Read Alexis o El tratado del inútil combate Online
Authors: Marguerite Yourcenar
Poco a poco me di cuenta de que María se mostraba mucho más fría. Había, en sus menores palabras, una especie de deferencia agresiva, como si de repente se hubiera dado cuenta de que yo salía de un ambiente que la gente juzga muy superior al suyo. Sentía que estaba enfadada. No me extrañaba de que el afecto de María hubiera pasado ya: todo pasa. Veía solamente que estaba triste, y era tan ingenuo que no adivinaba el por qué. Creía imposible que sospechara cierta parte de mi existencia; no me daba cuenta de que a lo mejor se hubiera escandalizado menos que yo mismo. En fin, surgieron otras circunstancias: tuve que alojarme en una casa más pobre, ya que mi habitación era demasiado cara para mí. Nunca volví a ver a María. Qué difícil es, aunque se tomen muchas precauciones, no hacer sufrir…
Continuaba luchando. Si la virtud consiste en una serie de esfuerzos por conseguirla, yo fui irreprochable. Aprendí el peligro de las renuncias demasiado rápidas; dejé de creer que la perfección se encuentra al otro lado de una promesa. Me pareció que tanto la sabiduría como la vida están hechas de progresos continuos, de nuevos comienzos, de paciencia. Una curación más lenta me pareció menos precaria: me contenté, como los pobres, con pequeños triunfos miserables. Traté de espaciar las crisis; caí en un recuerdo maniático de los meses, las semanas y los días. Sin confesármelo, durante aquellos períodos de excesiva disciplina, vivía esperando el momento en que me permitiría caer. Terminaba por ceder a la primera tentación que se me presentaba, únicamente porque me estaba prohibiendo hacerlo desde hacía demasiado tiempo. Me fijaba de antemano, aproximadamente, la época de mi próxima caída; me abandonaba casi siempre demasiado pronto, menos por impaciencia de conseguir aquel lamentable placer que por evitarme el horror de esperar el ataque y soportarlo. Quiero ahorrarte la relación de las precauciones que tomaba contra mí mismo. Ahora me parecen más viles que mis culpas. Al principio creí que se trataba de evitar las ocasiones de pecado; pronto me di cuenta que nuestras acciones sólo tienen un valor de síntomas: es nuestra naturaleza lo que habría de cambiar. Había tenido miedo de los acontecimientos; tuve miedo de mi cuerpo; terminé por reconocer que nuestros instintos se comunican a nuestra alma y nos penetran por entero. Entonces, ya no tuve ni un refugio. Encontraba en los más inocentes pensamientos el punto de partida de una tentación; no descubrí ni un solo pensamiento que permaneciera sano; parecían pudrirse dentro de mí y mi alma, cuando la conocí mejor, me dio tanto asco como mi cuerpo.
Algunas épocas eran particularmente peligrosas: los fines de semana, los principios de mes, quizás porque tenía algo de dinero y había tomado la costumbre de buscar complicidades remuneradas (existen, amiga mía, razones así de despreciables). También eran peligrosas las vísperas de fiesta, tan llenas de desocupación y de tristeza para los que viven solos. Aquellos días me encerraba. No tenía nada que hacer: iba y venía, cansado de ver mi imagen reflejada en el espejo; odiaba aquel espejo que me inflingía mi propia presencia. Un crepúsculo confuso comenzaba a llenar la habitación. La sombra se posaba sobre las cosas como una mancha más. Dejaba la ventana abierta porque me faltaba el aire; los ruidos de fuera me cansaban hasta el punto de impedir pensar. Estaba sentado, me esforzaba por fijar mis ideas, pero una idea conduce siempre a otra y no se sabe hasta dónde puede llevarnos. Valía más moverse, andar. No hay nada censurable en salir a la hora del crepúsculo; sin embargo, ya era una derrota que presagiaba otra. Me gustaba aquella hora en que late la fiebre de las ciudades. No describiré la búsqueda alucinante del placer, los desengaños posibles, la amargura de la humillación moral, mucho peor que después de la falta, cuando ni siquiera es compensada por la paz del cuerpo. Y paso por el sonambulismo del deseo, la resolución brusca que barre a todas las demás, la alacridad de la carne que termina por no obedecer más que a ella misma. Describimos a menudo la felicidad de un alma que pudiera deshacerse de su cuerpo: hay momentos, en la vida, en que el cuerpo se deshace del alma.
¿Dios, cuándo moriré? Mónica, te acuerdas de esas palabras… Están al principio de una vieja oración alemana. Estoy cansado de este ser mediocre, sin porvenir y sin confianza en el porvenir, de este ser al que tengo forzosamente que llamar: «yo», puesto que no puedo separarme de él. Me obsesiona con sus tristezas y sus penas; lo veo sufrir y ni siquiera soy capaz de consolarlo. Ciertamente soy mejor que él, puedo hablar de él como si se tratara de un extraño, pero no comprendo las razones que me hacen su prisionero. Y lo más terrible, quizás, es que los demás no conocerán de mí más que a ese personaje en lucha con la vida. Ni siquiera puedo desear su muerte, ya que cuando muera, moriré yo con él. En Viena, durante aquellos años de combates interiores, muchas veces he deseado morir.
No son nuestros vicios los que nos hacen sufrir, sólo sufrimos por no poder resignarnos a ellos. Conocí todos los sofismas de la pasión y también todos los sofismas de la conciencia. La gente se figura que reprueban ciertos actos porque la moral se opone; en realidad, obedecen (tienen la suerte de obedecer) a repugnancias instintivas. Estaba impresionado, a pesar mío, por la extrema insignificancia de nuestras faltas más graves, por el poco lugar que ocuparían en nuestra vida si los remordimientos no prolongaran su duración. Nuestro cuerpo olvida, igual que nuestra alma; quizás sea eso lo que explique, en algunos de nosotros, la renovación de nuestra inocencia. Me esforzaba por olvidar; casi lo conseguía. Luego, aquella amnesia me horrorizaba. Mis recuerdos me parecían siempre incompletos, y me sometían a un suplicio cada vez mayor. Me arrojaba sobre ellos para revivirlos. Me desesperaba al notar que empalidecían. Sólo los tenía a ellos para compensarme del presente y del porvenir al que renunciaba. No me quedaba ya, después de haberme prohibido tantas cosas, el valor de prohibirme mi pasado.
Vencí. A fuerza de recaídas miserables y de victorias aún más miserables, logré vivir durante todo un año como hubiera deseado vivir toda mi vida. Amiga mía, no tienes que sonreír. No quiero exagerar mi mérito: tener mérito al abstenerse de cometer una falta es ya, de alguna manera, sentirse culpable. Algunas veces, conseguimos dirigir nuestros actos, menos nuestros pensamientos, pero en nuestros sueños no podemos influir nunca. Soñé. Conocí el peligro de las aguas estancadas. Parece como si actuar nos absolviera. Hay algo puro en un acto, aunque sea culpable, comparándolo con los pensamientos que de él nos formamos. Digamos, si lo prefieres, que es menos impuro debido a ese no sé qué de mediocre que siempre tiene la realidad. Aquel año en que no cometí, te lo aseguro, ningún acto reprochable, estuvo enturbiado por más obsesiones que ningún otro y por obsesiones más bajas. Se hubiera dicho que aquella llaga, al cerrarse demasiado pronto, se me había abierto en el alma terminando por envenenarla. Me sería fácil hacer un relato dramático, pero ni a ti ni a mí nos interesan los dramas y hay muchas cosas que se pueden dar a entender muy bien sin contarlas. Así que yo había amado a la vida. En nombre de la vida, es decir, de mi porvenir, me había esforzado por reconquistarme a mí mismo. Pero se odia la vida cuando se sufre. Soporté la obsesión del suicidio y otras peores todavía. En los objetos más humildes, ya no veía más que el instrumento de una destrucción posible. Me daban miedo las telas porque se pueden anudar, la punta de las tijeras y sobre todo los objetos cortantes. Aquellas formas brutales de liberación eran una tentación para mí y tenía que poner un candado entre mi demencia y yo.
Me endurecí. Hasta entonces me había abstenido de juzgar a los demás. Si hubiera podido, habría terminado por ser tan implacable con ellos como conmigo. No perdonaba al prójimo ni la más pequeña transgresión; tenía miedo de que mi indulgencia para con los demás obligara a mi conciencia a excusar mis propias faltas. Temía el reblandecimiento que nos producen las sensaciones dulces: llegué hasta aborrecer la naturaleza a causa de la ternura que nos inspira la primavera. Evitaba cuanto podía la emoción que me producía la música: mis manos, posadas sobre las teclas, me intranquilizaban por recordarme las caricias. Tuve miedo de los encuentros mundanos imprevistos, del peligro de las caras humanas. Me quedé solo. Luego, la soledad también me dio miedo. Nunca estamos completamente solos, por desgracia; siempre estamos con nosotros mismos.
La música, alegría de los fuertes, es el consuelo de los débiles. La música era para mí un oficio del que vivía. Enseñarla a los niños era una dura prueba, porque la técnica termina desviándolos del sentimiento. Pienso que primero haría falta enseñarles a ver el sentimiento. Pero, en todo caso, las costumbres se oponen y ni mis alumnos ni sus familias tenían ningún interés por cambiar las costumbres. Y aún prefería a los niños que a las personas mayores que me vinieron después y se creían forzadas a expresar algo. Además, los niños me intimidaban menos. Si hubiera querido, hubiera podido dar más lecciones, pero con las que daba me bastaba para vivir. Ya trabajaba demasiado. No rindo culto al trabajo, cuando el resultado sólo importa a nosotros mismos. Sin duda, cansarse es una manera de domar el cuerpo, pero el agotamiento del cuerpo termina por entumecer el alma. Queda por saber, Mónica, si un alma inquieta no vale más que un alma dormida.
Me quedaban las noches. Me concedía, cada noche, unos minutos de música para mí solo. Es cierto que el placer solitario es un placer estéril, pero ningún placer es estéril cuando nos reconcilia con la vida. La música me transporta a un mundo en donde el dolor sigue existiendo, pero se ensancha, se serena, se hace a la vez más quieto y más profundo, como un torrente que se transforma en lago. Volvía tarde y no podía ponerme a tocar una música demasiado ruidosa; además, nunca me ha gustado. Me daba cuenta de que, en la casa, sólo toleraban la mía y, sin duda, el sueño de la gente cansada vale más que todas las melodías posibles. Así fue, amiga mía, cómo me acostumbré a tocar siempre con sordina, como si temiera despertar a alguien. El silencio, no sólo compensa la impotencia del lenguaje, sino también, para los músicos mediocres, la pobreza de los acordes. Siempre me ha parecido que la música debería ser silencio, el misterio de un gran silencio que buscara su expresión. Véase, por ejemplo, una fuente: el agua muda llena los conductos, se acumula, desborda y la perla que cae es sonora. Creo que la música debería ser el desbordamiento de un gran silencio.
De niño, deseaba la gloria. A esa edad deseamos la gloria igual que deseamos el amor: necesitamos a los demás para revelarnos a nosotros mismos. Yo no digo que la ambición sea un vicio inútil; puede servir para azotarnos el alma, sólo que la agota. No sé de ningún éxito que no se compre con una semimentira; no sé de ningún auditorio que no nos obligue a omitir o a exagerar alguna cosa. A menudo he pensado con tristeza que un alma verdaderamente hermosa no alcanzaría la gloria, porque no la desearía. Esta idea me desengaña de la gloria y del genio. Creo que el genio no es más que una elocuencia particular, un don ruidoso de expresarse. Incluso aunque yo fuera Chopin, Mozart o Pergolesi, sólo conseguiría expresar, imperfectamente quizás, lo que siente cada día un músico de pueblo cuando trata de expresarse lo mejor que puede con toda humildad. Yo hacía lo más que podía. Mi primer concierto fue algo peor que un fracaso: fue un éxito a medias. Fueron necesarias, para que me decidiera darlo, toda clase de razones materiales y esa autoridad que ejerce sobre nosotros la gente de mundo cuando nos quiere ayudar. Mi familia tenía en Viena numerosos parientes lejanos; fueron para mí casi unos protectores, pero yo los consideraba unos extraños. Mi pobreza les humillaba un poco; hubieran deseado verme célebre, para no sentirse molestos al hablar de mí. Los veía raras veces; quizás me guardasen rencor por no darles la ocasión de rehusarme una ayuda. Y, sin embargo, me ayudaron. Lo hicieron, ya lo sé, de la manera que pudiera resultarles menos costosa, pero no veo, amiga mía, con qué derecho exigiríamos bondad.
Recuerdo mi entrada en escena, en mi primer concierto. La asistencia era muy poco numerosa, pero aún era demasiado para mí. Me ahogaba. No me gustaba aquel público para el que el arte no es más que una vanidad necesaria; aquellas caras compuestas disimulando las almas, la ausencia de alma. Concebía mal que se pudiera tocar delante de desconocidos, a una hora fija y por un salario entregado de antemano. Adivinaba las opiniones que se creerían obligados a formular al salir; odiaba su gusto por un énfasis inútil e incluso el interés que sentían por mí al pertenecer yo a su mundo. Odiaba el esplendor ficticio con el que se adornaban las mujeres. Prefería incluso a los auditores de conciertos populares que di alguna vez en salas miserables, por la noche, en donde a veces aceptaba tocar gratuitamente. La gente iba allí con la esperanza de instruirse. No es que fueran más inteligentes que los otros, pero tenían mejor voluntad. Habían tenido que vestirse lo mejor posible, después de cenar; habían tenido que consentir en pasar frío durante dos largas horas, en una sala mal iluminada. La gente que va al teatro busca olvidarse de ella misma; los que van al concierto tratan más bien de encontrarse. Entre la dispersión del día y la disolución del sueño, vuelven a sumergirse en lo que son. Caras fatigadas de los auditores de por la noche, caras que descansan en sus sueños y parecen bañarse en ellos… Mi cara… ¿Y no soy yo también muy pobre, yo que no tengo ni amor, ni fe, ni deseo confesable, yo que no puedo contar más que conmigo mismo y que casi siempre me soy infiel?
El invierno siguiente fue un invierno lluvioso. Cogí frío. Estaba demasiado acostumbrado a estar siempre algo enfermo para inquietarme cuando lo estaba de verdad. Durante el año del que te estoy hablando volvieron a aparecer los trastornos nerviosos sufridos en mi infancia. Aquel enfriamiento, del que no me preocupé, me debilitó más todavía: caí enfermo, y esta vez muy grave.
Comprendí entonces la felicidad de estar solo. Si hubiera sucumbido, en aquella época, no hubiera tenido que echar de menos a nadie. Era el despego absoluto. Precisamente, una carta de mis hermanos me había comunicado que mi madre había muerto hace ya un mes. Me entristeció, sobre todo por no haberlo sabido antes. Parecía como si me hubieran robado algunas semanas de dolor. Estaba solo. El médico del barrio, al que habían llamado mis vecinos, pronto dejó de venir y mis vecinos se cansaron de cuidarme. Me sentía contento así. Estaba tan sereno que ni siquiera sentía la necesidad de resignarme. Miraba cómo mi cuerpo se debatía, se ahogaba, sufría. Mi cuerpo quería vivir. Había en él una fe en la vida que yo mismo admiraba: casi me arrepentí de haberlo despreciado, desanimado y castigado cruelmente. Cuando me puse mejor, cuando pude incorporarme en la cama, mi espíritu seguía incapaz de largas reflexiones. Fue mi cuerpo el que me proporcionó las primeras alegrías. Recuerdo la belleza casi sagrada del pan, el humilde rayo del sol que me calentaba la cara y el vértigo que me causó la vida. Llegó el día en que me pude asomar a la ventana abierta. La calle en que yo vivía, en un barrio de Viena, era una calle gris, pero hay momentos en que basta con ver sobresalir un árbol por detrás de una muralla para saber que existen bosques. Aquel día, gracias a mi cuerpo, tuve mi segunda revelación de la belleza del mundo. Ya sabes cuál fue la primera. También lloré, como la primera vez, no tanto de felicidad ni de agradecimiento; lloré de que la vida fuera tan sencilla y tan fácil si nosotros lo fuéramos lo bastante para aceptarla tal como es.