Amor, curiosidad, prozac y dudas (30 page)

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Authors: Lucía Etxebarría

BOOK: Amor, curiosidad, prozac y dudas
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No nos habíamos dado cuenta hasta entonces de que Ana era el pegamento que nos mantenía unidas. Sin ella, la familia se hacía pedazos.

Por eso nos cuesta tanto asumir que Ana la dulce, Ana la estable, Ana que fuera el epítome de la cordura, se ha despeñado cuesta abajo. Es oficial.

La cosa fue más o menos así, según he podido deducir de las conversaciones que he mantenido al respecto con mi madre y con mi hermana Rosa: una mañana mi hermana Ana se levantó de la cama a las siete, según su costumbre; preparó el desayuno, según su costumbre; despertó al niño, según su costumbre; le cambió el pañal, según su costumbre, y acto seguido, con el niño todavía en brazos, se sentó a la mesa frente a su marido, con los ojos muy abiertos y expresión solemne. Entonces le anunció con voz clara que quería divorciarse. No le dio razones. No había otro hombre, que era lo que Borja esperaba, porque para un hombre como Borja la única razón que puede tener para divorciarse una mujer que tiene todo lo que una mujer pueda desear (un niño sano y guapo, un marido amable y atento y una casa que vale cincuenta millones) es otro hombre (uno que pueda proporcionarle otro bebé sano y guapo y una casa de cien millones). No había otro hombre, le aseguró ella, y Borja no dudó de su palabra porque siempre había mantenido, y aún mantiene, que su mujer es incapaz de serle infiel, él habría puesto y pondría ahora la mano en el fuego, pero ella, erre que erre, sólo podía repetir que quería divorciarse, sin más explicaciones.

Entonces Borja llamó a mi madre y mi madre convino con él en que no era normal que a una chica como Ana, que siempre había sido tan responsable, le diese de la noche a la mañana por una barbaridad como ésa, por mucho que últimamente ya no fuese la misma. No, una chica como Ana no se divorcia así como así, de la noche a la mañana y sin razón aparente. Así que llamaron al médico de cabecera, que cabeceó un rato delante de mi hermana y después se encerró en una habitación con ella, y que cuando salió de la habitación les dio el número del psiquiatra privado y carísimo que al día siguiente diagnosticaría una crisis nerviosa. Y eso fue un alivio para Borja y para mi madre, porque una crisis nerviosa es algo sobre lo que uno mismo no tiene control, así que a partir de dicho diagnóstico resultaba evidente que la propia Ana no sabía lo que decía y que todo volvería a la normalidad en breve, con la ayuda de Dios y de la medicina moderna. Resultado: que Ana estaba ingresada en lo que mi madre llamaba una casa de reposo, y Borja una clínica privada y Rosa una clínica psiquiátrica, y que era, para entendernos, un loquero. Un loquero para ricos, eso sí.

Cuando Rosa me contó todo esto al teléfono al principio no podía creerlo, porque por muy mal que hubiese visto a Ana la última vez que la vi, nunca sospeché que la cosa pudiera ser para tanto, y sólo se me ocurrió comentarle a Rosa que el gremio de psiquiatras de Madrid iba a hacernos un monumento a las hermanas Gaena en agradecimiento a toda la pasta que habían hecho a nuestra costa. Y Rosa me explicó que no acababa ahí la cosa, que por lo visto Ana había pasado los últimos meses metiéndose tranquilizantes y minilips, o sea, que la cosa, vosotros me entendéis, no iba de que Ana hubiese acabado en el loquero a cuenta de una mera depresión. Mi hermana la pija, la niña modelo, la santa madre y esposa, en una cura de desintoxicación. Ver para creer.

El caso es que Rosa quedó en pasar a recogerme para que fuésemos juntas a ver a Ana. Rosa especificó que iríamos las dos solas, porque Ana había dejado bien claro que no quería ver a mi madre, y esto ya fue la guinda del pastel de las sorpresas, porque desde que tengo uso de razón Anita siempre ha sido la niña de los ojos de mi madre y en la vida ha dado un paso sin consultarla, y no me cabía en la cabeza que la propia Anita hubiera dado instrucciones semejantes.

La mañana del día que habíamos fijado para la visita me la pasé casi entera delante del armario estrujándome el cerebro para encontrar algo que ponerme, como me ocurre siempre que quedo con un miembro (¿debería decir miembra?, ¿mi hembra?) de mi familia, porque sabido es por todo aquel que haya tenido contacto alguna vez, por mínimo que sea, con la familia Gaería que ni a mi madre ni a mis hermanas les hacen mucha gracia mis pintas. Pero después de estar veinte minutos revolviendo en el armario en busca de alguna falda azul plisada de aquellas que llevaba cuando trabajaba en una oficina, me pareció un poco absurdo que en un momento en que el universo se desmoronaba alrededor de nosotras empezase yo a comerme el tarro a cuenta de gustarles o no gustarles a mis hermanas. Así que me puse los vaqueros de costumbre y la primera camiseta que pillé en el armario, que resultó ser la del Nevermind de Nirvana. Pero luego, como me parecía que no iba a quedar muy bien eso de ir a un loquero con la imagen de un suicida estampada sobre las tetas, en el último momento me puse una de Shampoo, por la simple razón de que era color rosa chicle y yo pensé, en buena lógica cromática, que la camiseta aportaría a mi imagen el optimismo que le faltaba a mi alma.

El loquero se encontraba a cuarenta kilómetros de Madrid y estaba rodeado por una enorme muralla blanca. En el interior los muros de ladrillo blanco que protegían la casa estaban adornados con celosías de madera intercalada. A la sombra de un gran cedro resaltaba el color de un arriate de petunias y alhelíes. Al fondo, formando líneas rectas entre los grandes árboles, crecían setos de boj. Había cedros y encinas, y otros árboles cuyos nombres yo, miserable urbanita, ni siquiera imaginaba. Un sendero de gravilla cruzaba el jardín hasta la casa. La hierba crecía entre las junturas de las piedras.

El BMW se deslizó silencioso, como sólo se deslizan los BMW en los anuncios de la tele, hacia la clínica, que a primera vista parecía cualquier cosa menos una clínica, ya que se trataba de una mansión enorme con cierto aire nostálgico y colonial, una estructura de otro tiempo que desentonaba con su emplazamiento y su función actuales. Una encina proporcionaba sombra al porche de la casa, donde se habían colocado dos tumbonas enormes. Si no hubiese sido por aquel detalle moderno, se habría dicho que la casa recordaba a la Tara de Lo que el viento se llevó. Casi esperaba ver aparecer en cualquier momento a un criado negro vestido de librea que viniera a ofrecerme ponche.

Entramos. Nos encontramos con un recibidor enorme y vacío que olía desagradablemente a lejía. A un lado, unos sillones azules y una mesilla sembrada de revistas de moda y cotilleo. Al fondo, una especie de pecera acristalada dentro de la cual una chica de aspecto aburrido, conectada a un ordenador y una centralita, nos miraba con ojos interrogantes. Mi hermana se acercó a la pecera con ese aire marcial suyo, y una vez delante de la chica le informó en voz alta y clara quiénes éramos y a quién buscábamos. La chica de la pecera nos rogó con voz amable que esperáramos un momento.

Yo me dejé caer desmadejada en el sillón azul, como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Mientras tanto, mi hermana caminaba arriba y abajo por el recibidor, las manos en los bolsillos de su abrigo de piel de camello, dejando salir los pulgares desafiantes. No reparaba en la mirada de curiosidad que le dirigía la chica pez, fascinada ante la rubia arrogancia de mi hermana, que en medio de aquel recibidor se imponía con la vertical solemnidad de su metro ochenta. Llevada por el cansancio cerré los ojos y la imagen de mi hermana se disolvió en fractales de colores. Escuchaba el acompasado repicar de sus tacones sobre el suelo de mármol, aquel taconeo rítmico, monótono, asertivo y... y me iba adormeciendo.

Al cabo de unos minutos, cuando yo ya empezaba a navegar en sueños difuminados e imprecisos, nos recibió una treintañera de expresión amable que llevaba puesta la bata blanca de rigor. Mi hermana, nos explicó, reposaba de momento en su habitación porque aún (no le habían concedido el régimen abierto, pensé yo) no se había elaborado el diagnóstico adecuado y establecido las entrevistas previas con los diferentes doctores que todo recién llegado a la casa (paciente, puntualicé yo mentalmente) debía superar a fin de que los doctores pudiesen evaluar su estado.

Como una Virgilla de bata blanca, la doctora nos guió a través de un laberinto de corredores. Algunos pacientes deambulaban por los pasillos: chicos guapos con cara de perdidos a los que supuse yonkis de buena familia, damas estiradas con collares de perlas y el pelo recogido en un moño que probablemente fueran borrachuzas de alcurnia o adictas al bingo y algún que otro vejete despistado que dirigía de reojo miradas pícaras a mi camiseta rosa.

Recuerdo cuando iba a ver a Line ingresada. La cama de hierro, las paredes de placas, la botella de suero, los tubos, los aparatos, el olor a desinfectante que impregnaba las conversaciones. Media hora de visita aséptica y deprimente. La palabra «hospitalarío» perdía su sentido original. Pero la habitación de Ana no tenía nada que ver con aquello. Era más grande que mi apartamento, con eso lo digo todo. Las paredes estaban pintadas de un sedante color verde pálido. Alguien había bajado las persianas, pero no lo suficiente como para que no pudiésemos entrever a través de la ventana (sin rejas) un cuadrado de hierba reluciente del jardín. En un jarrón, sobre la mesilla de noche, un enorme ramo de rosas blancas, primorosamente arreglado, presidía la habitación; la marca territorial de Borja, supuse. Ana reposaba en la cama y apoyaba su cabecita rubia, sus ricitos de querubín, sobre un montón de almohadas.

Rosa se sentó al lado de la cama, y, un tanto envaradamente le entregó a la enfermera el regalo que le había llevado: un libro de Marina Mayoral. Ana lo depositó en la mesilla sin prestarle la menor atención y arrancó a hablar de inmediato, atropelladamente, y tengo que admitir que, pese a las circunstancias, me pareció que nunca le había conocido tanto aplomo como entonces. Primero nos explicó, con un tono tranquilo y pausado, casi pedagógico, lo de su historia con las pastillas, y nos dejó claro que no se había metido en aquello consciente de lo que hacía, que empezó a tomar anfetaminas para adelgazar y tranquilizantes para superar el nerviosismo de las anfetaminas y que al final, pues eso, la cosa se le había ido de las manos. No parecía intentar justificarse, daba la impresión de que, simplemente, nos aportaba los datos justos y necesarios que nosotras, en nuestra condición de hermanas, debíamos conocer. Ni más ni menos. Nos dijo que desde su llegada al hospital había mantenido conversaciones muy serias con varios médicos, quienes le habían asegurado que la cosa no era muy grave, o no tan grave como habría podido serlo si hubiese continuado con semejante dieta unas semanas más. O sea, que de momento Ana pensaba quedarse en la clínica y arreglar su problema.

Después de suministrarnos esta información, volvió la cabeza hacia Rosa, le miró fijamente a los ojos y se puso a hablar con ella como si yo no existiera.

—Te he llamado —dijo— porque creo que eres la mujer más inteligente que conozco. Y la única que puede ayudarme en estas circunstancias, creo. Además, eres mi hermana, claro. Pero eso no tiene nada que ver. Llevo pensando en esto varios días, en lo lista que eres, quiero decir, y en que nunca te lo he dicho. También he pensado en que a pesar de lo mucho que te admiro casi no te conozco. No sé, en el fondo no estoy segura de que pueda contar contigo. Quiero decir, que no sé qué estarás pensando de mí ahora...

—Claro que puedes contar conmigo —le interrumpió Rosa con el aire cansado y deferente de una maestra—. No digas tonterías, por favor.

Yo no tenía muy claro si pintaba algo en aquella escena, pero nadie me había dicho que me marchara, de modo que allí me quedé, escuchando cómo Ana desgranaba quejas y argumentos con su vocecita aguda. El caso es que Ana estaba decidida a divorciarse y quería saber si existía alguna posibilidad de que su marido utilizase lo de sus problemas con las pastillas y lo de su internamiento en la clínica como argumento para reclamar la custodia del niño en un tribunal. Yo no entendía nada, porque a mis ojos, como a los de mi madre, no existía ninguna razón lógica para que Anita decidiera divorciarse así como así, de la noche a la mañana. Por eso me sorprendió tanto que Rosa pareciera tomarse la cosa en serio y empezara a hablarle de casos que conocía y de compañeras de trabajo que se habían divorciado y habían mantenido la custodia de sus niños a pesar de sus infidelidades notorias o de sus sobradamente conocidos problemas con el alcohol, e incluso se ofreciera a hablar con el bufete de abogados que le gestionaba a ella sus asuntos legales, en el que seguro que había un buen abogado matrimonialista. Yo no daba crédito a mis oídos, porque no me parecía muy coherente que mi hermana Rosa, la sensatísima, la racionalísima, la estiradísima, la cuerdísima, se pusiera automáticamente de parte de Ana sin preguntarle siquiera lo que cualquiera le habría preguntado, esto es, si su marido le pegaba o si bebía, o si le había pillado follando con otra, o qué puñetera razón había podido encontrar Ana para decidir, así, de la noche a la mañana, tirar su matrimonio por la borda. Entonces Ana me miró fijamente, los enormes ojos de agua abiertos en una expresión de ángel suplicante que me devolvía una imagen líquida de mí misma.

—Y tú, Cristina, ¿qué opinas? —preguntó.

Y como me pilló desprevenida y con la guardia baja sólo se me ocurrió decirle lo que en aquel momento me salió del alma: que la vida es una pelea de la que no se puede salir derrotado. Y la explicación pareció satisfacerle, porque ya no me preguntó nada más.

Nos explicó después que no pensaba quedarse en aquel sitio (este sitio, decía, evitando así definir el tipo de establecimiento al que había ido a parar) más de un mes, el tiempo suficiente, añadió, para que se acostumbrase a funcionar sin pastillas. Y yo asentía quedamente y contemplaba con oidos atónitos la recién acaecida transformación de mi hermana.

Al cabo de un rato apareció la misma doctora de antes para comunicarnos que nuestro tiempo de visita había terminado. Así que plantamos en las mejillas de Ana los obligados besos fraternales, abandonamos la habitación y desanduvimos todo el camino que nos había conducido a aquella habitación.

Volvíamos a Madrid sin cruzar palabra. Rosa conducía con la mirada fija en la carretera. Contuve mi curiosidad durante los primeros treinta minutos, pero al final no pude resistir más y tuve que preguntarle a Rosa por qué le había hecho tanto caso a Ana y había tomado tan en serio lo que no parecía sino un arrebato de niña rica y mimosa, empastillada de puro aburrimiento. Entonces aminoró la velocidad del coche y desvió la mirada del parabrisas para dirigirla hacia mi humilde y desgarbada persona.

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