Authors: Fredric Brown
Cuando volvió, Joad le dijo:
—Y ahora que me he asociado con Ernie, vamos a extender la organización a todas las ciudades del mundo en las que exista un bajo mundo que valga la pena. Adiestraremos personal escogido; ya me he fijado en dos de sus hombres y puede ser que pronto me los lleve conmigo. Vamos a seleccionar nuestros apóstoles —más o menos una docena— muy cuidadosamente. Tienen que poseer las cualidades necesarias para ese trabajo.
—Pero, Joad —protestó Rand—, ¿qué me dice de todos los crímenes que van a quedar sin castigo; de los criminales que escaparán a la justicia?
Bela Joad bebió el resto de su taza de café y se levantó.
—¿Y qué importa más —dijo—, castigar criminales o terminar con el crimen? O si quiere mirarlo desde un punto de vista moral, ¿debe castigarse a un hombre por un crimen que no recuerda haber cometido, cuando ya no es un criminal?
Dyer Rand suspiró.
—Creo que tiene razón. Yo mantendré mi promesa.
Supongo que ya no le veré más.
—Probablemente, no, Dyer. Y voy a adelantarme a lo que va a decir. Sí, brindaremos juntos en despedida. Una copa de licor, sin el café.
Dyer Rand trajo dos vasos.
—¿Bebamos por Ernst Chappel? —dijo.
Bela Joad sonrió.
—Lo incluiremos en el brindis, Dyer —dijo—. Pero vamos a beber por todos los hombres que trabajan para terminar su obra. Los médicos trabajan por el día en que la raza será tan fuerte que no serán necesarios médicos; los abogados trabajan por el día en que los pleitos no serán necesarios. Y los policías, criminólogos y detectives trabajan por el día en que ya no serán necesarios, porque el crimen no existirá.
Dyer Rand asintió seriamente Y levantó su copa.
Luego bebieron.
(Pi in the Sky)
Roger Jerome Phlutter, en defensa de cuyo absurdo nombre sólo puedo alegar que es genuino, era un industrioso oficinista del Observatorio Cole.
Era un joven sin ningún talento especial, aunque realizara asidua y eficientemente sus tareas cotidianas, estudiara cálculo en su casa durante una hora todas las noches, y confiara en convertirse algún día en el astrónomo más importante de un importante observatorio.
No obstante, nuestra narración de los sucesos acaecidos a últimos de marzo del año 1987 debe comenzar con Roger Phlutter por la sencilla razón de que fue él, entre todos los hombres de la Tierra, el que primero observó la aberración estelar.
Conozcamos a Roger Phlutter.
Alto, bastante pálido por estar demasiado tiempo encerrado, gafas con montura de concha y gruesos cristales, cabello negro muy corto como estaba de moda en aquella época, ni bien ni mal vestido, empedernido fumador de cigarrillos...
A las cinco menos cuarto de esa tarde, Roger estaba ocupado en dos operaciones simultáneas. Una de ellas consistía en examinar, por medio del microscopio intermitente, una placa fotográfica de una sección de Géminis tomada a última hora de la noche anterior. La otra era considerar si con los tres dólares sobrantes del sueldo de la semana anterior, se atrevería a telefonear a Elsie y pedirle que saliera con él.
Indudablemente, todos los jóvenes normales, en un momento u otro, han compartido con Roger Phlutter su segunda ocupación, pero no todo el mundo ha manejado o entiende el funcionamiento de un microscopio intermitente. De modo que alcemos nuestros ojos de Elsie a Géminis.
Un microscopio intermitente proporciona espacio para dos placas fotográficas de la misma sección del cielo, tomadas en momentos diferentes. Estas placas se yuxtaponen cuidadosamente y el observador puede enfocar alternativamente la visión, a través del ocular, sobre una o sobre la otra, gracias a un obturador. Si las placas son idénticas, el funcionamiento del obturador no revela nada; pero si uno de los puntos de la segunda placa difiere de la posición que ocupaba en la primera, llama la atención haciendo el efecto de saltar de un lado a otro mientras se manipula el obturador.
Roger manipuló el obturador, y uno de los puntos saltó. Roger también lo hizo. Volvió a probarlo, olvidándose de Elsie por el momento —igual que nosotros—, y el punto volvió a saltar. Saltaban un arco de casi una décima de segundo.
Roger se incorporó y se rascó la cabeza. Encendió un cigarrillo, lo apoyó en el cenicero y miró nuevamente a través del microscopio. El punto volvió a saltar, cuando usó el obturador.
Harry Wesson, que trabajaba en el turno de noche, acababa de entrar en la oficina y se disponía a colgar el abrigo.
—¡Oye, Harry! —llamó Roger—. A este condenado microscopio le pasa algo.
—¿Sí? —repuso Harry.
—Sí. Pólux se ha movido una décima de segundo.
—¿Sí? —dijo Harry—. Bueno, ya es un paralaje normal. Treinta y dos años luz..., el paralaje de Pólux es de un punto. Algo más de una décima de segundo, de modo que si la placa comparativa fue tomada unos seis meses atrás, cuando la Tierra estaba al otro lado de su órbita, es lo correcto.
—Pero, Harry, la placa comparativa fue tomada anteanoche. Hay una diferencia de veinticuatro horas entre las dos.
—¡Estás loco!
—Compruébalo tú mismo.
Aún no eran las cinco en punto, pero Harry Wesson pasó magnánimamente por alto ese detalle y tomó asiento frente al microscopio. Manipuló el obturador, y Pólux saltó.
Era evidente que se trataba de Pólux, pues era el punto más brillante de la placa. Pólux es una estrella de magnitud 1.2, una de las veinte más brillantes que hay en el cielo y la más brillante de Géminis. Además, ninguna de las mortecinas estrellas que la rodeaban se había movido en absoluto.
—Hummm —dijo Harry Wesson. Frunció el ceño y volvió a mirar—. Una de estas placas tiene la fecha equivocada, eso es todo. Voy a comprobarlo enseguida.
—La fecha de estas placas no está equivocada —repuso obstinadamente Roger—. Yo mismo la escribí.
—Otro punto a mi favor —le dijo Harry—. Vete a casa. Son las cinco. Si Pólux se ha movido una décima de segundo durante la noche pasada, ya me encargaré de volver a ponerlo en su lugar.
Así que Roger se marchó.
Se sentía inquieto, a pesar de que no había ninguna razón para ello. No habría podido decir qué le preocupaba, pero algo lo hacía. Decidió regresar a su casa andando en vez de coger el autobús.
Pólux era una estrella fija. No podía haberse movido una décima de segundo en veinticuatro horas.
»Veamos..., treinta y dos años luz —se dijo Roger—. Una décima de segundo. Esto significa un movimiento varias veces más rápido que la velocidad de la luz. ¡Es una verdadera tontería!
¿Acaso no lo era?
No tenía ganas de quedarse a estudiar o leer aquella noche. ¿Eran tres dólares una cantidad suficiente para invitar a Elsie?
Las luces de una casa de empeños centelleaban frente a él, y Roger sucumbió a la tentación. Empeñó el reloj, y después telefoneó a Elsie. ¿Le apetecía ir a cenar y ver un espectáculo?
—Sí, claro que sí, Roger.
De modo que, hasta que la acompañó a su casa a la una y media, consiguió olvidarse de la astronomía. No tenía nada de extraño. Lo raro habría sido que consiguiera acordarse.
Pero la anterior sensación de inquietud volvió a adueñarse de él en cuanto la hubo dejado. Al principio, no recordó a qué se debía. Lo único que sabía era que aún no tenía ganas de volver a casa.
El bar de la esquina todavía estaba abierto, y entró a tomar una copa. Tomaba la segunda cuando se acordó. Pidió una tercera.
—Hank —dijo al camarero—, ¿sabes lo que es Pólux?
—¿De qué Pólux hablas? —preguntó Hank.
—No importa —replicó Roger.
Tomó otra copa y reflexionó sobre la cuestión. Sí, se había equivocado en alguna cosa. Pólux no podía haberse movido.
Salió a la calle y se encaminó hacia su casa. Casi había llegado cuando se le ocurrió alzar la vista hacia Pólux. No es que a simple vista esperase detectar un desplazamiento de una décima de segundo pero tenía curiosidad.
Alzó los ojos, orientándose por la hoz de Leo, y encontró Géminis. Cástor y Pólux eran las únicas estrellas visibles de Géminis, pues aquella noche no resultaba particularmente idónea para observar el firmamento. Desde luego, estaban allí, pero le pareció que estaban un poco más separadas de lo normal. Absurdo, porque eso significaría una cuestión de grados, no de minutos o de segundos.
Las contempló durante un rato, y después desvió la mirada hacia la Osa Mayor. Entonces dejó de andar y permaneció inmóvil. Cerró los ojos y volvió a abrirlos, lentamente.
La Osa Mayor no tenía el aspecto habitual. Estaba distorsionada. Parecía haber más espacio entre Alioth y Mizar, en el mango, que entre Mizar y Alkaid. Phegda y Merak, en el punto más bajo de la Osa Mayor, estaban más juntas, haciendo el ángulo entre la parte inferior y el borde un poco más agudo. Sólo un poco más agudo.
Escépticamente, trazó una línea imaginaria desde los Guardas, Merak y Dubhe, hasta la Estrella Polar. La línea describía una curva. Si la hubiera hecho recta, se habría apartado unos cinco grados de la estrella polar.
Respirando entrecortadamente, Roger se quitó las gafas y las limpió con el pañuelo. Volvió a ponérselas y comprobó que la Osa Mayor seguía estando curvada.
Lo mismo ocurría con Leo, cuando miró nuevamente hacia ella. De todos modos, Régulo se había desplazado uno o dos grados del lugar donde debía estar.
¡Uno o dos grados! ¡A la distancia de Régulo! ¿Eran sesenta y cinco años luz? Algo así.
Después, a tiempo para no volverse loco, Roger se acordó de que había estado bebiendo. Regresó a su casa sin atreverse a mirar nuevamente al cielo. Se acostó, pero no pudo dormir.
No se sentía borracho. Se fue excitando poco a poco, despabilándose por completo.
Se preguntó si se atrevería a telefonear al observatorio. ¿Le notarían voz de borracho? Finalmente decidió que no le importaba que lo notaran o no. En pijama, descolgó el teléfono.
—Lo siento —dijo la telefonista.
—¿A qué se refiere con eso de que lo siente?
—No puedo darle ese número —contestó la telefonista, con voz meliflua. Y después—: Lo siento. No tenemos esa información.
Consiguió hablar con la directora del servicio y obtener cierta información. Los astrónomos aficionados habían hecho tantas llamadas al Observatorio Cole que fue necesario pedir a la compañía telefónica la suspensión de todas las llamadas que no fueran de larga distancia y procedieran de otros observatorios.
—Gracias —dijo Roger—. ¿Querrá conseguirme un taxi?
Era una solicitud poco habitual, pero la directora del servicio telefónico accedió y le consiguió un taxi.
Encontró el Observatorio Cole en un estado similar a un manicomio.
A la mañana siguiente, casi todos los periódicos publicaban la noticia. Casi todos ellos le dedicaban sesenta o noventa centímetros de una página interior, pero los hechos estaban allí.
Los hechos eran que cierto número de estrellas, en general las más brillantes, se habían movido perceptiblemente durante las pasadas cuarenta y ocho horas.
«Esto no implica —decía irónicamente el New York Spotlight— que sus movimientos hayan sido de ningún modo impropios en el pasado. Para un astrónomo, «movimiento propio» significa el movimiento de una estrella en el firmamento con relación a otras estrellas. Hasta la fecha, la estrella denominada de Barnard, perteneciente a la constelación Ofiuco, ha revelado el mayor movimiento propio de todas las estrellas conocidas, desplazándose una media de diez segundos y cuarto todos los años. La estrella de Barnard no se distingue a simple vista.»
Probablemente, ningún astrónomo de la Tierra pudo conciliar el sueño aquella noche.
Los observatorios cerraron sus puertas, con el personal completo en su interior, y no admitieron a nadie, excepto a algún que otro periodista, que se quedaba un rato y se iba con cara de estupefacción, convencido finalmente de que estaba sucediendo algo insólito.
Los microscopios intermitentes saltaban, de igual modo que los astrónomos. El café se consumía en cantidades prodigiosas. Se requirió la presencia de patrullas antidisturbios de la policía en seis observatorios de Estados Unidos. Dos de estas llamadas fueron ocasionadas por las tentativas que hicieron unos cuantos aficionados para forzar la puerta. Las otras cuatro respondieron a la necesidad de sofocar las violentas peleas ocasionadas por las discusiones en el interior de los mismos laboratorios. El local del Observatorio Lick era un matadero, y James Truwell, astrónomo real de Inglaterra, fue ingresado en el Hospital de Londres con una contusión benigna, resultado del golpe que, con una pesada placa fotográfica, le dio en la cabeza un airado subordinado.
Pero estos incidentes constituyeron las excepciones. En general, los observatorios eran manicomios donde reinaba un cierto orden.
El centro de atención en los observatorios más emprendedores era el altavoz por medio del cual se transmitían los informes del hemisferio oriental a todos los que allí trabajaban. Prácticamente todos los observatorios estaban en comunicación directa con el lado nocturno de la Tierra, donde el fenómeno continuaba siendo objeto de un detallado escrutinio.
Los astrónomos de Singapur, Shanghai y Sidney comunicaban directamente sus observaciones al resto del mundo por una red de circuitos telefónicos de larga distancia.
Particularmente interesantes fueron los informes recibidos desde Sidney y Melbourne, donde se estudiaban las zonas meridionales del cielo que en Europa y Estados Unidos no eran visibles ni siquiera de noche. Según estos informes, la Cruz del Sur había dejado de ser una cruz, después de que Alfa y Beta se desplazaran hacia el norte. Alfa y Beta Centauri, Canopus y Aquernar mostraban un notable movimiento propio, todos ellos, generalmente hablando, en dirección al norte. El Triángulo Austral y las Nubes Magallánicas no experimentaron cambio alguno. Sigma Octanis, la mortecina estrella polar, no se había movido.
Así pues, las alteraciones en el cielo austral eran mucho menos importantes que en el septentrional, en vista del número de estrellas desplazadas. Sin embargo, el movimiento propio relativo de las estrellas afectadas era mayor. Mientras que la dirección general de movimiento de las pocas estrellas que se habían desplazado apuntaba hacia el norte, su ruta no se dirigía exactamente al norte, ni convergían en ningún punto exacto del espacio.