Authors: Fredric Brown
Su breve carrera fue verdaderamente —si me permiten seguir con mi símil celestial— meteórica. Y por una vez ese símil gastado e inexacto ha sido usado correctamente. Los meteoros no se elevan, como sabe cualquiera que haya estudiado meteorología, la cual no tiene nada que ver con los meteoros. Los meteoros caen, a veces con gran estruendo. Y eso es lo que le sucedió a Willie Ecks cuando se hubo elevado lo bastante.
Tres días antes, el peor enemigo de Ecks había desaparecido de entre el seno de sus amigos. Dos pistoleros de su banda esparcieron el rumor de que la policía lo había detenido, pero eso era evidentemente un intento de prepararse la coartada, ya que tenían la intención de vengarlo. El rumor fue desacreditado, cuando a la siguiente mañana, se supo que el cuerpo del gangster había sido hallado, con un peso en los pies, en el Lago Azul del Parque Washington.
Y al anochecer del mismo día se empezó a comentar en todos los clubs y en todas las tabernas, que la policía tenía pruebas de quién era el asesino —que había usado un arma atómica prohibida— y que planeaban la detención de Willie Ecks para interrogarlo. Estas cosas se saben rápidamente aunque no se quiera que los demás se enteren.
Fue en el segundo día que había pasado Willie Ecks escondido en un hotel barato en la calle North Clark, un hotel antiguo con ascensores y ventanas en las paredes, y donde sólo unos cuantos amigos fieles sabían que se había refugiado, que uno de esos fieles amigos llamó de cierta manera a la puerta y fue inmediatamente admitido.
El nombre del recién llegado era Mike Leary, y era un acérrimo amigo de Willie y enemigo del caballero que, según los periódicos, había sido hallado en el Lago Azul.
Sus primeras palabras fueron:
—Creo que estás en un lío, Willie.
—Sí —contestó Willie. No había usado depilatorio facial durante los dos últimos días y su cara estaba azul por la barba y aún más azulada por el miedo.
Mike le dijo:
—Hay una salida, Willie. Te va a costar diez de los grandes. ¿Puedes conseguirlos?
—Los tengo. ¿Cuál es la salida?
—Hay un hombre. Yo sé cómo encontrarlo. Nunca lo he usado, pero lo haría si me viera en un lío como el tuyo. El puede arreglar tu asunto, Willie.
—¿Cómo?
—Te enseñará cómo puedes engañar al detector de mentiras. Puedo conseguir que venga aquí y que arregle esta cuestión. Entonces puedes dejar que las policías te detengan para interrogarte, ¿comprendes? Tendrán que dejarte en libertad o si te llevan ante el juez, no conseguirán que te condenen.
—¿Y qué pasará si me preguntan, respecto... bien, no importa, sobre otras cosas que puedo haber hecho?
—Ese amigo lo arreglará todo. Por los cinco mil te pondrá en condiciones de que puedas enfrentarte con ese detector y de que no puedan acusarte de nada.
—Antes has dicho diez mil.
Mike Leary hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa.
—Yo también tengo que vivir, ¿no es así, Willie? Y me has dicho que tenías los diez grandes, de manera que debes estar dispuesto a pagarlos para salir de este atolladero.
Willie Ecks discutió con él, pero todo en vano. Tuvo que darle a Mike cinco billetes de mil dólares como pago por su intervención en el asunto. No es que ese dispendio le importase mucho, ya que los que pagó fueron billetes de mil dólares muy especializados. La tinta verde con que estaban impresos, se convertiría en violeta dentro de unos días. Ni siquiera en el año 1999 es posible hacer pasar un billete de mil dólares de color violeta, de modo que cuando los billetes cambiasen, Mike Leary también se pondría de color violeta, pero entonces ya sería demasiado tarde para que pudiese remediarlo.
Ya era bien entrada la noche, cuando llamaron a la puerta de la habitación que Willie Ecks ocupaba en aquel hotel Este; se levantó de donde estaba leyendo los periódicos de la tarde y apretó un botón que hizo que la puerta se volviese transparente desde el interior.
Estudió con atención al hombre de aspecto corriente que estaba en el exterior. No puso ninguna atención a los contornos faciales ni al desaliñado traje amarillo que llevaba. Se fijó bastante en los ojos, pero principalmente estudió la forma y colocación de las orejas y las comparó mentalmente con las orejas que había visto en las fotografías que había examinado concienzudamente.
Por fin Willie Ecks volvió a ponerse la pistola en el bolsillo y abrió la puerta.
—Entre —dijo.
El hombre del traje amarillo entró y Willie Ecks cerró la puerta con cuidado y luego dio la vuelta a la llave.
—Estoy muy contento de verle, Dr. Chappel.
Su voz tenía un tono de convicción y en realidad el hombre llamado Willie Ecks estaba satisfecho de su trabajo.
Ya eran las cuatro de la mañana cuando Bela Joad se encontró delante de la puerta del departamento de Dyer. Tuvo que esperarse, allí en el pasillo tenuemente iluminado, el tiempo que necesitó el jefe de Policía para levantarse de la cama y llegar hasta la puerta y luego poner en funcionamiento el tablero transparente por un lado y opaco por el otro y examinar a su visitante.
La cerradura magnética suspiró suavemente y la puerta se abrió. Los ojos de Rand estaban soñolientos y su cabello revuelto. Llevaba unas zapatillas de plástico y un pijama de neonylon arrugado.
Se hizo a un lado para permitir la entrada a Joad y éste pasó hasta el centro de la habitación y se quedó mirando a su alrededor con curiosidad. Era la primera vez que entraba en las habitaciones particulares de Rand. El departamento era como el de cualquier otro soltero de buena posición de aquella época. El mobiliario era sencillo y funcional, cada pared pintada en un tono pastel diferente, levemente fluorescente, emitía un agradable calor radiante, y la suave pero constante caricia de los rayos ultravioleta mantenía a las personas que podían permitirse aquella clase de instalación, saludablemente bronceadas. La alfombra tenía un dibujo de cuadros alternados, de color beige y gris, con piezas sueltas y cambiables, de modo que se compensara el uso en sus diferentes partes. Y el techo, desde luego, era un espejo de una sola pieza, que daba la sensación de altura y espacio.
Rand dijo:
—¿Buenas noticias, Joad?
—Sí, pero ésta es una entrevista no oficial, Dyer. Lo que voy a decirle tiene que quedar en secreto entre nosotros dos.
—¿Qué quiere decir?
—Aún parece dormido, Dyer —dijo Joad—. Tomemos una taza de café, ¿no? Lo despertará y yo lo necesito.
—Muy bien —dijo Rand. Entró en la pequeña cocina y apretó el botón que calentaba la cafetera automática.
—¿Lo quiere con coñac? —preguntó desde allí.
—Sí, muchas gracias.
En un minuto, Rand regresó con dos tazas de fragante y humeante café. Esperó con impaciencia hasta que estuvieron confortablemente sentados y hubieron tomado el primer sorbo de café, y entonces preguntó:
—¿Bien, Joad?
—Antes de empezar, quiero repetir que esta entrevista no es oficial, Dyer. Puedo darle la solución completa del caso, pero solamente lo haré en el bien entendido de que la olvidará cuando yo salga de aquí; que nunca se lo contará a otra persona y de que no tomará ninguna iniciativa a consecuencia de lo que yo le diga.
Dyer Rand se quedó mirando a su huésped incrédulamente.
—¡No puedo prometerle nada de esto! —dijo—. Soy el jefe de Policía, Joad. Tengo mis deberes para con mi puesto y el pueblo de Chicago.
—Por eso vine aquí, a su departamento, en vez de ir a su oficina. Ahora no está trabajando, Dyer. Esta es su casa y puede hablar como particular.
—Pero...
—¿Me lo promete?
—¡No!
—Entonces siento haberle despertado. —Bela Joad suspiró, dejó la taza y empezó a levantarse.
—¡Espere! No puede hacer eso. No puede irse ahora sin contarme nada.
—¿Que no puedo?
—Está bien, conforme. Prometeré. Supongo que debe tener buenas razones para pedir algo tan extraordinario, ¿no es así?
—Sí, tengo poderosas razones.
—Bien, entonces aceptaré su palabra de que esto debe de ser así.
Bela Joad sonrió.
—Bien —dijo—. Entonces voy a darle el informe de mi último caso. Porque éste es el último caso en el que trabajo, Dyer. De ahora en adelante me dedicaré a otra clase de trabajo.
Rand lo miró con sorpresa.
—¿Cómo?
—Voy a enseñar a los malhechores cómo engañar al detector de mentiras.
El jefe de Policía, Dyer Rand, dejó su taza lentamente y se puso en pie. Avanzó un paso hacia el hombre bajito, quien tenía la mitad de su peso y que seguía sentado en la silla de respaldo inclinado.
Bela Joad aún sonreía.
—No lo haga, Dyer —dijo—. Por dos razones. La primera es que no me tocará y yo podría herirle y no quiero. La segunda es que puedo explicárselo todo y es completamente honesto. Siéntese.
Dyer Rand se sentó.
Bela Joad dijo:
—Cuando me explicó que este caso era importante, ni usted mismo sabía hasta dónde llegaba su importancia. Y aún lo será más. Chicago es solamente el principio. Y de paso, gracias por los informes que le pedí. Son exactamente lo que esperaba.
—¿Los informes? Si todavía están en mi oficina de la jefatura.
—Estaban. Los he leído todos y después los he destruido. Las copias también. Olvídese de ellos. Y no preste demasiada atención a sus estadísticas. También las he leído.
Rand frunció el ceño.
—¿Y por qué debo olvidarlas?
—Porque confirman lo que Ernie Chappel me ha contado esta noche. ¿Sabe usted, Dyer, que el número de delitos importantes ha descendido mucho más en este último año que el porcentaje en que ha bajado el número de sus condenas obtenidas?
—Ya me he fijado en este detalle. ¿Quiere decir que existe una relación?
—Sin duda alguna. La mayoría de los delitos, un elevado porcentaje del total, son cometidos por delincuentes profesionales, reincidentes. Y, Dyer, esto aún va más lejos. De un total de varios miles de delitos cometidos al año, el noventa por ciento son cometidos por unos cuantos centenares de criminales profesionales. Y dígame, ¿se ha fijado en que el número de criminales profesionales en Chicago ha quedado reducido en un tercio en los dos últimos años? Pues lo ha hecho. Y ésta es la razón de que el número de delitos haya disminuido.
Bela Joad tomó otro sorbo de café y entonces se inclinó hacia delante.
—Gyp Girard, según sus informes, tiene ahora un puesto de refrescos en el West Side, y no ha cometido ningún delito durante todo el año pasado. Desde que consiguió vencer al detector de mentiras. —Siguió contando con los dedos— Joe Zatelli, que era uno de los tipos más duros en el North Side, ahora está llevando su restaurante decentemente. Carey Hutch, Wild Bill Wheeler. —La lista es muy larga—. Usted tiene los informes, y éstos no están completos porque hay muchos nombres que no están en la lista, gente que fue a ver a Ernst Chappel para que les enseñara cómo engañar al detector de mentiras y después de todo no fueron arrestados. Y nueve de cada diez de ellos —y quizá me quedo corto— no han cometido ningún delito desde entonces.
Dyer Rand dijo:
—Continúe, escucho.
—Mi primera investigación del caso Chappel me demostró que había desaparecido voluntariamente. Y ahora sé que Chappel es honrado y un gran hombre. Sabía que no estaba loco, porque era un psiquiatra al mismo tiempo que un criminólogo. Un psiquiatra tiene que estar cuerdo.
»De modo que comprendí que había desaparecido por alguna razón importante. Y cuando, hace nueve meses, me contó usted lo que estaba pasando en Chicago, empecé a sospechar que Chappel podía estar aquí realizando sus proyectos. ¿Empieza a comprender?
—Muy poco.
—Bien, espere. Lo entenderá cuando se forme una idea de cómo un experto psiquiatra puede ayudar a los criminales a engañar al detector.
—¿Puede hacerlo? Pero... yo...
—Exactamente. Por la forma más elemental de tratamiento hipnótico. Algo que cualquier buen psiquiatra podía hacer hace cincuenta años. Los clientes de Chappel, que desde luego, no saben quién es él ya que para ellos Chappel es un personaje misterioso del hampa, que les ayuda a escapar de la policía, le pagan bien y le dicen qué crímenes serán los que les puede preguntar la policía, si los arrestan. El les dice que incluyan en su relación todos los delitos que hayan cometido en su vida, de modo que la policía no puede cogerles por algún asunto pasado. Y entonces...
—Espere un poco —interrumpió Rand— ¿Cómo puede conseguir que se confíen hasta ese punto?
Joad hizo un gesto de impaciencia.
—Muy sencillo. No le confiesan un solo crimen, ni siquiera a él. El sólo les pide una lista que incluya todo lo que hayan hecho en su vida. Pueden añadir alguna mentira y él no puede saber qué delitos son los verdaderos. De manera que eso no importa.
»Entonces los somete a una ligera hipnosis y les asegura que no son delincuentes ni nunca lo han sido y que nunca han hecho nada de las cosas escritas en la lista que les vuelve a leer. Y eso es todo.
»De modo que cuando les pone enfrente del detector y se les pregunta si es que han hecho esto o aquello, ellos pueden contestar que no y estar convencidos de ello. Por eso el aparato no puede indicar que mientan. Por esa razón Joe Zatelli no se inmutó cuando vio a Martin Blue entrar en aquella habitación. No recordaba que Blue estuviese muerto, excepto por lo que había leído en los periódicos.
Rand se inclinó.
—¿Dónde está Ernst Chappel?
—No se le debe molestar, Dyer.
—¿Que no se le debe molestar? ¡Es el hombre más peligroso que existe!
—¿Para quién?
—¿Cómo que para quién? ¿Está loco, Joad?
—No estoy loco. Es el hombre más peligroso que existe, pero sólo para los criminales. Fíjese, Dyer. Cuando un delincuente empieza a ponerse nervioso porque la policía lo va a detener, envía a buscar a Ernie o lo va a ver. Y Ernie lo limpia de todos sus pecados y además le convence de que no es un criminal.
»De modo que en nueve de cada diez casos, el individuo en cuestión deja de ser criminal. Dentro de diez o veinte años Chicago no va a tener hampa. El crimen organizado por los criminales profesionales no existirá. Siempre existirán los aficionados, pero comparativamente éstos no tienen importancia. ¿Qué le parece si tomamos un poco más de café?
Dyer Rand se dirigió a la cocina y lo sirvió. Ahora estaba completamente despierto, pero andaba como un sonámbulo.