una locura mucho peor. Era demasiado escrupuloso para no esforzarme por ser lo más desgraciado posible.

Tenía en mi habitación uno de esos espejitos que están un poco turbios, como si algún aliento hubiera empañado el cristal. Puesto que me había ocurrido algo tan grave, creía ingenuamente que yo tenía que haber cambiado, pero el espejo sólo me devolvía la imagen de siempre: un rostro indeciso, asustado y pensativo. Lo frotaba con la mano, menos para borrar la marca de un contacto que para asegurarme que era de mí de quien se trataba. Quizás lo que haba la voluptuosidad tan terrible sea que nos enseña que tenemos un cuerpo. Antes, sólo nos servía para vivir. Después, sentimos que aquel cuerpo tiene su existencia particular, sus sueños, su voluntad y que, hasta la muerte tendremos que contar con él, cederle, transigir o luchar. Sentimos (creemos sentir) que nuestra alma sólo es el mejor sueño. Solo, ante un espejo que descomponía mi angustia, he llegado a preguntarme qué tenía yo en común con mi cuerpo, con sus placeres o sus sufrimientos, como si no le perteneciera. Pero le pertenezco, amiga mía. Este cuerpo que parece tan frágil es sin embargo más duradero que mis virtuosas resoluciones, quizás más que mi alma, porque a veces el alma muere antes que él. Esta frase, Mónica, quizás te escandalice más que toda mi confesión: tú crees en la inmortalidad del alma. Perdóname por estar menos seguro que tú, o por tener menos orgullo; con frecuencia, el alma no me parece más que una simple respiración del cuerpo.

Creía en Dios. Tenía de Él una concepción muy humana, lo que quiere decir muy inhumana, y me juzgaba abominable ante Él. La vida, la única que puede explicarnos cómo es la vida, nos explica a los libros por añadidura: algunos pasajes de la Biblia, que había leído negligentemente adquirieron para mí una nueva intensidad; me horrorizaron. A veces me decía que las cosas habían sucedido y que nada podría impedirlo, que tenía por lo tanto que resignarme. Pensar esto, igual que pensar en la condenación eterna me calmaba. En el fondo de toda una gran impotencia encontramos un sentimiento de tranquilidad. Me prometí solamente que no volvería a ocurrir nunca más; se lo prometí a Dios, como si Dios aceptara nuestras promesas. Mi culpa sólo había tenido a un cómplice por testigo y éste ya no estaba. Es la opinión de los demás la que confiere a nuestros actos una especie de realidad. Puesto que nadie sabía nada de los míos, no tenían más realidad que la de los gestos que hacemos en sueños. Mi espíritu fatigado se refugiaba tanto en la mentira, que hubiera podido afirmar que no había pasado nada: no es más absurdo negar el pasado que comprometer el porvenir.

Lo que yo había sentido no era amor: ni siquiera pasión. Por ignorante que yo fuera, me daba cuenta de ello. Era como una fuerza exterior que me hubiera arrastrado. Echaba toda la responsabilidad sobre él que solamente la había compartido. Me persuadía de que el haberme separado de él había sido voluntario y meritorio. Sabía muy bien que no era verdad, pero en fin, hubiera podido serlo: también conseguimos engañar a nuestra memoria. A fuerza de repetirnos lo que hubiéramos debido hacer, termina por parecernos imposible no haberlo hecho. El vicio consistía para mí en la costumbre del pecado; no sabía que es más difícil ceder una sola vez que no ceder jamás. Al explicar mi culpa como un efecto de las circunstancias, a las que yo me proponía no exponerme nunca más, las separaba de mí para no ver en ellas más que un accidente. Amiga mía, tengo que confesarlo: desde que me había jurado no cometer nunca más mi pecado, sentía un poco menos el haberlo probado una vez.

Quiero ahorrarte la relación de nuevas transgresiones que me quitaron la ilusión de creerme sólo a medias culpable. Me reprocharías el complacerme en ello; quizás tengas razón. Ahora estoy tan lejos del adolescente que yo era, de sus ideas, de sus sufrimientos, que me inclino sobre él con una especie de amor; tengo ganas de compadecerlo y casi de consolarlo. Este sentimiento, Mónica, me lleva a reflexionar: me pregunto si no es el recuerdo de nuestra juventud lo que nos turba ante la de los demás. Estaba asustado de la facilidad con que yo, tan tímido, tan lento de espíritu, llegaba a prever las posibles complicidades; me reprochaba no tanto mis faltas como la vulgaridad de las circunstancias, como si hubiera dependido de mí el escogerlas menos vulgares. No tenía tranquilidad de creerme irresponsable: me daba cuenta de que mis actos eran voluntarios, pero yo sólo los quería cuando los estaba cometiendo. Se hubiera dicho que el instinto, para tomar posesión de mí, esperaba a que la conciencia se fuera o a que cerrase los ojos. Yo obedecía, alternándolas, a dos voluntades contrarias que no chocaban entre sí, puesto que se sucedían una a la otra. Algunas veces, sin embargo, se me ofrecía una ocasión que yo no aprovechaba porque era tímido. Así que mis victorias sobre mí, no eran más que otras derrotas; nuestros defectos son a veces los mejores adversarios de nuestros vicios.

No tenía a nadie a quién pedir un consejo. La primera consecuencia de las inclinaciones prohibidas es la de encerrarnos dentro de nosotros mismos: hay que callar o bien no hablar más que con nuestros cómplices. He sufrido mucho, en mis esfuerzos por vencerme, por no poder encontrar ni estímulo ni piedad, ni siquiera ese poco de estima que merece toda buena voluntad. Nunca tuve intimidad con mis hermanos; mi madre, que era piadosa y triste, se hacía sobre mí ilusiones enternecedoras; me hubiera sentido culpable si le hubiera quitado la idea muy pura, muy dulce y un poco insulsa que se hacía de su hijo. Si me hubiera atrevido a confesarme a los míos, lo que menos me hubieran perdonado hubiera sido precisamente esa confesión. Hubiera puesto a aquella gente en una situación difícil que la ignorancia les evitaba; me hubieran vigilado, pero no me hubieran ayudado. Nuestro papel, dentro de la vida familiar, está ya fijado con relación al resto de la familia. Somos el hijo, el hermano, el marido ¿qué sé yo? Ese papel nos es particular como nuestro nombre, el estado de salud que se nos supone y la consideración que deben a no mostrarnos. El resto no tiene importancia, el resto es cosa nuestra. Sentado a la mesa o en el salón tranquilo, había momentos de agonía en que me sentía morir. Me extrañaba que no lo viesen. Parece entonces como si el espacio entre nosotros y los nuestros se agrandase hasta volverse infranqueable; nos debatimos en la soledad como en el centro de un cristal. Llegaba incluso a pensar que aquella gente podía ser lo bastante prudente como para comprender, no intervenir y no extrañarse de nada. Esta hipótesis, pensándolo bien, pudiera quizá explicarnos a Dios. Pero cuando se trata de gente corriente es inútil prestarles esa clase de sabiduría: les basta con la ceguera.

Si piensas en la vida familiar que te he descrito, comprenderás que una existencia menos triste hubiera sido también más pura. Y además pienso, por otra parte, creo que con justeza, que nada nos empuja tanto a las extravagancias del instinto como la regularidad de una vida demasiado razonable. Pasamos el invierno en Presburgo. El estado de salud de una de mis hermanas hacía necesaria la estancia en la ciudad, cerca de los médicos. Mi madre, que hacía todo lo que podía por mi porvenir, insistió para que tomase lecciones de armonía; decían a mi alrededor que había progresado mucho. Es cierto que trabajaba como trabajan los que buscan refugio en una ocupación. El músico que me enseñaba (era un hombre bastante mediocre, pero lleno de buena voluntad) aconsejaba a mi madre que me enviara al extranjero para completar mi educación musical. Yo sabía que la existencia allí sería difícil, pero sin embargo, deseaba marcharme. Estamos atados por tantas ligaduras en que hemos vivido que nos parece que al alejarnos será también más fácil alejarnos de nosotros mismos.

Mi salud, que había mejorado mucho, ya no era un obstáculo, sólo que mi madre me encontraba demasiado joven. Quizás temiera las tentaciones a las que me expondría una vida más libre; se figuraba, supongo, que la vida en familia me había preservado de ellas. Muchos padres son así. Comprendía que me era necesario ganar algo de dinero, pero pensaba sin duda que podía esperar. No adiviné entonces, lo patético de su negativa. Ignoraba que le quedase tan poco tiempo de vida.

Una noche, en Presburgo, poco tiempo después de la muerte de mi hermana, volví a casa más desesperado que de costumbre. Había querido mucho a mi hermana. No pretendo que su muerte me afligiera extremadamente; estaba demasiado atormentado para conmoverme en demasía. El sufrimiento nos hace egoístas porque nos absorbe por entero: sólo más tarde, en forma de recuerdo, nos enseña la compasión. Regresé a casa algo más tarde de lo que me había propuesto, pero no le había fijado hora a mi madre. La encontré al abrir la puerta, sentada en la oscuridad. En los últimos años de su vida, a mi madre le gustaba permanecer sin hacer nada cuando se acercaba la noche. Parecía como si quisiera habituarse a la inacción y a las tinieblas. Su rostro, supongo, tomaba entonces esa expresión más serena, más sincera también, que tenemos cuando estamos completamente solos y todo está oscuro. Entré. A mi madre no le gustaba que la sorprendieran así. Me dijo, como para excusarse, que la lámpara acababa de apagarse, pero puse las manos encima y ni siquiera estaba tibia. Se dio cuenta de que me pasaba algo: somos más clarividentes cuando está oscuro, porque nuestros ojos no nos engañan. A tientas, me senté a su lado. Me encontraba en ese estado de languidez un poco especial que conocía demasiado bien: me parecía que una confesión iba a surgir de mí, involuntariamente, como lo hacen las lágrimas. Iba quizás a contárselo todo cuando entró la criada con otra lámpara.

Entonces, sentí que ya no podría decir nada, que no soportaría la expresión que iba a poner la cara de mi madre cuando me hubiera comprendido. Aquel poco de luz me ahorró cometer una falta irreparable e inútil. Las confidencias, amiga mía, siempre son perniciosas cuando no tienen por objeto simplificar la vida de otro.

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