Read Amor, curiosidad, prozac y dudas Online
Authors: Lucía Etxebarría
Gema saca su bolsa del bolsillo de los vaqueros. Yo sé que Line se ha metido la bolsita dentro de las Doctor Martens, no porque temiera ningún registro, sino porque la bolsa ya no le cabía en su minúsculo bolsito en forma de corazón, donde había metido a presión las pinturas, las llaves, el tabaco y el monedero; y el modelito de esta noche —un pichi de vinilo rosano tiene bolsillos.
El policía se dirige a Line:
—A ver, rubita, tú también. Tus pastillas.
—Yo no llevo nada —asegura Line. Y él repite que más vale que entregue el material ahora si no quiere buscarse más problemas de los que ya tiene, y que van a registrarla de todas formas.
Line duda por un instante, luego se sienta en la acera y comienza a desabrocharse las Doctor Martens. No resulta una tarea fácil, porque son de esas de caña alta, abrochadas hasta el tobillo.
—Tendrá usted que esperar un momento —avisa—. Las tengo por aquí, en alguna parte.
El madero, impaciente, le dice que se dé prisa, que no tiene todo el día.
Line se quita el calcetín rosa eléctrico. Con el frío de la mañana resulta un poco absurdo ver a Line con el pie desnudo. Nada. De ahí no sale nada parecido a una bolsa de pastillas.
—Me parece que me he equivocado de bota. Deben de estar en el pie derecho —dice Line, dedicándole al madero su mejor sonrisa y encogiendo los hombros.
Esperamos unos cinco minutos hasta que logra quitarse la otra bota y por fin aparece la condenada bolsita. Luego otros diez minutos hasta que se calza de nuevo. El atuendo de Line será todo lo moderno que ella quiera, pero, desde luego, no está pensado para una noche de pasión salvaje, a no ser que se trate de un polvo rápido, contra la pared, subiéndose el pichi hasta el pecho y dejándose las botas puestas, y está claro que tampoco está diseñado para enfrentarse a un registro policial. No hay más que ver la cara de los maderos.
Uno de ellos, señalando la bolsita, nos pregunta dónde hemos comprado las pastillas.
—En una fiesta —digo.
—En el Planeta X —dice Gema. Ella ha dicho la verdad y yo he tratado de salvarme el curro.
—En una fiesta en el Planeta X —amplío yo, intentando remediar la situación.
El madero se mete en el coche y habla con alguien por radio. No hace otra cosa que recltar números. Algo así como «Alfa 33, Alfa 33, registrado un doscientos veintinueve en la calle San Bernardo, cambio y corto... Negativo... Doscientos veintinueve.» Resulta evidente que está utilizando alguna clave. Acaba y nos hace aparcar el cuatro latas.
—Me temo que tendréis que acompañarme a la comisaría para prestar declaración —le dice a Gema.
Nos han metido en una furgoneta de la policía, que arranca. Conduce un madero jovencito. Nosotras tres vamos agolpadas en la parte trasera del coche, separadas de los dos policías que nos llevan por una reja metálica. Como perritos. No nos han esposado. Yo siempre había pensado que cuando te llevaban a comisarla te esposaban. La idea me daba cierto morbo, por aquello de que sólo he utilizado esposas para follar. No me queda claro si debemos considerarnos detenidas o no. Se me pasan por la cabeza terroríficas imágenes de brutalidad policial, interrogatorios con un flexo apuntándote a la cara, palizas propinadas con toallas mojadas para no dejar marcas, sórdidas celdas sin agua ni sanitario... De pronto, sin comerlo ni beberlo, nos hemos convertido en delincuentes y paseamos por el lado salvaje de la vida.
—Hace falta tener mala suerte —suspiro.
—Vosotras tres, calladitas —suelta el madero que conduce.
—Vale, vale, que ya nos callamos —responde Line.
Continuamos el trayecto en el mayor de los silencios. La verdad es que apenas pasamos cinco minutos en la furgoneta, porque nos llevan directamente a la comisaría de la Luna, que está prácticamente al lado de donde nos han recogido.
Al llegar a comisaría nos separan. A mí me llevan a una habitación pequeña en la que un policía bajito, sentado frente a una máquina de escribir, anota mi nombre, dirección y número de carnet de identidad. Parece muy joven. Quizá más joven que yo. Todo lo que me habían sacado del bolso aparece extendido en la mesa, delante de él: cartera, llaves, el estuche de las gafas, un lápiz de labios, un monedero. Todo menos la pitillera de plata que me había regalado Iain y que contenía las pastillas.
Me pregunta mi profesión.
—Estudiante —contesto. No sé por qué me da vergüenza decir camarera. Influencia de mis hermanas, supongo.
Y en ese momento, zas, noto una sensación familiar que me hace cosquillas en el estómago, y bulle y burbujea como una aspirina efervescente dentro de mí, y va subiendo, poquito a poco, burbujitas, burbujitas espumosas, hacia mi cabeza. Oli, no... El pulso se me acelera y empiezo a respirar de forma entrecortada, inspiración, espiración, me falta oxígeno, boqueo como un pez fuera del agua, noto que las piernas empiezan a temblarme, las articulaciones me hormiguean, y las manos, soy incapaz de estarme quieta y ESTÁN ENTRÁNDOME UNAS GANAS MUY TONTAS DE REÍRME. Carlos Tantangao, esta vez no has hecho honor a tu nombre. Esto es MDMA puro. El mejor que he probado nunca.
El madero saca un cigarro y me ofrece uno. No lo acepto, porque no fumo, pero le doy las gracias muy amablemente.
Me dice que hemos tenido suerte porque hoy no han traído a mucha gente, así que podremos despachar el asunto más rápido que de costumbre, ya que, normalmente, podrían pasar horas hasta que nos tomaran declaración.
Parece bastante amable. No me da la impresión de que vaya a conocer la brutalidad policial, de momento.
Al rato aparece otro tipo, éste vestido de paisano, con barba. Debe de rondar la cuarentena y es atractivo, a su manera. Tiene un pasar, si a uno le gustan los modelos de anuncio de El Corte Inglés, claro.
—Supongo que eres consciente del lío en que te has metido —me dice, encendiendo un cigarrillo, igualito, igualito que en las películas de Bogart.
—Me lo imagino.
—¿Dónde comprasteis las pastillas?
—En el Planeta X. Ya se lo dije al agente que nos ha traído aquí.
—¿A quién se las comprasteis?
—A un camello, a quién va a ser.
—¿Sabes su nombre? ¿Me conviene mentir? Doy por hecho que Gema no se irá de la lengua, pero seguro que Line mete la pata, en su línea.
El dilema del prisionero. Uno de los problemas básicos de la teoría de juegos. Dos individuos sospechosos de haber cometido un crimen en complicidad son detenidos y encerrados en celdas separadas. Cada uno puede hablar o permanecer en silencio. Hay tres posibilidades: si uno habla y el otro no, el que habla va a la calle y al otro le caen veinte años. Si los dos hablan, a cada uno le caen cinco años. Y si los dos callan, les cae un año a cada uno acusados de un cargo menor, como tenencia ilícita de armas, por ejemplo. Cada uno debe tomar su decisión sin saber lo que hará su cómplice. ¿Qué deben hacer?
Solución: los dos deberían quedarse calladitos. Moraleja: en un juego de información incompleta los mejores resultados se consiguen cuando todos los jugadores adoptan una estrategia cooperativa.
—No, no sé su nombre —respondo—. En estos casos uno no pregunta el nombre, sólo el precio.
La explicación parece convencerle.
—¿Puedes describírmelo? Más vale que me digas la verdad, porque estamos preguntando a tus amigas también, y como las descripciones no concuerden, os veréis en un serio problema.
Le doy una descripción que concuerda con la de Carlos el Topo, pero que también podría concordar con la de cualquiera: moreno, no muy alto, ojos oscuros. Omito el hecho de que llevaba gafas de culo de vaso (por eso le llaman Topo), porque desde que existen las lentillas ya casi nadie las lleva, y el dato podría servir para identificarle con facilidad. Si las otras lo mencionan, allá ellas. Pero nadie podrá acusarme de haber mentido. Todos los rasgos que he citado son los de Carlos.
—¿Le habías visto antes? —me pregunta el secreta. Supongo que es un secreta, porque no lleva uniforme.
—Un par de veces —miento.
—¿Sabes si es un proveedor habitual?
—¿Qué?
—Que si es un camello conocido —traduce el secreta, condescendiente.
Carlos el Topo, alias Tantangao, es el camello más famoso de toda Malasaña (y aledaños).
—Pues no lo sé. Yo sólo le he pillado hoy —digo. El Topo lleva tres años siendo mi proveedor habitual, que diría el de barba.
—¿Y cómo te has enterado de que estaba pasando pastillas?
—Pues como todo el mundo. He ido al bar y he preguntado quién pasaba.
—¿Y no te parece que nueve pastillas es una cantidad un poco exagerada para llevarlas encima de golpe?
—Es que estamos preparando una fiesta. Ruego a Dios que las demás digan algo parecido. Supuestamente soy atea, pero en estos casos recupero la fe del colegio, por si las moscas.
—Bien, vamos a llevar estas pastillas al laboratorio para que las analicen, y si son lo que creemos que son, me parece que tus padres se llevarán un disgusto.
—Comprendo.
—Cerdo paternalista, pienso para mis adentros.
—Eso espero. ¿Vives con tus padres? Me cuesta responder. Noto que empiezo a temblar y la mandíbula se me desencaja. Puñetero éxtasis de los cojones.
—No, vivo sola.
—Ya te has metido alguna de esas pastillas, ¿no? Qué percepción la suya.
—Me temo que sí —respondo. Noto el pulso desbocado como un caballo que acabara de ver un fogonazo. Jadeante, siento un ritmo interno bullicioso que me estremece de la cabeza a los pies. Percibo los latidos de la sangre en los oídos, el eco de las palpitaciones en el pecho, y hasta empiezo a encontrar mono al policía jovencito de uniforme. Esto es MDMA del bueno, y sube como un cohete.
—Ahora tendrás que esperar hasta que tomemos declaración a tus amigas y decidamos qué hacer con vosotras. De momento, yo he terminado contigo —anuncia el de barba. Acto seguido se levanta y sale de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Parece satisfecho con la inútil información que le he proporcionado.
El jovencito me indica que va a acompañarme a una celda. ¡Una celda! No he estado en una celda en mi vida. Aunque en realidad, el sitio donde me lleva no tiene mucha pinta de celda. No tiene rejas, por ejemplo. Se trata de una simple habitación cerrada con llave desde fuera, con una pequeña ventanita en la puerta por si necesitamos llamar. Dentro hay un banco, y sobre el banco, un negro. Entro y me siento a su lado. El banco resulta bastante incómodo. El negro tiene los ojos muy bonitos.
—Hola —saludo.
—Hola —responde el negro, con una blanquísima sonrisa—. ¿Por qué tu aquí?
—Drogas —digo.
—¿Caballo?
—No, equis. ¿Y tú?
—Caballo. —Tiene un acento muy raro.
—Oye, tú... ¿de dónde eres?
—Senegal. —Donc, tu parle francais... —digo. El francés era el segundo idioma que elegí en la carrera.
—
Mais bien súr!
—Él parece encantado—.
Tu parle trés bien
.
—
Merci
.
—
Est, qu'est-ce que tu fais, une belle fille comme toi, et cultivée aussi, dans cet endroit...
—dice. Que viene a ser: ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste?
—
C'est la vie
.
Y esto ni haría falta traducirlo: Así es la vida.
Nos enzarzamos en una animada conversación. Él se llama Ourané o algo así. Yo voy puestísima de éxtasis, de modo que tengo muchas ganas de charla, a pesar de las circunstancias supuestamente adversas. Me paso el rato de palique con Ourané, o como se llame, que me cuenta cómo es la Cassamance, la región de donde viene, que por lo visto está llena de terroristas independentistas. Algo así como los etarras pero en negro, para entendernos. Nos reímos mucho y a mí casi se me olvida que estoy en una comisaría y pendiente de una posible acusación por tráfico de drogas.
Ourané debió de nacer en un pueblo soleado a la orilla del mar. Ourané apenas aprendió a leer o escribir. En la Cassamance a los niños se los lleva una gripe, porque no existen los antibióticos ni las aspirinas. En la Cassamance las mujeres tardan un día entero en llegar de un pueblo a otro con sus bebés a la espalda. En la Cassamance soldados de uniforme verde se apostan en los cruces de los caminos con sus fusiles franceses apoyados en la cadera y se empeñan en que los niños no hablen wolof sino francés. Imagino a Ourané viajando hasta España en una patera y recorriendo el camino desde el sur con dos camisetas viejas en una bolsa de plástico y el espíritu lleno de esperanzas absurdas. Quizá Ourané pensara que aquí podría encontrar un trabajo y una vida. Ourané, habrías hecho mejor quedándote en tu pueblo junto al mar, pescando en un delta lleno de delfines y tocando el tambor al atardecer. No sé quién te engañó diciendo que aquí encontrarías coches, bolígrafos, cigarrillos, luz eléctrica, pantalones vaqueros y cintas de Michael Jackson. Todo lo que has encontrado ha sido una celda sin baño y un banco para dormir.
Y yo me pregunto ¿qué coño haces aquí?, y lo que es peor, ¿qué coño hago yo aquí? No hablo solamente de esta celda sin rejas, hablo de esta vida sin asideros, sin razones ni coartadas, sin pretextos ni evasivas, ni objetivos, ni intenciones, ni ideales. Si yo me muriera ahora mismo, ¿a quién dedicaría mi último pensamiento?, ¿qué recuerdo decidiría llevarme?, ¿me daría mucha pena dejar esto? Para qué engañarnos: no tengo casa, porque no se puede llamar casa a mi apartamento enano de alquiler astronómico; no tengo trabajo, porque tampoco se puede llamar trabajo al papel de florero andante que ejerzo en el bar; no tengo novio, ni siquiera estoy segura de que lo haya tenido alguna vez; por no tener ni siquiera tengo perro, y eso que a los cuatro años hice la firme promesa que adoptaría uno en cuanto fuese mayor. Debo recordarme a mí misma que soy afortunada de haber nacido en Madrid y tener la piel blanca. Pero saber que Ourané está peor que yo no me sirve de consuelo. Me siento egoísta y esto empeora aún más, si cabe, mi estado de ánimo. Me gustaría quedarme muy quieta y poquito a poco dejar de respirar, dejar de enviar órdenes a mis neuronas, dejar de pensar, dejar de ser, dejar de ocuparme de mí misma, de mi piel, de mis tendones, de mis venas, de mis huesos. Cuando salga de aquí no estaré mejor ni peor. No soy más que una muñequita de plástico y, para colmo, empiezan a fallarme las pilas.
A las dos horas o así aparece el mismo policía jovencito de antes para llevarme otra vez a la habitación donde me han tomado declaración. Me despido de Ourane, o como se llame, con un morreo larguísimo (yo voy de éxtasis y me ha dado mucha pena su historia, y además, qué coño, tiene unos ojos muy bonitos) y le dejo mi número por si le apetece llamarme cuando salga, si es que sale. El policía jovencito debe de haber visto de todo en esta vida, porque no parece sorprenderse.