Read Amor, curiosidad, prozac y dudas Online
Authors: Lucía Etxebarría
Y mientras conducía de regreso a Madrid, ante la perspectiva de tener que enfrentarme a una sucesión infinita de días iguales, grises, borrosos y anodinos, sola, esclavizada, condenada a jugar como peón en un tablero que no entendía, sin compañero ni amantes, sin hijos, sin amigos íntimos, pensé más de una vez en soltar las manos del volante y dejar que el coche se despeñara en una curva.
Pero no lo hice, porque en el fondo soy idéntica a mi ordenador, que dispone de una batería de emergencia que se conecta automáticamente en caso de un fallo en la corriente eléctrica.
Diseñada para durar. Programada para seguir adelante.
de underground
Algunos machos están dispuestos a morir por el sexo. La mantis religiosa, la araña negra, la araña negra de lomo rojo, suelen comerse a los machos durante la cópula o después de ella. Los machos intentan reproducirse y las hembras esperan cenar. Me levanto sudorosa en medio de la noche. Han vuelto a mi cabeza imágenes perdidas, escenas que hace mucho tiempo había almacenado en algún rincón de mi subconsciente, pero las muy traidoras aprovechan cuando duermo, cuando, inerme e indefensa, soy incapaz de luchar contra ellas, y vuelven a aparecer para torturarme, para conseguir que despierte de un salto, que me arañe las piernas con rabia y que me quede sentada en la cama, sola, desnuda y ensangrentada como un recién nacido. Santiago haciéndoselo con Line. Derramándose sobre su coñito afeitado. Line y su cara inocente, su cuerpo escueto, sus tetas apenas esbozadas, su pubis de niña de ocho años. ¿Cuántas copas nos habíamos metido aquella noche? ¿Cuántas pastillas llevábamos en el cuerpo? Pobre Santiago. No sabías que habías encontrado una hembra caníbal. Recuerdo cuando llegaste por primera vez al bar. Cómo nos impresionó a todas tu sonrisa. Eras el camarero de más éxito. Las niñas te miraban embobadas. Las locazas te comían con los ojos. Y no porque fueras guapo, ni mucho menos. Pero aquella sonrisa tuya, aquella felicidad que transmitías... A pesar de que no tenías muchas razones para ser feliz. Tus padres se habían separado cuando cumpliste siete años. No habías vuelto a ver a tu padre desde entonces. Tu madre, según me contabas, era una neurótica que se ponía a llorar cada vez que llegabas tarde a casa. Os pasabais el día gritándoos el uno al otro. Vivías con ella porque el sueldo no te daba para pagar un alquiler decente, y, también, porque en el fondo te daba un poco de pena. Habías estudiado filosofía y letras. Citabas a Heidegger con la misma facilidad con que movías tus caderas enjutas, tus caderas de postadolescente, al ritmo de Renegade Soundwave. Tus notas habían sido excelentes. Pero ¿quién quiere un filósofo detrás de la mesa de un despacho? A nadie le importa que seas capaz de citar a Heidegger y a ti no te apetece perder la vida en una oficina, trabajando para mercaderes anónimos. ¿Traficantes de armas, vendedores de niños? Nos parecíamos tanto: emocionalmente inadaptados, familiarmente renegados, socialmente inútiles. Siempre estabas contento. Todo te parecía santo. Tal libro está muy santo, tal grupo está muy santo, tal bar está muy santo. Y Line la más santa de todas. Santa santísima. Tu amiga está muy santa, pero que muy santa, dijiste la primera vez que la viste entrar en el Planeta X. De eso hace mucho. Mucho antes de que yo conociera a Iain. Mucho antes de que Line acabara en el hospital. Una sonda que intenta atar a la tierra sus treinta y ocho kilos. Una sonda que intenta que no salga volando. Una sonda que era como la cuerda de un globo. Pobre Santiago. No sabías que habías encontrado una hembra caníbal. Al llegar a la red la araña de lomo rojo, Latrodectus hasselti, inicia su sofisticada danza de cortejo. Salta sobre los pegajosos hilos. Da golpecitos sobre ellos con una pata. Coge un poco de telaraña y forma con ella una bolita. Así contribuye a disimular el olor de las feromonas de la hembra, impregnado en los hilos, que podía atraer a otros machos al punto de encuentro. Te impresionó su aire de Vampirella prepúber, te impresionaron sus coletitas y sus dos filas simétricas de dientecitos coralinos. ¿Cómo ibas a resistirte a su aire de asombro perpetuo, a esos dos pezones diminutos, desafiantes, que pugnaban como locos por escapar de la cárcel de algodón rosa en que estaban confinados? Esos pezones certeros, que localizan una fuente de calor y nunca fallan. Llevaba camuflados en el pecho dos diminutos misiles Scud. Ese culito perfecto, embutido en unos vaqueros de talla infantil. Line había pactado con el diablo para mantener su talla 38. Consérvame niña y yo a cambio dejaré de comer. Ella está muy ocupada destruyéndose a sí misma, eliminando su entidad miligramo a miligramo. ¿Qué coño podías importarle? El macho se encarama sobre el abdomen de la hembra y lo acaricia repetidamente. Durante la cópula ejecuta lentamente unas volteretas y acaba quedando en una postura en que a la hembra le resulta más fácil comérselo. Desde la primera vez que la viste no dejabas de preguntarme por ella. Tú querías follártela y yo quería follarte a ti. Y ella follaría con cualquiera o con ninguno. El sexo no significa nada. Quince minutos de embestidas y dos minutos de orgasmo como mucho. Una no se enamora de sus polvos como tampoco se enamora de su díler. Y una acaba quedándose con el mejor proveedor, el que ofrezca el mejor material al mejor precio. La vida es así de simple. Tras la noche de Fin de Año volvíamos a tu casa a las once de la mañana, en tu viejo Citroén AX rojo. Llevábamos muchas pastillas en el cuerpo. Habíamos intercambiado largos besos en la pista. Yo te había besado, tú me habías besado. Tú la habías besado. Vosotros os habíais besado. Nosotros nos habíamos besado, y nosotras nos habíamos besado. Un morreo largo y apasionado, al ritmo perezoso y machacón de Renegade Soundwave. Está tan trillado eso de dos chicas guapas que se besan en una pista. Todos hemos visto Instinto básico. Y cuando llegamos a mi casa fuimos directamente a la cama. De eso hace mucho, mucho antes de que yo conociera a Iain, mucho antes de que Line acabara en el hospital. Nos arrancamos la ropa mutuamente, riendo, tropezando, felices como bestias. Yo quería follar contigo y tú querías follar con ella y ella quería follar con todos y con ninguno. Casi te desmayas cuando viste su falso coñito de niña, su coñito traicionero, rejuvenecido diez años por obra y gracia de una maquinilla eléctrica. La delicada curva de los pezones rosados, curiosos e insolentes, que presidían aquellas tetitas apenas esbozadas. Line lolita, la reina de la pista y de las nínfulas. Yo te lamía el glande y tú le besabas en la boca. Y dentro de la mía, notaba que tu verga crecía y crecía. Le pediste que te atara. Está tan pasado eso del pañuelo. Todos hemos visto Instinto básico. Ella te ató a la cabecera de la cama y cabalgó a horcajadas sobre ti. Yo contemplaba sus subidas y bajadas, y la expresión indolente de su carita, cómo sonreía con los ojos cerrados, con la misma alegría y la misma despreocupación que si estuviera montada en el caballito de un tiovivo. No se había deshecho las coletitas. Sólo le faltaba un palo de algodón de azúcar, de ese dulce pegajoso teñido de rosa que venden en las ferias. Y tú le pedías más y más. Al convencer a la hembra de que se lo coma, el macho consigue prolongar el acto sexual varios minutos. El acto también inhibe el ardor sexual de la hembra. Yo sobraba. Es menos probable que una hembra caníbal busque otra pareja que la que se aparea sin festín. Ella siguió cabalgándote incluso después de que te corrieras. Estoy segura de que aquello te dolía, pero te dejaste hacer, seguiste debajo de ella durante horas y horas. Tu polla seguía dura a pesar de todo el semen que le habías regalado. Litros y litros de líquido blanco y pegajoso. Colonias y colonias de espermatozoides exterminados por su crema espermicida. Un auténtico holocausto. Pero tu polla seguía firme y en su sitio. Agradéceselo al éxtasis o a la maquinilla eléctrica. La hembra corresponde al ardor del macho licuándolo y devorándolo mientras tiene lugar el acto sexual. Pobre Santiago, no sabías que habías encontrado una hembra caníbal. ¿Qué sentido tiene tener una pareja seria? ¿Acaso tenemos algún futuro, podremos comprarnos algún día una casa, podremos mantener a nuestros niños? Si casi no podemos mantenernos a nosotros mismos, aunque de pequeños nos decían que éramos tan brillantes, que teníamos la vida por delante, que debíamos esforzarnos y estudiar. Y hemos sacado las mejores notas, y podemos citar a Heidegger y a Foucault y para qué. No tenemos nada que crear. Sólo podemos esperar seguir emborrachándonos y drogándonos y follando de vez en cuando. Y eso es lo que ella cree, y por eso le daban igual tus miradas lánguidas, tu deseo desesperado de proteger a la niña que tú creías que era. Y por eso no quiso repetir después de aquello, porque tenía otros cuerpos que explorar, otros machos que devorar. Porque eso era lo único que se permitía comer. Su dieta se restringía a los machos en celo, y por eso no comía nada más. No sé cómo pudiste colgarte tanto. Perdiste los papeles por completo. Te empeñaste en perseguirla día y noche, en llamarla a todas horas, en demostrarle que estabas a su total disposición. Acabaste tan mal, Santiago. Metiéndote toda aquella mierda por la vena. Porque a ella le parecía muy cool aquello de meterse jaco. Porque Kurt Cobain se metía, porque Iggy Pop se metía, porque Courtney Love se mete. Y todos están tan, tan delgados. Cuerpo de moderno, magro y consumido. Y ya dijo Kerouak que prefería ser flaco que famoso. Todos hablamos de Kerouak aunque ninguno de nosotros lo ha leído. Está de moda, pero, entre tú y yo, es un tostón de mucho cuidado. He intentado olvidarte como he podido, he intentado olvidar toda aquella historia del polvo blanco y la jeringuilla y la cuchara y el limón. He intentado olvidar que tuve algo que ver en eso. He intentado olvidar los chinos que fumamos los tres juntos, los polvos que echamos los tres juntos. He intentado olvidar la expresión de tu madre en el funeral. Pero la memoria, la muy traidora, aprovecha cuando duermo, cuando estoy inerme e indefensa, cuando soy incapaz de luchar contra ella, y aquellas imágenes vuelven a aparecer para torturarme. Tú haciéndotelo con Line. Derramándote sobre su falso coñito de niña. Yo, tendida en mi cama, desnuda. Pobre Santiago, no sabías que ensangrentado como un recién nacído habías encontrado una hembra caníbal.
de vulnerable
Embarcarse en la tristeza es como deslizarse en patines por una pendiente: es imposible prever cuándo acabará la bajada, pero se sabe perfectamente que todo acabará en un trompazo. La niña de los patines soy yo, Anita, rubia y pequeña como siempre he sido, y bajo por la pendiente atiborrada de pastillas.
Las pastillas para dormir son redondas, pequeñas y azules, y las pastillas para despertarse son blancas y más pequeñas aún, y las pastillas para mantenerse feliz son cápsulas blancas y verdes, y hay otras cápsulas rojas que quitan todos los dolores, y unas pastillitas blancas que hacen desaparecer la ansiedad. Las llevo todas en el bolso, dentro de una caja de caramelos de violeta, donormiles, diacepanes, nolotiles, lexatines, y se han convertido en mi kit de salvamento, en mi fetiche, porque sé que nada serio puede pasarme mientras las tenga a mano.
Empecé tomando polaramines para dormir, pero al poco tiempo se acabó la caja. Entonces fui a la farmacia y le conté a la farmacéutica la primera excusa que se me ocurrió, que a mamá le habían detectado un tumor, que no se sabía si era serio hasta que no le hiciesen pruebas, pero que de momento yo andaba como muy nerviosa, que me había afectado mucho la noticia y que necesitaba pastillas para dormir. Y la farmacéutica, amiga del barrio de toda la vida, y miembro, como yo, de la asociación de antiguas alumnas del Sagrado Corazón, me pasó una caja de tranxilium y me explicó que es un medicamento que normalmente se adquiere con receta, pero que en este caso, y por ser yo quien era, haría una excepción. Y me dijo que con media cápsula conseguiría dormir. Y yo se lo agradecí y rogué en silencio que mamá nunca se pasara por aquella farmacia. La primera noche me tomé una y no conseguí gran cosa, porque seguía despertándome a ratos, así que a la noche siguiente me tragué cinco, y, claro, por la mañana fui incapaz de levantarme. Borja no hacía más que zarandearme, pero yo me negaba a salir del nido de algodón en que las pastillas me había puesto a dormir, bien tapadita y protegida, e intenté explicarle que me dolía mucho la cabeza y que me sentía incapaz de salir de la cama, pero tenía la lengua como si fuese de trapo y no acertaba a dar con las palabras, y Borja me hizo ver que él sólo no podía ocuparse del niño. Hablaba a gritos, cosa rara en mi Borja, que nunca grita, pero los gritos me llegaban amortiguados, como si tuviera la cabeza debajo de un almohadón de plumas. Y al final acabé por levantarme, pero me parecía que los pies no tocaban el suelo y que el niño pesaba quintales, y el niño lloraba, pero me daba igual que llorase, todo me daba igual, la verdad, y no sé cómo no se me cayó el niño de los brazos. Finalmente Borja se llevó al niño y volví a la cama. Fue maravilloso regresar a esa sensación cálida de no sentir nada. Seguí durmiendo hasta la noche.
Seguí tomando tranxillum una semana o así, y me pasaba el día medio dormida, pero me daba cuenta de que, por mucho que lo desease, no podía pasarme la vida durmiendo, y, claro, si me tomaba dos pastillas por la noche al día siguiente no podía funcionar, y si no me tomaba las dos pastillas no podía dormir. Entonces recordé unas pastillas amarillas que había tomado durante una temporada, para intentar perder los kilos que había ganado con el embarazo, que te aceleraban y te quitaban el hambre. En su momento las había dejado porque me parecía que me excitaban demasiado, pero entonces pensé que eran exactamente lo que me hacía falta. Tomaba tranxilium para dormir y por las mañanas tomaba dicel para superar el sueño que daba el tranxilium. Y cuando el dicel se acabó, empecé con el minilip, que me parece que es lo mismo pero con otro nombre. Y luego empecé a mezclarlas con alcohol, porque las pastillas, no sé, como que sientan mejor cuando las mezclas, y te pones contenta y como que ves la vida de otra manera, no sé, todo te da igual, nada es bueno ni malo. La verdad es que el alcohol nunca me ha gustado, a menos que sea muy dulce, así que me metía las pastillas con cassis, un licor francés de moras que Borja me había traído de París y que entra casi sin sentirlo, pero que sube muchísimo porque tiene una graduación como de cuarenta grados o así, y sin darme cuenta me acostumbré a tragar las pastillas con sorbitos de cassis, hasta que se terminó la botella y luego probé el whisky con cocacola y vi que no estaba tan mal y empecé a tomarme las pastillas con whisky y cocacola light, con un poco de reparo porque el alcohol engorda muchísimo, pero gracias a las pastillas casi no como, así que ese detalle ya no importa. Y después empecé a variarlas; cuando se acabó el tranxilium probé el donormil, y después del minilip vino el adofén, y el propio Borja me aconsejó el lexatín, y ahora creo que no hay pastilla que cambie el ánimo que yo no haya probado. Y me paso las mañanas sentada delante de la televisión, en trance, aunque en realidad no me importa excesivamente lo que pueda sucederle a las figuritas que veo en la pantalla, pero a pesar de eso me quedo fascinada, enganchada a la tele como si estuviera unida a ella por un invisible cordón umbilical hecho con ondas hertzianas, y no me levanto del sillón porque no encuentro ninguna razón para levantarme. Y a veces tengo ganas de llorar, pero ya no lloro, porque voy tan tan cargada de pastillas que creo que los lacrimales se me han obturado. Y me acurruco en el sofá, contraigo la cara y quiebro la voz en un débil gemidito, al borde del sollozo, pero las lágrimas no acuden. Me he quedado seca, como un árbol derrumbado que va camino de la serrería. Parece, no sé, como si las pastillas hubiesen bloqueado los receptores de mi cerebro, los puntos donde se conectan los hechos y los sentimientos. Y ahora floto en la nada y soy como una mujer encerrada en un bote de formol.