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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (9 page)

BOOK: Amo del espacio
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—Saldremos a campo abierto, y disfrutaremos.. —rugían sus voces.

Después se supo, aunque quizá no fuera cierto que el doctor Hale, nada más llegar a Hartford sacó la cabeza por la ventanilla y preguntó a una joven que esperaba el último autobús si quería ir a Boston. Sin embargo, al parecer no fue así, ya que cuando el taxi se detuvo frente al 614 de la calle Fremont, Boston, a las cinco de la madrugada, sólo el doctor Hale y el chofer se encontraban en el taxi.

El doctor Hale se apeó y observó la casa. Era la mansión de un millonario, y estaba rodeada por una verja de hierro que remataban unas afiladas púas. La puerta estaba cerrada y no se veía ningún timbre.

Pero la casa se hallaba a un tiro de piedra de la acera, y el doctor Hale no era persona que se desanimara fácilmente. Tiró una piedra. Después, otra. Finalmente, consiguió destrozar el cristal de una ventana.

Tras un breve intervalo, un hombre apareció en la ventana. El doctor Hale supuso que sería el mayordomo.

—Soy el doctor Milton Hale —gritó—. Quiero ver a Rutherford R. Sniveley, inmediatamente. Es importante.

—El señor Sniveley no está en casa, señor —repuso el mayordomo—. Y respecto a esta ventana...

—Al diablo con la ventana —replicó a gritos el doctor Hale—. ¿Dónde está Sniveley?

—Se ha ido a pescar.

—¿Adónde?

—Tengo órdenes de no dar esa información.

Es posible que el doctor Hale estuviera un poco borracho.

—Me la dará, de todos modos —rugió—. Por orden del presidente de Estados Unidos.

El mayordomo se echó a reír.

—No le veo.

—Le verá —dijo Hale.

Volvió al taxi. El chofer se había quedado dormido, pero Hale le despertó.

—A la Casa Blanca —ordenó el doctor Hale.

—¿Cómo?

—A la Casa Blanca, en Washington —dijo el doctor Hale—. ¡Y de prisa!

Sacó un billete de cien dólares del bolsillo. El taxista lo miró y lanzó un gemido. Después se metió el billete en su propio bolsillo y puso el taxi en marcha.

Estaba empezando a nevar.

Cuando el taxi arrancó, Rutherford E. Sniveley, sonriendo irónicamente, se apartó de la ventana. El señor Sniveley no tenía mayordomo.

Si el doctor Hale hubiera estado más familiarizado con las peculiaridades del excéntrico señor Sniveley, habría sabido que Sniveley no permitía a sus criados que se quedaran a dormir, y que vivía solo en la gran casa del 614 de la calle Fremont. Todas las mañanas a las diez, un pequeño ejército de criados invadía la casa, hacía su trabajo lo más rápidamente posible, y se marchaban antes del mediodía. Aparte de estas dos horas diarias, el señor Sniveley vivía en solitario esplendor. Tenía pocos contactos sociales, por no decir ninguno.

Aparte de las pocas horas al día que dedicaba a administrar sus intereses como uno de los primeros fabricantes del país, el tiempo del señor Sniveley le pertenecía por completo y lo pasaba en su taller, fabricando artefactos de todas clases.

Sniveley tenía un cenicero que le alargaba un cigarro encendido cada vez que le hablaba bruscamente, y un radiorreceptor tan delicadamente ajustado que podía intercalar automáticamente programas auspiciados por Sniveley y volver a desconectarse cuando habían terminado. Tenía una bañera que le proporcionaba un acompañamiento de orquesta completa cuando le apetecía cantar en ella, y una máquina que le leía en voz alta el libro que él colocase en su tanque alimentador.

Su vida podía ser solitaria, pero no carecía de esas comodidades materiales. Era excéntrico, sí, pero el señor Sniveley podía permitirse el lujo de ser excéntrico con unos ingresos netos de cuatro millones de dólares al año. No estaba mal para un hombre que había empezado su vida siendo hijo de un dependiente encargado del envío de mercaderías.

El señor Sniveley se rió alegremente al ver que el taxi se alejaba, y después volvió a acostarse y durmió el sueño de los justos.

«Así que alguien ha tenido una idea con diecinueve horas de adelanto —pensó—. Bueno, ¡para lo que va a servirles!»

No existía ninguna ley que pudiera castigarle por lo que había hecho...

Las librerías hicieron un negocio tremendo con los libros de astronomía durante todo aquel día. El público, apático al principio, ya estaba muy interesado por el tema. Incluso los antiguos y polvorientos volúmenes de los Principia de Newton se vendieron a precios exorbitantes.

Todos los medios de comunicación hablaban profusamente de las nuevas maravillas del firmamento. Pocos comentarios eran profesionales, o siquiera inteligentes, pues la mayoría de los astrónomos se pasaron el día durmiendo. Consiguieron mantenerse despiertos durante las primeras cuarenta y ocho horas después del inicio del fenómeno, pero el tercer día les sorprendió mental y físicamente agotados, y dispuestos a permitir que las estrellas se cuidaran por sí mismas mientras ellos recuperaban algunas horas de sueño.

Tentadoras ofertas de los estudios de televisión y radio convencieron a algunos de que hicieran conferencias, pero sus esfuerzos resultaron penosos, y preferibles de olvidar. El doctor Carver Blake, que transmitía por la KNB, se quedó profundamente dormido entre un perigeo y un apogeo.

Los físicos también gozaban de una gran demanda. Sin embargo, fue imposible encontrar al más eminente de todos ellos. La única pista respecto a la desaparición del doctor Milton Hale, la breve nota que decía: «He sacado dinero. Se lo explicaré después», no sirvió de mucha ayuda. Su hermana Agatha temía lo peor.

Por primera vez en la historia, una noticia astronómica ocupaba los titulares de primera página de los periódicos.

Aquella mañana empezó a nevar muy temprano a lo largo de la costa septentrional del Atlántico, y aquellos primeros copos habían degenerado en una verdadera nevada. Antes de entrar en Waterbury Connecticut, el chofer que conducía el taxi del doctor Hale empezó a flaquear.

No era humano, pensó, esperar que un hombre fuera conduciendo hasta Boston, y después, sin detenerse, de Boston a Washington. Ni siquiera por cien dólares.

Y menos bajo una tormenta como aquélla. No lograba ver más allá de doce metros a través de la blanca cortina de nieve, y eso cuando podía mantener los ojos abiertos. Su pasajero dormía profundamente en el asiento posterior. Quizá pudiera despistarle y detenerse junto a la carretera, durante una hora, para dormir. Sólo una hora. Su pasajero ni siquiera se daría cuenta. Aquel tipo debía de ser un lunático, pensó, o no se explicaba que no hubiera tomado un avión o un tren.

El doctor Hale así lo habría hecho, naturalmente, si se le hubiera ocurrido. Pero no estaba acostumbrado a viajar y, además, no había que olvidar el Tartan Plaid. Un taxi le pareció la forma más sencilla de llegar a cualquier parte..., sin preocuparse de billetes, conexiones o estaciones. El dinero no constituía ningún problema, y su mente confusa por el licor le había hecho olvidar el factor humano que implicaba un largo viaje en taxi.

Cuando se despertó, casi congelado, en el taxi aparcado, adquirió conciencia de ese factor humano. El chofer estaba profundamente dormido, y ni las más enérgicas sacudidas lograron despertarle. El reloj del doctor Hale se había parado, así que no pudo hacerse una idea de dónde estaba o qué hora era.

Además, y para colmo de males, no sabía conducir. Tomó un trago para no congelarse del todo, y después se apeó del taxi; en ese preciso momento, se detuvo un coche junto a él.

Era un policía..., lo que es más, era un policía en un millón.

Gritando por encima del rugido de la tormenta. Hale le llamó la atención por medio de señas.

—Soy el doctor Hale —gritó—. Nos hemos perdido. ¿Donde estoy?

—Entre antes de que se hiele —ordenó el policía—. ¿Se refiere, por casualidad, al doctor Milton Hale?

—Sí.

—He leído todos sus libros, doctor Hale —dijo el policía—. La física es mi gran pasatiempo, y siempre he deseado conocerle. Quiero hacerle una pregunta acerca del valor revisado del quantum.

—Esto es cuestión de vida o muerte —dijo el doctor Hale—. ¿Puede llevarme al aeropuerto más próximo, a toda velocidad?

—Naturalmente, doctor Hale.

—Y otra cosa... En ese taxi hay un chofer que se morirá de frío si no enviamos ayuda.

—Lo pondremos en el asiento trasero de mi coche y después apartaré el taxi de la carretera. Ya nos ocuparemos de los demás detalles cuando podamos.

—Dése prisa, por favor.

El obsequioso policía se apresuró. Regresó a los pocos minutos y puso el coche en marcha.

—En cuanto al valor revisado del quantum, doctor Hale... —empezó, interrumpiéndose en seguida.

El doctor Hale dormía profundamente. El policía le llevó al aeropuerto de Waterbury, uno de los mayores del mundo desde que la población de la ciudad de Nueva York empezó a desplazarse hacia el norte en los años sesenta y setenta, desplazamiento que le confirió una situación privilegiada. Hasta que se encontraron frente a la oficina de billetes, no despertó al doctor Hale.

—Estamos en el aeropuerto, señor —le dijo.

Aún no había acabado de hablar, cuando el doctor Hale ya se apeaba de un salto y corría hacia el edificio, gritando «Gracias», por encima del hombro y estando a punto de tropezar y caerse.

El zumbido de los motores de un superestratoavión que se preparaba para despegar confirió alas a sus pies mientras se precipitaba hacia la ventanilla de venta de billetes.

—¿Qué avión es ése? —preguntó.

—El especial de Washington, que saldrá dentro de un minuto. Pero no creo que llegue a tiempo de cogerlo.

El doctor Hale dejó un billete de cien dólares en la repisa.

—Un billete —jadeó—. Quédese con el cambio.

Agarró el billete y echó a correr, entrando en el avión cuando empezaban a cerrar la portezuela. Jadeando, se desplomó en un asiento, con el billete todavía en la mano. Estaba profundamente dormido cuando la azafata le ató el cinturón para el despegue.

Un rato después, la azafata le despertó. Los pasajeros desembarcaban.

El doctor Hale bajó corriendo la escalerilla del avión y atravesó a toda prisa el campo hasta el edificio del aeropuerto. Un gran reloj marcaba las nueve en punto y, con evidente satisfacción, corrió hacia una puerta que ostentaba el letrero «Taxis».

Se introdujo en el primero que encontró.

—A la Casa Blanca —dijo al chofer—. ¿Cuánto tardaremos?

—Diez minutos.

El doctor Hale dejó escapar un suspiro de alivio y se apoyó en el respaldo. Esta vez no volvió a dormirse. Ya estaba completamente desvelado. Pero cerró los ojos para pensar las palabras que usaría durante su explicación del asunto.

—Hemos llegado, señor.

El doctor Hale entregó un billete al taxista y se apeó a toda prisa, irrumpiendo como una tromba en el edificio. No era tal como él había imaginado. Pero había una mesa y se dirigió hacia ella.

—Tengo que ver al presidente, en seguida. Es vital.

El empleado frunció el ceño.

—¿Qué presidente?

El doctor Hale abrió desmesuradamente los ojos.

—Al presidente de los... Dígame, ¿qué edificio es éste? ¿Y qué ciudad?

El ceño del empleado se hizo más acusado.

—Esto es la Casa Blanca —dijo—. Seattle, Washington.

El doctor Hale se desmayó. Se despertó tres horas después en un hospital. Entonces era medianoche, hora del Pacífico, lo cual significaba que en la costa oriental debían ser las tres de la madrugada. En realidad, ya eran más de las doce en Washington, Distrito de Columbia, y en Boston, cuando bajó del avión especial de Washington en Seattle.

El doctor Hale corrió hacia una ventana y agitó los puños, ambos, en dirección al cielo. Un gesto inútil.

Sin embargo, en el este, la tormenta había amainado al anochecer, dejando una ligera niebla en el aire. El público ansioso por contemplar las estrellas desbordaba las agencias meteorológicas con llamadas acerca de la persistencia de la niebla.

—Se espera una ligera brisa procedente del océano —les decían—. Se acerca rápidamente, y dentro de una o dos horas habrá disipado la niebla.

Hacia las once y cuarto, el cielo de Boston estaba despejado.

Miles de personas mal informadas desafiaron el intenso frío y salieron a la calle para mirar al cielo y la aparición gradual de las estrellas anteriormente consideradas eternas. Daba la impresión de haberse producido un increíble cambio.

Y después, gradualmente, el murmullo creció. Alrededor de las doce menos cuarto, el hecho era seguro, y el murmullo decreció y casi en seguida se hizo más fuerte que nunca, alcanzando su máxima intensidad hacia medianoche. Naturalmente, como era de esperar, no todo el mundo reaccionó del mismo modo. Hubo risas e indignación, comentarios cínicos y horrorizados. Incluso hubo admiración.

Al poco rato, en ciertas partes de la ciudad, un movimiento concertado por parte de los que conocían la dirección de la calle Fremont empezó a tener lugar. Un movimiento a pie, en coches particulares o vehículos públicos, que convergió en el mismo sitio.

A las doce menos cinco, Rutherford R. Sniveley se hallaba esperando en su casa. Se negó a sí mismo el placer de mirar hasta que, en el último momento, la cosa estuviera completa.

Todo iba bien. El creciente murmullo de voces, en su mayor parte voces airadas, en torno a su casa era la prueba de ello. Oyó que gritaban su nombre.

No obstante, esperó a oír la duodécima campanada del reloj situado frente a él para salir al balcón. Aunque deseaba ardientemente mirar al cielo, se obligó a mirar a la calle en primer lugar. La multitud estaba allí, y estaba furiosa. Pero él sólo sentía desprecio hacia la multitud.

Además, los vehículos de la policía empezaban a hacer su aparición, y reconoció al alcalde de Boston apeándose de uno de ellos, en compañía del jefe de policía. Pero ¿qué importaba? No existía ninguna ley que contemplara aquello.

Después, considerando que ya se había negado sí mismo el supremo placer durante tiempo suficiente, elevó los ojos hacia el silencioso cielo, y lo vio. Las cuatrocientas sesenta y ocho estrellas más brillantes del firmamento componían las palabras:

USE
JABÓN
SNIVELEY

Su satisfacción no duró más que un segundo. Después, su rostro adquirió una apoplética tonalidad púrpura.

—¡Dios mío! —exclamó el señor Sniveley—. ¡Está mal escrito!

El color púrpura de su rostro se hizo todavía más intenso y después, como un árbol que se desploma, se cayó hacia atrás.

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