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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (6 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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—Todo cambia —dijo.

—Eso es bueno, a su manera —respondió el conductor.

—Antes me gustaban los cambios —dijo Gus en un rápido torrente de palabras como si fuese una confesión—. Pero últimamente me ponen nerviosa. Me siento un tanto atascada.

Hacía años que no pisaba una iglesia; había dejado de ir cuando decidió que Dios no necesitaba otro amigo que sólo se acordase de él cuando arreciaba la tormenta, alguien que sólo acudiese a suplicarle ayuda cuando las cosas se ponían feas. Aparte de que tenía serias sospechas de que Dios no andaba por allí en absoluto. Así era más fácil. Y ahora de repente estaba hablándole con el corazón en la mano al amable conductor de un coche de la flota de Automóviles Lincoln Town.

—La gente debe de contarle toda clase de chifladuras —añadió, sintiéndose un tanto avergonzada.

—Cierto —respondió él con una amplia sonrisa burlona—. También hacen toda clase de locuras en el asiento de atrás, pero la relación entre un conductor y un pasajero es de absoluta confidencialidad. Así que no puedo ir aireándolo por ahí. —Se rio para sí, mientras maniobraba para tomar dirección oeste, rumbo al Rockefeller Center.

Gus contempló las céntricas calles abarrotadas de gente, observó a los hombres y mujeres que se apresuraban a llegar a sus destinos. Eso era lo bueno que tenía la ciudad: la energía. La emoción que se palpaba en el ambiente. Tal vez, pensó, lo que ella necesitaba era recuperar esa energía. A lo mejor lo que necesitaba era ofrecer a sus seres queridos los ingredientes que precisaban para disfrutar de una vida plena propia, y así poder finalmente dedicarse a reinventarse a sí misma. Lo había hecho antes, había hallado su camino hacia una vida y un trabajo nuevos.

—Ya casi estamos —dijo Joe—. Pero ahora frunce usted el ceño otra vez.

—Es un hábito.

—Los hábitos están hechos para romperlos, es lo que siempre digo.

—Los buenos no —replicó ella.

—Gus, le deseo un muy buen día —dijo Joe. Estaban llegando a su destino—. Pero he de decirle que parece usted una doña Angustias.

—Por supuesto que sí —respondió ella, mientras reunía sus cosas—. Tengo dos hijas.

3

Aimee miró cansinamente la hora en el reloj. Había puesto el despertador la friolera de cincuenta y cinco minutos antes de lo habitual, con la idea de ir al gimnasio. Aunque el jueves anterior había decidido comenzar un nuevo plan para ponerse en forma, había esperado —cómo no— a que fuera lunes para ponerse manos a la obra. Rápidamente, miró en dirección a la ventana desnuda (sin persiana, ni cortina ni tan siquiera una cenefa) antes de quitarse de encima la cálida cobertura de sus sábanas de algodón de color ámbar (rebajas de enero en ropa de cama en Macy's, al veinticinco por ciento más un extra de diez dólares de ahorro con un cupón descuento) y se dio cuenta de que era incapaz de distinguir la silueta de la torre de apartamentos del otro lado de la calle. Estaba todo blanco. Ja! Estaba nevando. Y, como todo el mundo sabe, es prácticamente un mandamiento que una chica no tiene que ir al gimnasio si está nevando. A veces —pensó Aimee— vivir en Nueva York en febrero tenía maravillosas ventajas.

Se tapó con el mullido edredón hasta las orejas y cubrió la mata de pelo fuerte y corto color arena que llevaba disparado en todas direcciones, y fingió que el despertador no había sonado nunca. Pero, justo cuando caía de nuevo en los brazos del tan ansiado sueño, el estrépito procedente del pasillo la despabiló abruptamente.

Sabrina. Tenía que ser Sabrina.

Aimee salió de su dormitorio en silencio para encontrarse a su morena hermana pequeña cogiendo un montón desordenado de bocetos ilustrados de encima de la mesa del comedor y tratando de formar con ellos una pila perfecta. Como de costumbre, esa mañana Sabrina iba impecablemente vestida, con un traje lila con falda de vuelo, en claro contraste con el pijama dado de sí y descolorido de Aimee.

—Pensé que te habías quedado a dormir en casa de Billy —dijo con una expresión neutra que tenía bien ensayada, mientras se apoyaba en el umbral de la puerta. Compartir piso con una hermana que andaba siempre jugando a las casitas con su novio de turno casi era como tener el piso para ella sola; lo que estaba muy bien. En ese preciso instante podía notar cómo la llamaba su cama, vacía pero cálida, qué cálida, tentándola con su aspecto mullido a volver a meterse en ella. Todavía se veía el hueco de la almohada donde antes había tenido hundida la cabeza.

—Y eso he hecho. Pero tengo una reunión dentro de media hora y he tenido que venir para recoger unos dibujos que me dejé aquí. —Sabrina cesó todo movimiento durante una milésima de segundo y puso cara de pocos amigos—. ¿Crees que podrías echarme una mano?

—Mmm…, no —respondió Aimee con voz soñolienta—. Yo soy de Económicas, ¿no te acuerdas? Lo mío es evitar el desastre planetario, no meterme a solucionar problemas individuales.

—¡Aimee! Si no consigo ese trabajo, no voy a poder pagar mi parte del alquiler. —Sabrina permaneció inmóvil, sabiendo que el dinero (o la falta de él) siempre hacía que su hermana reaccionara.

—¿Quieres que te dé unos consejos sobre organización, hermanita?

—No, no necesito que me digas cómo tengo que vivir, Aimee. Necesito que me eches una mano ahora, aquí, medio minuto, para encontrar mi tabla de diseños.

—Vale.

—¿La has visto?

—Sí. Anoche te dejé un mensaje diciéndote que había sido abandonada encima del sofá del salón y que iba a tirarla.

—¿Cómo? No he tenido tiempo de llamar a mi buzón de voz —chilló Sabrina—. ¡No me puedo creer que hayas tirado a la basura mi presentación!

Un día, hacía mucho tiempo, en la época nebulosa que siguió al fallecimiento de su padre y que precedió al estreno del programa de televisión de su madre, Aimee se enfureció tanto con que la mitad de Sabrina del dormitorio estuviese siempre hecha un desastre, que había tirado por la trituradora de basura el trabajo de historia europea de su hermana y lo había hecho picadillo. Adiós, Isabel la Católica. Como consecuencia, había recibido algún tipo de castigo; se había quedado sin salir de casa, o sin ver la tele una semana; nada que hiciese que el acto de destrucción no hubiese merecido la pena, por descontado.

Aimee se preguntó tiempo después cómo era posible que a su madre no se le hubiese ocurrido castigarla con algo que le hubiese dolido de verdad. Revolverle su ordenada mitad de cuarto o prohibirle comer sus verduras por orden alfabético. Algo que hubiese tenido impacto.

En cualquier caso, el destrozo del trabajo de historia de Sabrina constituía uno de aquellos sucesos que pasan a formar parte inmediatamente de las anécdotas fundamentales de toda familia. El tipo de anécdota que se alimentaba de las frecuentes ocasiones en que se narraba, agrandándose con el tiempo, colocando a Aimee en el papel de la que se quedaba más fresca que una lechuga después del arrebato y a Sabrina en el de… ¿qué? ¿El tomate fácilmente espachurrado? ¿Algo que había que tratar con una delicadeza y una atención especiales? Un melocotón.

Sí, eso era Sabrina. Un melocotón.

Ahora Aimee observaba a su hermana con indiferencia, pero por dentro estaba frotándose las manos. Da igual lo mayor que se sea: siempre habrá algo maravillosamente divertido en el acto de chinchar a un hermano o hermana. Cierta inexplicable sensación de poder. Potenciada, sin lugar a dudas, cuando el padre o la madre andan cerca, pero satisfactoria igualmente aunque no sea así.

—Deberías cuidar mejor de tus pertenencias —sentenció Aimee con voz pastosa, y dio media vuelta para regresar a su cuarto, mientras Sabrina estallaba como una olla a presión.

—¡Oh, ve a dar tus consejos a quien quiera oírlos! —chilló, y siguió a su hermana a su cuarto para proseguir con la discusión.

Aimee lanzó un suspiro de exasperación y señaló su armario. Sabrina se volvió; allí, apoyada en la puerta abierta, estaba su cartera negra de microfibra. Aimee hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y, rápidamente, su hermana cogió la cartera por las asas y salió de la habitación, para terminar concentrando todas sus fuerzas en cerrar la puerta del apartamento con un sonoro portazo. Cosa casi imposible, teniendo en cuenta que la puerta estaba equipada con un cilindro hidráulico. Pero Aimee le concedió mentalmente varios puntos por su esfuerzo.

Esperó a que la puerta se hubiese cerrado del todo, echó la llave y fue a mirarse en el espejo del cuarto de baño.

—Eres un cardo de hermana mayor, ¿lo sabías? —se dijo a sí misma. Su imagen reflejada le sacó la lengua a modo de respuesta.

Había sido un milagro conseguir taxi y Sabrina era consciente de ello. En cuanto caían tres gotas de lluvia o unos copos de nieve, los neoyorquinos se lanzaban a por el taxi amarillo más próximo, regodeándose al mirar desde el otro lado de la ventanilla del coche a los memos que se seguían a la intemperie. Y la breve nevada de esa mañana había convertido las calles en un auténtico desierto de taxis. Pero Sabrina tuvo suerte y un usuario de taxi se bajó en su esquina habitual. Muchos neoyorquinos se trabajaban las esquinas, y día tras día eran fieles al lugar que ellos —basándose principalmente en el instinto y en la experiencia— creían daba mejor resultado a la hora de conseguir un taxi. Y si Sabrina tenía alguna norma en su vida, ésta era evitar a toda costa el transporte público. («No creo en los túneles subterráneos», le había explicado a Aimee unas mil veces.) Las mañanas que amanecía en el apartamento del barrio de Tudor City que compartía con su hermana, recorría tres manzanas y cruzaba la calle para colocarse en su esquina de la suerte. Si se encontraba en el piso de Billy, en el Upper East Side, iba al cruce de la Noventa y seis con la Segunda Avenida. El año anterior, cuando salía con Troy, se acercaba dando un paseo desde su edificio sin ascensor de la zona de NoLita a la esquina de Mercer con Houston para intentar parar un taxi. Ese sitio, cerca de casa de Troy, era uno de los buenos.

Ir en taxi era una de las razones por las que compartía apartamento con Aimee en lugar de alquilar un estudio para ella sola: Sabrina necesitaba tener dinero para taxis. Después de todo, durante los primeros años tras terminar la carrera, cuando estuvo trabajando en prácticas o como ayudante, casi no le había llegado ni para el abono del metro. Pero después, cuando consiguió firmar ella sola un par de encargos de diseño de interiores y saboreó lo agradable que podía ser que te llevasen en taxi de acá para allá, ya no hubo vuelta atrás. Su objetivo, no inconfesado, era que su trabajo le diese lo suficiente para poder tener algún día su propio coche con conductor. Un objetivo ambicioso, sin duda, pero que bien merecía las horas de trabajo que le estaba dedicando. Su novio de hacía cuatro meses, Billy, había estado quejándose precisamente de cuánto trabajaba. Sabrina podía imaginar a la perfección la reacción de Aimee.

«¿Cómo dices? —se mofaría su hermana—. ¿Que alguien cree que trabajas demasiado?» Y se echaría a reír con su típico aire de superioridad.

¿Siempre había sido así? Ella tenía el recuerdo —más una sensación en las entrañas que otra cosa— de días más felices. Y desde luego su madre, Gus, insistía en que hubo un tiempo en que las dos eran inseparables. Pero, en general, Sabrina sólo podía recordar peleas y tirones de pelo y una hermana que la ignoraba en el colé. Aunque había tenido un abundante grupo de amistades, en aquel entonces le había fastidiado (y todavía le fastidiaba) que a Aimee pareciese resultarle una lata estar cerca de ella cuando había gente delante. Cualquier bobada podía hacer que se pusiese hecha un basilisco, como cuando Aimee le había destruido su trabajo de historia con la trituradora de basura. La reina Isabel de España se fue por la mañana. Eso es lo que Aimee había dicho: la reina Isabel de España se fue por la mañana.

Y tampoco es que su madre hubiera hecho nada al respecto. Sólo trató de apaciguar la situación, como hacía siempre. Para Gus, era muy importante que las cosas se hicieran exactamente como ella quería. Esperaba mucho de sus hijas.

Sabrina abrió la cremallera de su cartera; se tranquilizó, lo llevaba todo. Por un momento, temió que Aimee hubiese tirado a la basura su trabajo, o que se hubiese desecho de él con ayuda de la licuadora o del horno. Palpó el contenido con los dedos, separó la portada unos centímetros. Todo estaba en su sitio. Y unos cuantos lápices de más, en un bolsillo que el día anterior había estado vacío y… ¿qué era eso? Una chocolatina y una bolsita de gusanitos.

De Aimee, claro.

De Aimee.

El secreto de unos huevos revueltos deliciosos está en prepararlos en una cazuela con mantequilla hirviendo y en removerlos constantemente con una cuchara de madera. Mantener el fuego medio-bajo. Resistir la tentación de subir el gas y cocer los dichosos huevos en dos segundos. Sólo la paciencia hará que los huevos se liguen suavemente y queden esponjosos y muy, muy ligeros, pensaba Aimee para sí mientras dibujaba pequeños ochos con la líquida mezcla, con cuidado de no derramársela en la ropa de trabajo. Junto al fogón aguardaba ya su plato, con una pequeña dosis de kétchup, y un tenedor sobre una servilleta doblada. Además de una rebanada de pan en la tostadora de acero inoxidable.

—Remover, remover, remover —dijo en voz alta, repitiendo lo que su madre siempre decía cuando insistía en que Aimee echase una mano con el desayuno—. Remover…

—… y no lo lamentarás —exclamó Gus alegremente.

Aimee se dio media vuelta y a punto estuvo de hacer que la cacerola cayese al suelo desde el fogón.

—¿Mamá?

Silencio.

Oh, curioso cómo puede acecharte el instante de locura. Una cosa era repetir frasecitas y otra muy distinta oír realmente la voz de su madre fuera de su cabeza, como le había pasado ahora. En cualquier caso, ¿cuál es el procedimiento que suele seguirse cuando se vuelve uno majara? ¿Se llama a la oficina para decir que estás enfermo? ¿Vas a un hospital para que te ingresen? Aimee aguardó un instante antes de seguir removiendo los huevos, convencida de que sólo había sido uno de esos momentos en que los sonidos ambientales se combinan de tal manera que parece que oyes algo que te resulta familiar. Una casualidad.

Entonces lo oyó de nuevo. Oyó la voz de su madre, hablando lenta y claramente. Oh, santo Dios, ¿su madre había muerto durante la noche? ¿Venía a saludarle en forma de espectro? Lo había visto una vez en una película, aunque el padre en cuestión estaba intentando transmitir un importante secreto que salvaría a la familia de una maldición.

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