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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (2 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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—Bueno, no es exactamente así —corrigió Livingstone—. Entiendes el espíritu de la ley, pero no su letra.

Ferguson suspiró un poco más fuerte de lo que hubiera querido. Cerró la boca y miró las lejanas montañas de picos blancos que se veían por detrás del hombro de Livingstone.

—No es que el gobierno haya proscrito directamente los idiomas nativos y los encuentros tribales —explicó David—. Lo que hicieron fue clasificar como «indios civilizados» a aquellos que no se juntaban con otros indios. Los indios que sí se asociaban con indios eran enviados a reservas o escuelas para indios. Así que el efecto de la ley, como bien dedujiste, fue eliminar los idiomas y la legislación nativa. Pero la ley en sí no decía eso.

—No lo sabía.

—El hombre blanco es demasiado inteligente como para darle a nada un carácter abiertamente impropio.

Ferguson asintió. Acababa de conocer a Livingstone, y no estaba muy seguro de que le cayera bien. Tenía algo atractivo, pero sepultado bajo una desafiante arrogancia que no le agradaba.

David se arrodilló y desató uno de los envoltorios. Dentro, había sartas de cuentas y garras de animales.

—¿Sabes algo sobre nuestras creencias —preguntó David—, o sobre nuestras leyendas?

Ferguson decidió no correr más riesgos. Bastaba de respuestas estúpidas. No iba a dar pie a que el otro le volviera a soltar una contestación embarazosa. A veces, el silencio es la mejor defensa. Meneó la cabeza.

—Entiendo. Pero aun así crees que nuestros fantasmas pueblan este lugar.

Ferguson tragó saliva. Volvía a quedar en evidencia. Sintió deseos de decir la verdad, que todo el asunto no era más que un incordio. Que sólo lo hacía porque un grupo de hombres de negocios japoneses iba a poner un montón de dinero para hacer un hotel, pero que insistían en que el lugar fuese sometido a una «limpieza espiritual» antes de cerrar el trato. Pero Fergie sabía que no debía decir una cosa como ésa. Habría sido demasiado directo.

—Mire, doctor, me encantaría haberme informado y saber más sobre la cultura tlingit, pero lo cierto es que me veo obligado a dedicar cada minuto de mi tiempo a poner este lugar en condiciones para unos potenciales inversores que vienen en julio. Lo lamento, pero simplemente no me alcanza el tiempo.

—No te pongas a la defensiva, Ferguson, sólo era una pregunta. Quería saber qué terreno pisábamos, por así decirlo. Ahora lo sé.

La expresión inocente y sincera de David hizo que Fergie se sintiera aún más incómodo. Habló impulsado por una desesperada necesidad de llenar el vacío que los separaba.

—Todos los involucrados en el negocio se han comprometido a respetar cuanto sea posible la historia de la región y la cultura de los pueblos tlingit —dijo—. No queremos poner el proyecto en marcha para luego encontrarnos, cuando ya sea tarde, con…, eh…, ya sabes, una situación no deseada.

—¿Se refiere a un pleito? ¿O a una situación estilo
El resplandor
?

Fergie se retorció. Maldita sea, este tío sí que sabía ponerte incómodo.

—Eh, bueno, diría que… sí, claro, las dos cosas.

David le sonrió con sus ojos grandes y cálidos y Fergie se tranquilizó. Detestaba hablar con esa gente; siempre terminaba por decir algo ofensivo. No puedes usar tu lenguaje habitual al hablar con minorías. Te preocupas por las palabras que puedes usar y tu incomodidad se nota; entonces, te toman por racista y todo termina mal.

—Te propongo una cosa, Ferguson —dijo David—. Tienes abogados; usa su magia para que lidien con los pleitos. Yo usaré la mía para lidiar con los fantasmas. ¿Qué te parece?

Ferguson lanzó un largo suspiro y sonrió.

—Me parece muy bien, doctor. A fin de cuentas, tú eres el médico.

David desenvolvió otro hato. Ferguson vio parte de una cornamenta de ciervo.

—Y, exactamente, ¿qué harás para lidiar con los espíritus? Sólo lo pregunto por curiosidad.

David alzó la vista.

—Me pondré unas plumas, sacudiré un sonajero y esparciré algo de polvo mágico. Soy indio, ¿qué otra cosa podría hacer?

David rio. Y Ferguson, sorprendido pero contento, también rio.

3

J
enna se cambió. Ahora vestía un sencillo conjunto negro. Se había limpiado los surcos de maquillaje de la cara, se había cambiado de ropa y metió el pasado donde debe estar. Bien lejos. En la parte más oscura de su alma. Un lugar donde nunca miraba y del que nadie sabía nada. No me hagas preguntas y no te mentiré.

Estaba en la terraza del apartamento emplazado frente al mercado público y miraba la calle vacía. Detrás de ella, muchachos de chaqueta blanca repartían comida en bandejas de plata. Bonito lugar. Mucho dinero. Sólo había unos seis apartamentos en el edificio. Cada uno de ellos tenía una estupenda vista al agua y una inmensa terraza. Robert no pertenecía a esa categoría. Sí, pertenecía a una categoría, pero no a ésta. La morada pertenecía a Ted y Jessica Landis, agentes de bienes raíces de los dioses. Tenían dos hijos; ambos habían terminado la universidad, uno estaba haciendo un máster, el otro estaba metido en negocios. Michael. Probablemente lo llamaran Mikey cuando era pequeño.

Era una fresca velada de julio y una brisa soplaba desde las aguas. Eso es lo bueno de Seattle en verano: no hay humedad, así que refresca de un modo agradable. Los veranos son hermosos, pero los inviernos son malos, por la lluvia. Pero al menos no queda todo bajo la nieve, como en Cleveland.

Jenna contemplaba las embarcaciones de pasajeros que cruzaban el agua contra el fondo de luces centelleantes de Punta Alkai. De pie junto al borde de la terraza, dio un sorbo a su copa de vino. Había algunas otras personas fuera, pero no sentía deseos de hablar. Los Jeffery. Tienen dos hijas. Los Thompson. Ella acaba de tener un hijo y necesita hacer ejercicio. ¿Por qué no podemos ser todas como Demi Moore? Hay que levantar esos colgajos a fuerza de aparatos de gimnasia StairMaster.

—¡Jenna!

Una fuerte voz cortó el aire. Era Christine Davies. De la isla Mercer. Casa de veraneo sobre el canal Hood. Un niño de la misma edad que tendría Bobby. David Davies. Qué nombrecito más mono. ¿Se le ocurrió a él? Es tan inteligente. ¿Ya va a la universidad? Dicen que es el niño extraterrestre más inteligente de los que han sido engendrados por humanoides. Bébete otra copa, parece que te hiciera falta.

—Jenna, me encanta lo que llevas. ¿Compras toda tu ropa en otra ciudad? Yo sólo voy a Barney's y nunca veo cosas como éstas. ¡Es maravilloso! Estás hermosa. Ya quisiera tener unas caderas como las tuyas. ¿Has bajado de peso?

—Hola, Christine. —Jenna sonrió con forzada cortesía—. Gracias. No, no he adelgazado. ¿Cómo está David?

—Ah, ¿quieres comprar unas golosinas de excursionista? David las vende. Ya sé que no es una niña excursionista, el pobre. La mayor, Elizabeth, las está vendiendo para su tropa. Si vende cien cajas le dan un vale para un regalo en Nordstrom's. Le encanta la ropa, pero detesta vender. De modo que David y ella hicieron un pequeño trato. David vende las golosinas, y ella comparte el premio con él. ¿A que son astutos? Sólo tiene que vender veinte cajas más. Es un estupendo vendedor. Peter está convencido de que será agente inmobiliario algún día. Son esas chucherías de menta redondas. Sólo dos dólares por caja. Es para una buena causa.

—¿Cuál es la causa?

—¿Cómo dices?

—La buena causa, ¿cuál es?

—Ah, no sé. —Christine estaba sorprendida ante la pregunta—. Los discapacitados, creo. Los discapacitados mentales. ¿Importa qué causa es mientras sea buena?

Christine escupió una risa seca. Jec, jec, jec. Tos-risa. Especialidad escandinava. Jenna procuró convertir su mueca en sonrisa, pero no le pareció que lo lograra.

—Claro, Christine. Venga, compro cinco.

—¿Cinco? Bueno. ¿Cuál es tu secreto, Jenna? ¡Se te ve tan delgada!

—Sigo una dieta estricta. Agua y menta para excursionistas.

Jec, jec, jec.

Christine se puso seria. Posó una mano sobre el brazo de Jenna, un gesto grave. Se mecía un poco en la brisa.

—En serio, Jenna, ¿cómo estás?

—Muy bien.

—Sí, pero ¿cómo estás de verdad? Este momento del año debe de ser muy duro para ti.

Jenna miró los ojos embriagados de Christine. Parecían enfocarse en forma independiente de la voluntad de su dueña, como los de un pez. Tenía un punto blanco de espuma en la comisura de la boca. Sus dientes estaban manchados. El aliento le olía a tortilla de salmón ahumado.

—Tiene que ser muy, muy duro para ti.

Jenna imaginó que el interior de la cabeza de Christine era una almeja gigante. Un bulto palpitante que absorbía agua antes de escupirla para propulsarse. La cabeza estaba en el fondo del océano. Un molusco bivalvo. Sorbía agua por un oído, la expelía por el otro; así, la cabeza se levantaba un poco por encima de la arena y avanzaba mediante impulsos de unos pocos centímetros.

—Es uno de esos momentos en los que me siento agradecida por tener a Robert.

Una estrella de mar le saltó a la cabeza. Le abrió el cráneo y chupó el jugoso mejillón que éste alojaba. Primero una valva, después la otra. Le chupó el mucoso cerebro por el oído y lo saboreó.

—Oh, ya lo creo. Qué sería de todos nosotros sin la familia.

—Discúlpame, Christine; debo hablar con Robert. No dejes que me marche sin esas golosinas.

Beso, beso.

Jenna se sintió a punto de vomitar cuando olió de cerca el aliento de Christine. Fritanga rancia. Ostras y huevos revueltos. Bivalvo y quién sabe qué otras cosas.

Jenna se acercó a Robert, que se lucía ante un grupo de agentes de bienes raíces junto a la barra. Estos agentes sí que saben beber. Supongo que si estás siempre preocupado por quedarte sin trabajo, te pones tenso. ¿Cómo va el mercado? No baja de los veinticuatro dólares por pie cuadrado.

Se quedó mirando la escena. Robert contaba una animada historia a tres hombres. Todos tenían treinta y pocos años. Claro que algunos eran más exitosos que otros. Todos ex atletas de la enseñanza secundaria. Eso significa mucho en el mundo inmobiliario. Todos pueden mear juntos y decir cosas como: «Cuando yo jugaba con los Huskies, ya sabes, cuando íbamos al Rose Bowl, nos emborrachábamos y nos íbamos de putas a la Oeste. Mira, se ve desde aquí. Vaya, si hubiésemos comprado en ese momento… ¡Hombre! ¡Pagaría cualquier cosa por tener una máquina del tiempo! ¡O una bola de cristal que funcione!».

Robert era el más triunfador. Tenía el mejor coche. La mejor casa. La mejor esposa, la más inteligente, la más bella. Y, hasta hace dos años, el mejor hijo; el más inteligente, el más hermoso. Pero ya no, ¿verdad? ¿Cuánto tardas en sobreponerte a una cosa como ésa? Toda la eternidad. No te sobrepones. Un hijo es una creación. Es tu sangre y la de otro. Es tu vida. Lo peor que te puede pasar es perder un hijo.

Robert vio a Jenna; la llamó. Los tres agentes borrachos la miraron.

—Jenna, mi amor, ven. Les estaba contando lo de aquella vez cuando regresamos a Cleveland. ¿Recuerdas cómo te enfadaste porque no había árbol de Navidad?

—No estaba enfadada, sólo desilusionada.

Los tres rieron.

—Estabas furiosa. Estaba tan furiosa. Arrancó una rama del árbol del jardín y lo puso en nuestra habitación. ¡Nuestro arbolito privado!

Los tres rieron todavía más. Tres no-judíos. ¿Por qué Robert enfatiza su condición de judío? ¿Cree que ello le da alguna ventaja psicológica? Es probable que tenga razón.

—¡Y ella es medio judía! Eso es lo gracioso. Es como para creer que le alcanzaría con una menorá, pero no…

Uno de los agentes se lo puso fácil a Robert.

—¿Qué es una menorá?

—¡Un pastel judío! —replicó Robert, encantado de bromear con el candelabro ritual.

¡Ja, ja, ja! Robert le dio una palmada en la espalda a Jenna. ¡Eso sí que estuvo bien! Marchando una menorá con salsa de manzana. Mi plato preferido.

—¡Jenna sí que no tiene problemas! Es judía, india norteamericana y cristiana… ¡Imagina la cantidad de días festivos que tiene! ¡Se podría tomar la mitad del año libre en concepto de festividades religiosas! —Risa, risa—. La semana que viene celebramos un consejo tribal. ¡Toda la aldea está invitada!

Rieron tanto que parecía que les iba a explotar la cabeza. Sus caras estaban cubiertas de inmensos poros de los que rezumaba una inmunda combinación de sudor y grasa. Estos tíos no iban a envejecer bien. Jenna estudió el vaso lleno de whisky escocés y hielo que Robert tenía en la mano.

—Robert, supongo que esta noche me toca conducir a mí, ¿no?

Él dejó de reír. Los tres amigos adoptaron la expresión culpable de quien sabe que se ha metido en problemas. Se llevaron las manos a la boca para sofocar la risa. Robert se volvió hacia Jenna y la fulminó con la mirada.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada. Sólo que no me voy a beber otra copa.

—Estaba contando una historia…

—Sigue. Era graciosa.

—Y me interrumpiste. ¿Dónde está tu sentido del humor?

—Sólo quería saber si podía beberme otra copa de vino.

—Mentira. Jamás te bebes una segunda copa, y lo sabes. Me interrumpiste y lo sabes.

—Robert.

—Admítelo.

Lo miró, incrédula. Los tres amigos se habían escabullido. Ahora sólo Robert y Jenna estaban en medio del recinto; llamaban la atención. Las cabezas se volvían. Todos se daban cuenta de que él la estaba llamando al orden por su mala conducta.

—Robert, basta —susurró Jenna—. No me hagas esto en público.

Robert la agarró del brazo y la llevó hacia un lado de la sala. Llamó a una puerta antes de abrirla. Era un lavabo. La hizo entrar.

—¿Por qué me hiciste eso?

—¿Qué te hice? Robert, no hice nada.

—Me humillaste delante de mis colegas.

—No necesitas mi ayuda para eso. —Jenna se sentó sobre la tapa del inodoro y cruzó las piernas, procurando aparentar más calma de la que sentía.

—No seas perra —dijo él con aspereza. Jenna dio un respingo. Detestaba esa palabra y él lo sabía—. Si no estabas en condiciones de venir a la fiesta, mejor te hubieras quedado en casa.

Jenna alzó la mirada.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Por qué no iba a estar en condiciones de venir a la fiesta?

—Bueno, es evidente que sigues alterada porque le encendí una vela a Bobby y la tomas conmigo. Lo cual es típico.

—¿Típico?

—Sí, típico. Es propio de ti no poder sobreponerte a tu culpa, y es propio de mí poder hacerlo. Mira, si tú te sigues sintiendo culpable, no es asunto mío. Pude asumirlo y seguir funcionando como un ser humano normal, ¿eso está mal? Encendí una vela. Me agrada hacerlo. Me hace bien. Si tú no lo soportas, bueno, mala suerte.

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