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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (4 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Ferguson y el doctor llegaron al centro comunitario y entraron. Fergie albergaba la esperanza de que David quedara impresionado. La casa comunal era un inmenso recinto con un techo enmaderado de nueve metros de alto. El interior había sido revestido de nuevo con madera de abeto, que le daba un color rico y cálido y un aroma delicioso. En medio de la habitación se abría un enorme espacio circular para encender el fuego, por encima del cual se alzaba una vasta campana de ventilación. Se trataba de una instalación pensada para cocinar; un espetón para piezas de caza mayor cruzaba por mitad del hogar, a lo largo de cuyo perímetro asomaban puntas de metal destinadas a sujetar parrillas para pescado. Largas mesas de madera estaban dispuestas a lo largo del espacio: daban una idea de verdadera vida comunitaria.

—Muy bonito —dijo David mirando alrededor. A Ferguson esto le agradó. Con esas dos palabras, David por fin había dado su aprobación a la totalidad del proyecto.

—Pusimos todo nuestro esfuerzo y nuestro interés en este espacio común —explicó Ferguson—. Queremos que la gente realmente sienta deseo de venir a este lugar a estar con otra gente.

—Así debe ser —respondió David—. La casa comunitaria era el eje de la vida de las aldeas tlingit. En realidad, lo que hoy llamamos sociedad no es más que una broma. Cada uno tiene su habitación, y en ella, todo lo que necesita: teléfono, televisión, pizza a domicilio. Ya nadie necesita vida social. ¿Cómo puede llamarse «sociedad» a algo que carece de vida social?

David se acercó al lugar donde se hacía el fuego.

—¿Se puede utilizar ahora?

—Claro.

—Quisiera encender un fuego, si no hay problema.

Ferguson señaló un montón de leña apilada a lo largo de uno de los muros. Era idea suya, lo de mantener la leña dentro del local. Ello haría que la madera se conservase seca, lo que era importante. Pero además, le daba un ambiente acogedor al recinto; los huéspedes sabrían que allí siempre abundaba la leña para encender fuego.

—Los tlingit no creen que haya un paraíso en el cielo —continuó David—. Creemos que, cuando uno muere, el alma se va de viaje. Se va al otro lado de la isla, o de un promontorio, o del otro lado del agua, a la Tierra de las Almas Muertas. La Tierra de las Almas Muertas no es otra dimensión; simplemente, es un lugar que queda lejos. Y, como los muertos están vivos, están sujetos a las mismas condiciones que los vivos. Si la aldea sufre porque es un mal año para la caza o la pesca, la comida también escasea entre los muertos. Por eso es importante dar parte de tu alimento a los muertos cada vez que comes algo. Pero a ellos les es imposible venir a comer de tu plato. Así que echamos algo de comida al fuego antes de empezar a comer. El fuego la quema, y los muertos pueden consumirla. Recuérdalo, Ferguson: la manera de llegar al corazón de los muertos es a través de su barriga. Dales de comer y te dejarán en paz.

A Ferguson la idea le agradó. Una simpática tradición para Bahía Thunder. Sacrificar algo de alimento antes de cada comida. Como matar dos pájaros de un tiro: mantienes felices a los muertos y entretienes a los clientes al mismo tiempo. Todos quedarían impresionados por los conocimientos de Fergie acerca de los tlingit. Ayudó a David a llevar madera al fuego.

La madre de Cuervo le puso bajo la lengua una piedra que le confería invulnerabilidad. Además, lo bañaba dos veces al día en la laguna, para que creciera deprisa.

Cuando Cuervo fue lo bastante grande para correr por los bosques y nadar en el mar, su madre le hizo un arco y muchas flechas, que usó para cazar conejos, zorros y lobos. Tal como le enseñaba su madre, Cuervo siempre mostraba el debido respeto por los animales que cazaba.

La madre de Cuervo hacía mantas con las pieles de los animales que él mataba. Cuervo era un cazador, y cada vez tenían más mantas. Una tarde, el chico mató un gran pájaro blanco de un flechazo. Se atavió con la piel del ave y de inmediato sintió un ardiente deseo de volar. En la aldea, al poderoso jefe le llegaron noticias de su hermana y del hijo de ésta, experto cazador. Envió a uno de sus esclavos a decirle al muchacho, su sobrino, que lo visitara. La madre de Cuervo le advirtió de que no fuera. Le contó las acciones terribles que cometiera su hermano. A pesar de las advertencias, Cuervo declaró que visitaría a su tío; le dijo a su madre que no se preocupara.

Cuando Cuervo llegó a casa de su tío, éste intentó matarlo con el mismo cuchillo serrado que usara para matar a sus hermanos. Pero cuando quiso degollarlo, los dientes del filo se desprendieron y Cuervo salió indemne.

Entonces, el jefe le pidió a Cuervo que lo ayudase a desplegar su canoa. Cuando Cuervo se metió bajo la canoa, el jefe se la tiró encima, inmovilizándolo. El jefe suponía que Cuervo sería incapaz de salir y que la marea, al subir, lo ahogaría. Pero Cuervo partió la canoa con facilidad; regresó a casa de su tío y arrojó los trozos de la canoa a sus pies.

El tío le pidió a Cuervo que lo ayudara a pescar un calamar para comer. Subrepticiamente, Cuervo ocultó una pequeña canoa bajo su manto. Cuando se internaron en el mar en busca del calamar, el tío echó a Cuervo por la borda para que se ahogara y emprendió el regreso. Pero Cuervo tenía su propia canoíta y se apresuró a regresar a casa de su tío, llegando antes que él.

Se apostó sobre el techo de la casa a esperar el retorno del tío, que no tardó en llegar, convencido de que por fin se había deshecho de su sobrino. Cuervo atrancó la puerta desde fuera y llamó a las aguas para que ahogaran a su malvado tío.

Las aguas crecieron y Cuervo se elevó por los aires gracias a sus blancas alas. Llegó tan alto que su pico se clavó en el cielo, haciendo que se quedara allí durante diez días. Cuando las aguas bajaron, Cuervo se soltó y voló de regreso a la tierra. Todos los habitantes de la aldea, incluida la madre de Cuervo, habían sido arrastrados por las aguas y nadie los volvió a ver. A Cuervo lo entristeció que la inundación, a pesar de haber vengado a sus hermanos, le hubiese acarreado también la desgracia.

5

J
enna sacó la suprema máquina rodante del garaje del edificio de apartamentos donde vivían los Landis, en la Primera Avenida. Un super coche BMW 850i, grande y negro; noventa y dos cilindros, todo automático. En una ocasión, Robert pulsó el botón de la cosa esa de la alarma y todas las ventanillas y el techo corredizo se abrieron y se negaron a cerrarse. Error del ordenador. Tuvo que llevarlo al centro a que lo conectaran al ordenador madre para ver cuál era el problema. Madre dijo que se trataba de un fallo en un microprocesador. Mil doscientos dólares. Bueno, si uno va a gastarse setenta mil en un coche, se diría que tiene que estar dispuesto a que un microprocesador cueste mil doscientos. Jenna tenía un Volkswagen Jetta 1987. Adivina cuál de los dos requería mantenimiento con más frecuencia.

Jenna condujo su trineo a propulsión hacia la izquierda, hasta Union, que la llevaría, colina arriba, a Broadway. Otro giro a la izquierda y estaría en casa. Robert y Jenna eran dueños de una muy hermosa casa antigua en Capitol Hill; tenía ventanas con cristales emplomados de época. Eso era lo que más le gustaba de ella a Jenna. Cristal emplomado. La arquitectura de Seattle tiene mucho encanto en ciertas zonas, y Capitol Hill es una de ellas.

En un semáforo en rojo, Jenna encendió la radio. Era una emisora AM. Se daba cuenta por el leve siseo de fondo, el sonido de las ondas en el aire. Dos excitadas voces con acento de Boston parloteaban acerca de la mejor manera de limpiar un carburador. ¿Se acumuló hollín? Sóplalo. ¿Cuántos estás por cumplir? ¿Ciento veinte? Tu cabeza durará a lo sumo un año más. Dejó el programa automovilístico sonando en la radio. Había algo consolador en la pasión con que esos tíos hablaban de motores.

Mientras cruzaba la ciudad, Jenna trató de imaginar qué diría Robert cuando se diera cuenta de que su coche no estaba. ¿Qué ausencia notaría primero? ¿La de Jenna o la del coche? Ella tenía su billetera. Él necesitaría pedir dinero prestado para pagar el taxi que lo llevara a casa. Quizá hiciera como que nada había ocurrido, como si Jenna se hubiera ido a dormir llevándose accidentalmente su billetera consigo. Eso estaría bien. Lo pondría a salvo de un bochorno público. Pero quizá Robert estuviese demasiado borracho como para que se le ocurriese que ésa era la manera de actuar. Tal vez se limitara a tener un ataque de furia. No. Ni siquiera borracho haría una escena en una fiesta. Alguien podría verlo.

Jenna recordó que tenía cinco cajas de chucherías de chocolate y menta en el asiento del pasajero. Tomó una y, cuando se disponía a quitarle el envoltorio de celofán, se dio cuenta de que se había metido en la entrada a la autopista en lugar de seguir por Union. Mierda. No tenía modo de salirse, a no ser que diera marcha atrás por el carril por donde venía. Tenía un coche detrás, de modo que se vio obligada a seguir adelante. Tendría que tomar la salida a Montlake y rectificar desde ahí.

Cuando aceleró y se metió en el tráfico, la sobresaltó un agudo sonido que parecía el de una pistola láser disparada por una nave extraterrestre en un videojuego. Detector de radar. Miró por el espejo retrovisor. Nada. Ni siquiera iba tan deprisa. Hacen estos coches como videojuegos para que los varones se entretengan. Glip-glip-glip. ¡Fuego enemigo! A las dos del cuadrante; ¡cubríos, cubríos! Se pasó al carril derecho.

Los dos aficionados a los motores seguían hablando. Qué placer estar en la carretera. Todo el mundo debería salir a conducir. Ponlo en condiciones, sácalo. A los coches les agrada que los conduzcan. Es como llevar a un perro a un campo y tirar una pelota para que la coja. Les encanta. Y deberías cuidar de tu coche como de tu perro. Sacarlo a dar un paseo de fin de semana. Conducir es uno de los pocos placeres de la vida que subsisten. Apaga el teléfono del coche, pon un poco de música, suéltate. Te sentirás mejor, en lo mental. Todos tus problemas parecerán achicarse. Conducir es muy terapéutico. Mejor que el yoga, porque no duele tanto. Buenas noches, gente. Buenas noches a todos. Jenna apagó la radió y se pasó de la salida que hubiera debido tomar. Siguió conduciendo en dirección norte.

***

Jenna se había comido la mitad de la caja de golosinas de menta sin darse cuenta de lo que hacía y ahora sentía una real necesidad de lavarse los dientes. Andaba por la autopista desde hacía una hora, sin tomar ninguna de las salidas que la hubieran llevado a su casa. Se limitaba a avanzar. El auto ronroneaba tranquilo, a ciento treinta por hora. Era cierto: le agradaba que lo sacaran a pasear. Y Jenna se sentía mucho mejor, tal como lo dijeran los tíos de la radio. Se sentía relajada, nada cansada, aunque ya eran las dos menos cuarto. No había pensado en Robert ni una vez; se preguntó si él habría pensado en ella.

Glip-glip-glip. El videojuego volvió a dispararse. Jenna aflojó la presión del acelerador y dejó que el coche bajara sólo a cien. No había coches en la carretera. ¿De dónde había salido el radar?

De pronto, unas luces azules centellearon a sus espaldas. El corazón le dio un brinco. El timbre del radar enloqueció. Disminuyó la velocidad hasta detenerse en el arcén.

Mierda. Un poli con una linterna en una mano y la otra sobre su pistolera se acercó al coche. Jenna se volvió y abrió la puerta.

El poli se adelantó de un salto, desenfundó su arma, le cerró la puerta en la cara a Jenna de una patada. Le apuntó la pistola a la cabeza desde el otro lado de la ventanilla. Jenna abrió mucho los ojos. Levantó las manos. Él le hizo un gesto con el arma. Quería que ella bajara la ventanilla. Jenna buscó el botón. Le costó siglos encontrarlo. La ventanilla bajó al fin con un zumbido.

—El procedimiento indicado cuando a uno lo detienen, señora, es bajar la ventanilla, encender la luz interior y poner ambas manos sobre el volante.

Jenna se apresuró a asentir con la cabeza.

—¿Tendría la amabilidad de encender la luz, señora?

Jenna, asustada, alzó la mirada hacia el hombre. No sabía dónde estaba. Miró en torno a sí. El detector de radar seguía chillando como loco.

—¿Tendría la amabilidad de apagar el detector de radar, señora?

—Es el coche de mi marido; no sé…

—Encima del espejo retrovisor, señora.

Jenna miró y vio el interruptor de la luz. La encendió.

—El detector está en el salpicadero, al lado de la palanca, señora.

Estiró la mano y apagó el detector.

—¿Es consciente de que iba a excesiva velocidad, señora?

—Oh, ni me di cuenta. Es que el coche es de mi marido y no estoy acostumbrada a él. Mi coche hace mucho ruido cuando sobrepasa los noventa. Éste es muy silencioso.

El poli sonrió. Enfundó su arma. Qué alivio.

—Lo lamento si la asusté, señora. Es que en esta carretera han disparado a policías. Las precauciones nunca son demasiadas cuando uno se aproxima a un coche de noche.

Jenna asintió.

—¿Dónde va, señora?

—A casa.

—¿Dónde queda?

—Seattle.

—Entonces, va en la dirección equivocada. Seattle queda al sur.

«Ay. Me pillaron».

—¿Estuvo bebiendo, señora?

—No. Mi marido y yo… tuvimos una pelea o algo así y quise alejarme.

—¿La golpeó?

—No, pero…

—¿Le pareció a usted que estaba a punto de golpearla?

—No, no se trata de eso —procuró explicar Jenna—. Es algo bastante complicado. Me quería alejar, eso es todo.

—Señora, tiene comida en la boca.

Jenna lo miró, confundida. Se echó un vistazo en el espejo y vio que tenía un manchurrón del chocolate que envolvía la menta en torno a la boca. Se lo limpió con la mano. ¿El poli se habría dado cuenta de que se ruborizaba? Qué vergüenza. Jenna rio. El poli sonrió…

—Golosinas de menta. ¿Quiere una?

—No, señora. Estoy de servicio.

Volvieron a reír. Era bastante guapo. ¿No dicen que las mujeres tienen fantasías con hombres uniformados?

Sonó el teléfono. Como si no bastase con la multa por exceso de velocidad. El teléfono sonaba. Caray. Jenna miró al poli y se encogió de hombros con aire de pedir disculpas. Seguía sonando.

—¿Quiere responder?

—Lo más probable es que sea mi marido, que se pregunta dónde estaré.

—No me extraña. ¿Por qué no atiende la llamada y le dice que se encuentra bien?

Jenna asintió y tomó el teléfono del salpicadero. Era Robert, sí.

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