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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (3 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Jenna se mordió el labio para no responder. No iba a dejar que un Robert lleno de whisky escocés la arrastrara a una disputa que ninguno podía ganar. Liarse a puñetazos en el lavabo de los Landis. Sangre en el suelo. Se levantó y abrió la puerta.

—¿Por qué no te bebes otra copa, Robert? El alcohol te pone muy atractivo.

Lo miró a los ojos. Él la fulminó con una mirada dura. En sus ojos había odio, nada menos. Profundo, inconfundible. Ella salió a la fiesta, cerrando la puerta a sus espaldas. Fue directamente a la terraza. Necesitaba aire fresco para despejarse. El encierro del lavabo la había mareado. Una vez fuera, respiró hondo. No iba a alterarse. No iba a permitir que Robert se lo hiciera dos veces en la misma noche. De ninguna manera. Caminó a lo largo de la terraza. Todo está bien. No dejes de moverte. Quítatelo de encima. Está borracho. Él es quien tiene un problema. Él es el malo.

Al cabo de un par de minutos, Jenna sintió que recuperaba el control, que volvía a embutir las emociones en el Tupperware de su mente. Entró y pidió un vaso de Perrier en la barra. De todos modos, no quería otra copa de vino. En eso, Robert tenía razón. Sólo había querido cortar su estúpido cuento, su insoportable cháchara. El alcohol estaba haciendo que Robert hablase un poco demasiado fuerte y riera un poco demasiado, cosas que siempre avergonzaban a Jenna. Por no hablar del hecho de que se embriagara en una fiesta tan sobria. Eso sí que la irritaba. Si estaba enfadado con ella, aun si al entrar a la fiesta ya no eran una pareja feliz, ella ya no desempeñaba el requerido papel de esposa colaboradora. Pero ¿qué importaba? Esto era una fiesta de trabajo. Se hacían negocios. Se cultivaban relaciones. Eso de andar perdiendo el tiempo con borrachos inútiles hacía que Robert pareciese uno de ellos.

Lo habitual era que Robert se mantuviera al margen del gentío. Era un tío bien plantado, hubiese dicho el padre de Jenna. Sí, señor. No bebe más de la cuenta. No habla de más. No piensa demasiado. Se limita a hacer la faena, y a hacerla bien. Como corresponde a un buen judío.

Papi era judío. Por más que renegara de toda demostración exterior de judaísmo, era bien judío por dentro, y Jenna lo sabía. Estaba contento de que Jenna hubiese encontrado a Robert. No tenía la idea romántica de que debían criar a sus hijos en el judaísmo, pero su alma sentía que pondrían un judío más en el mundo. Y, por cierto, si lo que tenían era un
bris
, un varoncito judío, tanto mejor.

Papi también se sorprendió al enterarse de que la familia de Robert no tenía árbol de Navidad. La Navidad no es religiosa, es estadounidense. ¿Qué estadounidense no celebra las Navidades? La mejor manera de evitar la persecución religiosa es evitar mostrarse muy religioso. Eso decía él. Después de jubilarse, regresó a vivir a la ciudad de Nueva York con mami. «Vuelvo a casa», decía. A la ciudad donde los judíos no son tratados como visitantes. A mamá le gustaba la comida de allí, nada más.

La ensoñación de Jenna se rompió de repente. Se encontró con que estaba en un silencioso pasillo que, al parecer, llevaba a los dormitorios. Miró en torno a sí. Era evidente que se trataba del corredor de los recuerdos. Todas las paredes estaban cubiertas de fotos; comenzaban con las de los abuelos, en blanco y negro, y progresaban hasta las más recientes, de bebés diminutos. Jenna escrutó rápidamente las paredes. Bailes de fin de curso. Bodas. Fotos navideñas con Santa Claus. Vacaciones. Se entretuvo en una imagen de Ted Landis y uno de sus hijos, cuando era más pequeño. Más o menos de la edad de Bobby, parecía. Estaban de pie en un embarcadero. Un lago centelleaba bajo el sol vespertino. El niño mostraba, orgulloso, un pez. Jenna se quedó mirando; apartarse le era imposible. Era una foto tan simple. Un evento tan simple, también. Un niño, su padre, un pez.

Es una estampa universal. Toda familia tiene una foto así. Todo padre lleva a su niño a pescar. Pero no todos van a pescar a Alaska. No todos van a la Bahía Thunder. El hijo no siempre se ahoga.

—Jenna.

Jenna miró. Era Christine. Golosinas de menta.

—Jenna. Nos vamos.

Christine la tomó del brazo y la hizo entrar a una habitación.

—¿Robert está borracho?

—Supongo. Probablemente sí.

—Porque estaba hablando de… Bobby. Ya sabes, de lo que sucedió.

Por Dios, nunca se termina. Jenna cerró los ojos y suspiró.

—Es nuestro aniversario —dijo.

—¿En serio? Creí que os habíais casado en invierno.

—No. El aniversario de la muerte de Bobby.

En el oscuro dormitorio, Christine se quedó paralizada. Fuera, al otro lado de la ventana, las luces del centro chispeaban en la distancia. Una farola del alumbrado público proyectaba un extraño matiz anaranjado sobre el rostro de Christine. Miró a Jenna con compasión. Compasión que no hubiera sido imaginable en esa mujer. Piedad verdadera. Sincera.

—Oh, Jenna, lo lamento tanto. Tanto, tanto.

Envolvió a Jenna en un abrazo. La cabeza de Jenna cayó sobre el hombro de Christine y finalmente se entregó a esa mujer de cabeza de almeja. Se echó a llorar. Desde el fondo de su alma. Sollozaba. Boqueaba. Oh, el horror. La injusticia. El olor a perfume y a cuerpo. Las torpes manos de Christine acariciándole el cabello. El dique cedió y un torrente se desencadenó.

Debieron de pasar minutos. Jenna oyó que había otras personas en la habitación. Gente que iba y venía. Christine les indicaba que se marcharan con un gesto. Les decía calla, vete. La acariciaba. Porque lo cierto es que duele. De verdad. Es una herida como cualquier otra. Un brazo roto necesita escayola. Un corte, unos puntos. Un alma, lágrimas.

Jenna, sentada en la cama, se enderezó. Christine aún estaba allí, contemplándola. Christine miró su reloj. Era perdonable. ¿Cómo esperar que una almeja no le eche un vistazo a su reloj? Que se hubiera quedado tanto ya era mucho.

—¿Estás bien? Debemos regresar a la isla.

Jenna sollozó una última vez. Se sonó.

—Lo siento, Christine. Tenías razón. Esta época del año es dura.

—Ay, Jenna. Pero Peter se quiere ir. Debo marcharme. ¿Estarás bien? Puedo ir en un taxi más tarde. Me puedo quedar contigo. ¿Me quedo?

—No, no. Estoy bien, de veras. Eres demasiado buena. Me da vergüenza. Mucha. Las golosinas. No te marches sin dármelas.

Tambaleándose, Jenna se incorporó. Encontró su bolso a tientas y miró dentro. No llevaba dinero en la billetera. Había otra. La de Robert. No le gusta llevar billetera porque le abulta en el traje. Extrajo un billete de diez dólares.

—Dame cinco cajas.

Christine la miró y sonrió.

—Eres muy generosa, Jenna. De verdad que eres muy buena, en serio. En serio, eres muy buena.

Christine sacó cinco cajas de golosinas de menta del interior de otra, más grande. Tomó el dinero, le dio un beso a Jenna en la mejilla y se marchó.

Jenna se quedó sentada en el dormitorio. Devolvió la billetera al bolso. Ahí también había llaves. Las del coche.

Titubeó durante un momento. Miró en la billetera y vio el tique del aparcamiento. Se puso de pie y salió de la habitación.

La fiesta estaba en su apogeo, aunque casi era medianoche. Jenna se detuvo durante un momento, con el rostro arrasado por los sollozos, estrechando contra su pecho las cinco cajas de menta de las niñas excursionistas. Robert seguía hablando con sus colegas. Seguía bebiendo. Jenna respiró hondo. Una respiración de despedida.

Y, sin más, se marchó.

4

E
l doctor David Livingstone parecía más un loco que un chamán. De pie en el embarcadero, con el pelo recogido en una prieta coleta que parecía brotarle del occipucio, extendía las manos, cerrando los ojos, en una suerte de plegaria. Sólo vestía un pantaloncillo de flores y zapatillas de deporte. Llevaba al cuello un pequeño envoltorio de gamuza pendiente de un collar de cuero trenzado. A sus pies tenía su vestimenta de chamán, desplegada sobre las piezas de arpillera, ahora desenrolladas, donde la había traído. Ferguson temblaba de sólo mirarlo. No podía decirse que hiciera calor. Pero David no parecía notar la temperatura. Movía los labios, pronunciando para sus adentros palabras inaudibles. Tras pasar unos minutos de esta guisa, David abrió los ojos y miró sus vestiduras.

—¿Eres de aquí, Ferguson? —preguntó, inclinándose para tomar una falda de piel de ciervo orlada de cuentas de marfil.

Ferguson asintió con la cabeza.

—De Wrangell.

David se ciñó la falda a la cintura antes de meter la cabeza en una suerte de poncho del mismo material. Falda y poncho tenían pintadas figuras rojas y negras.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —inquirió Ferguson.

—Claro.

—¿Haces esto con frecuencia? Quiero decir si sueles trabajar para empresas de este modo.

David soltó una suave risita.

—Diría que bastante. Pero por lo general no exorcizo espíritus.

—¿Ah, no? ¿Y qué es lo que más haces?

—Más que nada, trabajo para las compañías pesqueras. Predigo dónde estarán los peces durante la temporada. O bendigo una flotilla. En una ocasión, una maderera me contrató para que pidiera disculpas a los espíritus en su nombre, pues habían matado a cientos de lechuzas durante la labor de tala.

—Caray.

—Ya ves. Lo lamentable es que sólo lo hacían como operación de relaciones públicas. No les importó lo que yo hiciera. Podría haber recitado «Mary tenía una ovejita» en tlingit y ni se hubieran dado cuenta.

—Ya —murmuró Ferguson, meneando la cabeza con aire solemne—. Me pregunto… —No pudo contenerse—: ¿Y recitaste «Mary tenía una ovejita» en tlingit?

David sonrió.

—Es intraducible. No hay ovejas en Alaska, de modo que no existe una palabra que las designe. Pero ya sabes lo que quiero decir.

—Sí, sí que lo sé.

Ferguson lo sabía. Sabía que David quería decir que hay una diferencia entre lo que se contrata y lo que se espera. Pero David no había respondido a la verdadera pregunta: ¿con cuál de las dos cosas había cumplido? Para Ferguson, se trataba de una distinción importante. Pues, por más que Ferguson no creyese en todas esas cosas indias, sus inversores sí creían, y Ferguson tenía la obligación de suministrarles lo que requerían. No pagaban cinco mil dólares para un birlibirloque de cuento infantil.

David se ató al cuello un collar de garras de oso. Se puso en la cabeza una extraña corona de cornamentas de carnero ligadas con tiras de cuero.

—¿Qué sabes de la historia de este pueblo, Ferguson?

Por fin, pensó Ferguson, una pregunta sobre el pueblo.

Se sentía cómodo con ellas.

—Antiguamente fue un asentamiento pesquero de los rusos. Le decían bahía Mikoff. A principios del siglo veinte era un pueblo floreciente, con una planta de conservas, una buena bahía, honda y bien acondicionada, ideal para las embarcaciones. Podían capear las tormentas aquí. Pero llegó la depresión, después la guerra. La maquinaria de enlatar fue reducida a chatarra para hacer bombas, y así se terminó la ciudad. Y ahora, este grupo para el que trabajo la está convirtiendo en un complejo turístico de lujo para pescadores. Y, para atraer la buena suerte, le cambiarán el nombre. Le van a llamar «Bahía Thunder».

—Un nombre con cierto atractivo, ¿no te parece? Pero, Ferguson, olvidaste una cosa. Tal vez la más importante.

—¿Qué?

—Los rusos, los británicos, los estadounidenses… ninguno de ellos pobló nada que no estuviese poblado desde antes.

David miró a Ferguson con expresión seria. Éste asintió lentamente con la cabeza.

—Los primeros que poblaron esta bahía fueron los tlingit. Los rusos solían erigir sus fuertes cerca de aldeas tlingit para facilitar el comercio.

—Entiendo.

—Después, claro, ya se sabe cómo son las enfermedades; muchos indios murieron y sólo quedaron los llamados colonos.

—Así es.

—Y estoy seguro de que es el motivo por el cual tus inversores temen que el alma de algún indio muerto vaya a levantarse y asesinar a sus clientes.

—Sí, seguro.

—Bien —respondió David, respirando hondo—. Pues a trabajar.

Se inclinó para tomar un último elemento de encima de la arpillera. Era un curioso sonajero, hecho con el cráneo de un pequeño mamífero suspendido entre dos de las puntas de una cornamenta de ciervo mediante tiras de cuero. Hacía pensar en un tirachinas. Las sonajas colgaban del cráneo; eran otras tiras de cuero, en las que iban ensartadas unas cuentas. David le dio una sacudida al sonajero y, volviéndose en dirección al pueblo, emprendió el camino, dejando el embarcadero tras de sí.

El pueblo estaba construido sobre la ladera de una montaña que ascendía directamente desde las aguas. Ello hacía que las calles fuesen tan empinadas que parecía que las construcciones reposaban unas sobre otras. En la base del promontorio se veía una vasta pasarela de madera que recorría toda la costa. Varios embarcaderos sobresalían de esa estructura. La lancha de David y el avión de Fergie estaban amarrados al más largo de ellos.

El pueblo no había sido extenso ni siquiera durante su apogeo, lo cual lo volvía ideal para transformarlo en complejo turístico. La planta de conservas, la mayor de las construcciones, había sido reconstruida, y transformada en centro comunitario, con cafetería y lugar de encuentro. El antiguo almacén de subsistencias vendía ahora utensilios de pesca y recuerdos. Y aunque equipos de constructores se pasaban meses enteros trabajando sin descanso, nadie había habitado el pueblo desde 1948.

Fergie se apresuró a seguir los pasos de David. Le señaló el paisaje costero.

—Eso sí, es un hermoso pueblo. Tiene mucho encanto.

—Claro.

Fergie no terminaba de hacerse idea de lo que pensaría David de la idea misma del complejo turístico. Le daba la impresión de que no la aprobaba. Intuía que David sólo estaba allí por el dinero. No es que eso tuviese nada de malo. Todos estaban allí por ese motivo.

—¿Qué sabes de Cuervo, Ferguson?

El interpelado movió negativamente la cabeza.

—Nada.

—Cuervo es algo así como el santo tutelar de los tlingit. Es quien se encarga de traer el sol, la luna, el agua y casi todo lo demás, a la tierra. ¿Quieres que te hable de estas cosas?

—Claro, me encantaría.

—Cuervo nació de la angustia. Pero tengo que retroceder un paso para contártelo bien.

Al comienzo, hubo un poderoso jefe que era muy fuerte y orgulloso y muy respetado por toda la gente de su clan. Tenía una mujer hermosa a la que amaba mucho; pero era celoso, y no confiaba en que ella le fuera fiel. Vivía atemorizado por la posibilidad de que uno de los jóvenes fuertes de la aldea la sedujera y se la robase. Para protegerse de esa eventualidad, cada vez que el jefe se iba a cazar focas metía a su mujer en una caja, que colgaba de las vigas de su casa para que nadie pudiese alcanzarla.

Un día, el jefe sorprendió a su mujer y a uno de sus sobrinos cambiando miradas. El jefe se enfureció. Tomó un cuchillo dentado, como una sierra, y le cortó la cabeza a su sobrino. Como temía ser víctima de nuevas traiciones, también mató a todos sus demás sobrinos.

Cuando la hermana del jefe se encontró con que él había asesinado a sus diez hijos, quedó abrumada por el dolor. El año anterior, su esposo había muerto en una cacería, y ahora no tenía una familia que cuidara de ella en su ancianidad. La hermana del jefe estaba tan desesperada que se internó en el bosque para quitarse la vida.

Cuando recorría la foresta en busca de un lugar donde suicidarse, se encontró con un amable anciano. El viejo le preguntó por qué estaba tan afligida. Ella le contó su historia.

El viejo asentía con la cabeza mientras ella le relataba la felonía y la crueldad de su hermano. Eso no estaba bien, dijo él. El jefe no se había mostrado respetuoso con la vida.

—Ve a la playa cuando la marea esté baja y busca un guijarro redondo —le dijo el anciano a la mujer—. Ponlo en el fuego hasta que esté bien caliente y después trágatelo. No te preocupes; no te hará daño.

La hermana hizo lo que el viejo le dijo, y después de tragarse el guijarro quedó encinta. Se construyó una choza en el bosque, junto a la playa y vivió allí. Llegado el momento, dio a luz a un hijo que creció hasta que llegó a ser un hermoso niño. Era Cuervo.

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