Authors: Fredric Brown
Una ambulancia llevó al magnate al hospital más próximo, pero cuando ingresó ya estaba muerto, a causa de una apoplejía.
Pero mal escrito o no, las estrellas eternas conservaron la posición de esa noche. El aberrante movimiento había cesado y las estrellas volvían a ser fijas. Fijas para deletrear:
USE JABÓN SNIVELEY.
Entre las numerosas explicaciones facilitadas por todos los científicos que poseían algunos conocimientos físicos y astronómicos, ninguno fue más lúcido —o aproximado a la verdad— que el formulado por Wendell Mehan, presidente jubilado de la Sociedad Astronómica de Nueva York.
—Evidentemente, el fenómeno es un truco de refracción —dijo el doctor Mehan—. Ninguna fuerza inventada por el hombre puede mover una estrella. Por lo tanto, las estrellas siguen ocupando su antiguo lugar en el firmamento.
»Yo creo que Sniveley debió de inventar un método para refractar la luz de las estrellas, dentro o justo encima de la capa atmosférica de la Tierra, de modo que pareciera que habían cambiado de posición. Probablemente, lo logró por medio de ondas radioeléctricas u otras ondas similares, procedentes de un aparato de frecuencia fija o, posiblemente, una serie de cuatrocientos sesenta y ocho aparatos que colocó en algún lugar de la superficie de la Tierra. Aunque no sabemos con exactitud cómo lo hizo, no sería imposible que los rayos luminosos hubieran sido desviados por un campo de ondas, tal como puede hacerse con un prisma o una fuerza gravitacional.
»Como Sniveley no era un gran científico, me imagino que este descubrimiento fue más empírico que teórico, un hallazgo accidental. Es muy posible que ni siquiera el descubrimiento de su proyector permita a los científicos la total comprensión de su secreto, del mismo modo que un salvaje aborigen no podría comprender el funcionamiento de un sencillo radiorreceptor por el solo hecho de desmontar uno.
»La razón en que me baso para hacer estas afirmaciones es el hecho evidente de que la refracción es un fenómeno cuatridimensional pues, de lo contrario, su efecto quedaría localizado a una parte del globo... Había más, pero es mejor saltarnos el resto hasta el último párrafo:
—Es imposible que dicho efecto sea permanente..., es decir, más permanente que el proyector de ondas que lo causa. Antes o después, encontraremos e inutilizaremos la máquina de Sniveley, a no ser que ella misma se estropee o desgaste. Indudablemente, contendrá lámparas de vacío, que algún día explotarán, igual que las lámparas de nuestras radios...
La exactitud del análisis realizado por el doctor Mehan quedó demostrada dos meses y ocho días después, cuando la Compañía de Electricidad de Boston cortó el suministro de luz, por impago de las facturas, a una casa situada en el 901 de la calle West Rogers, a diez manzanas de la mansión de Sniveley. En el instante del corte de energía, excitados informes de la parte nocturna de la Tierra comunicaron que las estrellas habían vuelto instantáneamente a su posición habitual.
Las pertinentes investigaciones dieron como resultado que la descripción de un tal Elmer Smith, que había comprado esa casa seis meses atrás, correspondía con la descripción de Rutherford R. Sniveley, y que indudablemente Elmer Smith y Rutherford R. Sniveley eran la misma persona.
En el desván se encontró una complicada red de cuatrocientas sesenta y ocho antenas de tipo radioeléctrico, cada una de las cuales tenía una longitud diferente y apuntaba en una dirección distinta. La máquina a la que estaban conectadas no era más grande que el proyector de un radioaficionado, ni necesitaba mucha más corriente, de acuerdo con el informe de la compañía de electricidad.
Por orden especial del presidente de los Estados Unidos, el proyector fue destruido sin un previo examen de su contenido. Surgieron en todas partes clamorosas protestas contra esta orden ejecutiva tan arbitraria. Pero como el proyector ya había sido desmenuzado, las protestas fueron inútiles.
En conjunto, las repercusiones graves fueron asombrosamente escasas.
A partir de entonces, todo el mundo apreció más las estrellas, pero confiaron menos en ellas.
Roger Phlutter salió de la cárcel y se casó con Elsie. El doctor Milton Hale descubrió que le gustaba Seattle, y se quedó allí. A tres mil kilómetros de su hermana Agatha, se dio cuenta por primera vez de que podía desafiarla abiertamente. Disfruta mucho más de la vida, pero se teme que escriba menos libros.
Aún queda un hecho que resulta penoso considerar, ya que implica una profunda reflexión sobre la inteligencia básica de la raza humana. Sin embargo, está claro que la orden ejecutiva del presidente estuvo justificada, a pesar de las protestas de los científicos.
Ese hecho es tan humillante como esclarecedor ¡Durante los dos meses y ocho días que la máquina de Sniveley estuvo en funcionamiento, las ventas del Jabón Sniveley se incrementaron en un 915%!
(Knock)
Hay un delicioso cuento de horror que sólo consta de dos frases:
El último hombre sobre la Tierra estaba solo en una habitación. Sonó una llamada a la puerta...
Dos frases y una elipsis de tres puntos suspensivos. El horror, naturalmente, no está en la misma historia; está en la elipsis, en la implicación: qué llamó a la puerta. Enfrentada con lo desconocido, la mente humana proporciona algo vagamente horrible.
Pero no fue horrible, en realidad.
El último hombre sobre la Tierra —o en el universo, es igual— estaba sentado solo en una habitación. Era una habitación bastante peculiar. Se había dedicado a averiguar la razón de esta peculiaridad. Su conclusión no le horrorizó, pero le molestó.
Walter Phelan, que había sido profesor adjunto de antropología en la Universidad Nathan hasta el momento en que, hacía dos días, la Universidad Nathan dejó de existir, no era hombre que se horrorizara fácilmente. Ni con un gran esfuerzo de imaginación se habría podido calificar a Phelan de figura heroica. Era de escasa estatura y carácter apacible. No se hacía mirar, y él lo sabía.
No es que ahora le preocupara su aspecto. Ahora mismo, en realidad, era incapaz de sentir gran cosa. De una forma abstracta, sabía que dos días antes, en el espacio de una hora, la raza humana había sido destruida, a excepción de él y, en algún lugar... una mujer. Y éste era un hecho que no preocupaba en modo alguno a Walter Phelan. Probablemente jamás la había visto y no le preocupaba demasiado que jamás llegara a verla.
Las mujeres no habían constituido un factor importante en la vida de Walter desde que Martha falleció un año y medio antes. No es que Martha hubiera sido una buena esposa... Era excesivamente dominante. Sí, había amado a Martha, de una forma profunda y tranquila. Ahora sólo tenía cuarenta años, y treinta y ocho cuando Martha falleció, pero la verdad es que desde entonces no había vuelto a pensar en las mujeres. Su vida fueron sus libros, los que había leído y los que había escrito. Ahora ya no tenía objeto seguir escribiendo libros, pero disponía del resto de su vida para leerlos.
Realmente, tener compañía habría sido agradable, pero se las arreglaría sin ella. Quizá al cabo de un tiempo llegara a disfrutar la compañía de algún zan, aunque no le parecía probable. Sus pensamientos eran tan extraños y distintos de los suyos, que la posibilidad de encontrar un tema de conversación interesante para ambos resultaba muy improbable. Eran inteligentes en cierto aspecto, pero también lo eran las hormigas. Ningún hombre ha logrado comunicarse jamás con una hormiga. Sin saber por qué, pensaba en los zan como si fueran hormigas, unas súper hormigas, aunque no se parecieran a ellas, y tenía el presentimiento de que los zan consideraban a la raza humana tal como la raza humana consideraba a las hormigas vulgares. Lo que habían hecho con la Tierra era lo que los hombres hacían con los hormigueros, aunque lo hubieran hecho de un modo más eficiente.
Pero le habían dado gran cantidad de libros. Fueron muy amables en eso, en cuanto él les dijo lo que quería. Y se lo dijo en el mismo momento de comprender que estaba destinado a pasar el resto de su vida en aquella habitación. El resto de su vida, o lo que los zan habían expresado con las palabras, pa-ra-siem-pre.
Incluso una mente brillante, y los zan tenían una mente brillante, tenía sus peculiaridades. Los zan habían aprendido a hablar el idioma de la Tierra en cuestión de horas, pero se empeñaban en separar las sílabas. Sin embargo, estamos divagando.
Sonó una llamada a la puerta.
Ahora ya está todo explicado, a excepción de los puntos suspensivos, la elipsis, y yo me encargaré de completarlos y demostrarles que no fue nada horrible.
Walter Phelan exclamó: «Adelante», y la puerta se abrió. Naturalmente, era un zan. Era exactamente igual que los demás zan; si había un medio de distinguirlos, Walter no lo había descubierto. Medía un metro y medio de altura y no se parecía a nada de lo que pudiera haber existido sobre la Tierra, es decir, nada que hubiera existido en la Tierra antes de que los zan aparecieran.
Walter dijo: «Hola, George.» Cuando se enteró de que ninguno de ellos poseía un nombre propio, decidió llamarlos a todos George, y a los zan no pareció importarles.
Este contestó: «Ho la, Wal ter.» Esto era el ritual, la llamada a la puerta y los saludos. Walter aguardó.
—Pun to uno —dijo el zan—. Ha rás el fa vor de sen tar te con la si lla de ca ra al o tro la do.
Walter repuso:
—Ya me lo imaginaba, George. Esa pared es transparente por el otro lado, ¿verdad?
—Es trans pa ren te.
Walter suspiró.
—Lo sabía. Esa pared es lisa y está vacía, no hay ningún mueble adosado a ella. Además, parece distinta de las otras paredes. Si insisto en sentarme de espaldas, ¿qué pasará? ¿Me mataréis? Casi lo desearía.
—Nos lle va ría mos tus li bros.
—Me has convencido, George. De acuerdo, me pondré de cara a la pared cuando lea. ¿Cuántos animales, aparte de mí, tenéis en este zoológico vuestro?
—Dos cien tos die ci séis.
Walter meneó la cabeza.
—No está completo, George. Incluso un zoológico de segunda fila puede superar al vuestro..., podría superarlo, quiero decir, si hubiera quedado algún zoológico de segunda fila. ¿Nos habéis escogido al azar?
—Mues tras al a zar, sí. To das las es pe cies ha brían si do de ma sia das. Un ma cho y u na hem bra de cien es pe cies.
—¿Con qué los alimentáis? Me refiero a los carnívoros.
—Fa bri ca mos co mi da sin té ti ca.
—Muy ingenioso. ¿Y la flora? También habéis reunido una buena colección, ¿verdad?
—La flo ra no ha si do daña da por las vi bracio nes. Si gue cre cien do.
—Me alegro por la flora. Así pues, no habéis sido tan duros con ella como con la fauna. Bueno, George, has empezado hablando del «punto uno». Deduzco que existe un punto dos. ¿Cuál es?
—Hay al go que no com pren de mos. Dos de los o tros a ni ma les duer men y no se des pier tan. Están fríos.
—Eso ocurre hasta en los zoológicos mejor organizados, George. Probablemente no les ocurra nada a excepción de que estén muertos.
—¿Muertos? Esto significa detenidos. Nada los ha detenido. Cada uno de ellos estaba solo.
Walter miró fijamente al zan.
—¿Quieres decir, George, que no sabes lo que significa la muerte natural?
—La muer te es cuan do se ma ta a un ser, cuándo se de tie ne su vi da.
Walter Phelan parpadeó.
—¿Cuántos años tienes, George? —preguntó.
—Die ci séis..., no com pren de rás el sen ti do de la palabra. Tu planeta ha girado unas siete mil ve ces en torno a tu sol. Aún soy jo ven.
Walter dejó escapar un silbido.
—Un niño de pecho —dijo. Reflexionó un momento—. Mira, George, tienes que saber ciertas cosas respecto al planeta donde ahora estás. Aquí hay un tipo que no existe en el lugar de donde tú vienes. Es un viejo con una barba, una guadaña y un reloj de arena. Tus vibraciones no le han matado.
—¿Qué es?
—Llámale La Parca, George. El Viejo de la Muerte. Nuestra gente y nuestros animales viven hasta que alguien, el Viejo de la Muerte, les arrebata la vida.
—¿Ha detenido a las dos criaturas? ¿De tendrá a más?
Walter abrió la boca para contestar, pero volvió a cerrarla. Algún indicio en la voz de George le indicó que vería un ceño de preocupación en su rostro, en el caso de que tuviera un rostro reconocible como tal.
—¿Qué te parece si me llevas a ver esos animales que no se despiertan? —preguntó Walter—. ¿Está contra las reglas?
—Ven —dijo el zan.
Esto ocurrió por la tarde del segundo día. Fue a la mañana siguiente cuando regresaron los zan, varios de ellos. Se llevaron los libros y los muebles de Walter Phelan. Después, se lo llevaron a él. Se encontró en una habitación mucho más grande, a unos cien metros de distancia de la anterior.
Se sentó y esperó lo que vendría a continuación. Cuando llamaron a la puerta, supo lo que ocurriría y se puso cortésmente en pie mientras decía:
—Adelante.
Un zan abrió la puerta y se apartó ligeramente. Una mujer entró.
Walter se inclinó.
—Walter Phelan —dijo—, en caso de que George no le haya informado de mi nombre. George intenta mostrarse educado, pero no conoce todas nuestras costumbres.
La mujer parecía tranquila; se alegró de constatarlo. Dijo:
—Yo me llamo Grace Evans, señor Phelan. ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué me han traído aquí?
Walter la examinó mientras hablaba. Era alta, tan alta como él, y bien proporcionada. Daba la impresión de tener unos treinta años escasos, casi la misma edad que Martha. Poseía la misma tranquila confianza en sí misma que siempre había admirado en Martha, a pesar de que contrastara con su propia informalidad. En realidad, pensó, se parecía bastante a Martha.
—Creo que ya puede imaginarse la razón por la que la han traído aquí —repuso—, pero retrocedamos un poco. ¿Sabe qué ha sucedido?
—¿Se refiere a que han... matado a todo el mundo?
—Sí. Siéntese, por favor. ¿Sabe cómo lo hicieron?
Ella se dejó caer en un cómodo sillón cercano.
—No —dijo—. No sé exactamente cómo. Creo que no importa demasiado, ¿verdad?
—No demasiado. Pero voy a explicarle toda la historia, todo lo que sé después de hacer hablar a uno de ellos y unir los cabos sueltos. No son muchos..., por lo menos, aquí no hay muchos. No sé si constituyen una raza muy numerosa en su lugar de origen, que no sé dónde está, aunque me imagino que debe de encontrarse fuera del sistema solar. ¿Ha visto la nave espacial en la que vinieron?